Una curiosidad nueva. Santiago Nader
podría decirse que ellos también. Nunca supe exactamente qué es lo que hacen Akiko y Ioshi en la Embajada del Japón de este país; sólo sé que le pusieron mucha onda a sus hijitos porque ambos siempre fueron la belleza samurái por excelencia. En los tiempos en que Isa y yo éramos aún proyecto de adultitos-noviecitos, el Naoki habrá tenido nueve años, tal vez diez. Y era un niño, la verdad, de propaganda. Y aunque no tiene ningún sentido comparar a un chiquilín con su hermano grande, creo que todos ya sabíamos que si Isa era ¡woof!, en verdad precioso, Naoki iba a doblegarlo en su belleza por el hecho de ser muy encantador y extrovertido.
En la fila para pagar su ensalada, Naoki conversa con una criatura con los mismos rasgos, los mismos ojos y el mismo corte de pelo rubio de Tilda Swinton. Ella lleva una pollera tableadita y, bien por dentro, una camisa blanca de gasa. Cada tanto (en un gestito algo inconsciente) mini Tilda estira un poco su boquita color rojo hacia Naoki. La chiquilla está extasiada con su hechizo. Afirmaría que ella nunca escuchó a nadie con tanto ahínco. Naoki ríe, mientras explica con mucho estilo algo a Tilda Swinton. Es él quien lleva el coloquio a fondo mientras la púber sólo escanea feliz y horny, y le sigue el tren: le pregunta cosas, asiente un poco, larga una risa.
Nunca antes había visto a un chico-chico convertirse en jovencito. Por primera vez me siento un poco viejo. Me emociona ver que el Oki pareciera estar tremendamente habilitado para habitar este mundo horrendo, a diferencia de exnovio Isa, que es un muñeco (con lo que ser un muñeco implica, tanto en lo bueno como en lo malo). Oki sonríe y eso le vuelve los rasgos finos. Le realza los ojitos brillantones, súper japos, la quijada lampiña y filosa y sus mejillas de piel nueva, brillante y tersa, como en compota.
A la distancia, repara en mí. Me sorprende que me reconozca rápidamente. Yo también he mejorado con los años, empezando porque haber dejado el sueño adolescente de volverme embajador acabó con la tremenda depresión y la anorexia que escondí durante meses de mis padres a distancia, y también con el noviazgo un poco sad y muy ¿mediocre? con Isao, quien admitió no interesarse por un “joven” que abandona un “sueño firme” para entrar a trabajar en un call-center y “ser actor”. Según creo, Isao fue más duro aún que mis propios padres ante el cambio que elegí para mi vida. Ese día se acabó todo lo nuestro. Sin saberlo, partí hacia la inducción de mi call-center deshaciéndome de todo lo-que-no en esta ciudad.
Naoki hace una seña extraña, ¿de comandante? con dedos largos que van bien juntos sobre su frente. También sonríe. Lo saludo con nostálgicas sonrisas de una madre que no ha visto a los amigos de la infancia de sus hijos por diez años. El jovencito está archibueno, pero es tan de la familia para mí que ni me abruma su belleza. Me hace señas de que pagan y se acercan, pero elijo interceptarlos. Debería de ir volviéndome al trabajo.
Atravieso aquel oleaje de testosterona y desodorante que se mezcla, en el camino, con olor a chivo viejo por el nylon de las prendas y el sudor adolescente. Respirando por la boca (como hago cada vez que entro a un mercado), llego al spot en el que están Tilda y Naoki. Los saludo con abrazos a los dos y les pregunto cómo están. Me contestan que están bien, y muy cansados, y Oki dice luego a Tilda que yo soy “amigo suyo”, pero no menciona a Isao. Nos reímos un poquito del olor espeluznante de la fila y se me ocurre, por instinto, preguntarle por su hermano. A los dos se les transforma la carita. Las expresiones que me comparten son puro drama entre teens y almuerzos.
Naoki mete tres dedos limpios en el hueco que configuran dos botoncitos de su camisa. Estalla en llanto. Los juveniles embajadores de alrededor testifican todo con frialdad. La pequeña Tilda Swinton le acaricia la cabeza y le rodea la cintura con un brazo. Lo apartamos de la fila, digo “Sorry, corazón”. Estoy muy, muy confundido: ninguno de ambos me dice nada. Quiero irme, pero creo que sería, cuanto poco, irresponsable. La situación se dilata eterna. Leo los gafetes: el de Naoki que dice “Austria”; el de Tilda Swinton, “Sierra Leona”.
El niño sigue llorando aún. Le doy abrazos y unas palmadas sobre la espalda y, ni bien levanta la cara un poco, las alarmas antiincendios del fast good emiten unos alaridos estruendosos. A unos metros de nosotros, el estúpido puberto que representaba a “Uganda” hizo una broma con la llama de un encendedor y un desodorante en aerosol. Ahora tenemos que evacuar el lugar.
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