Una curiosidad nueva. Santiago Nader
la casa de sus padres. La tableta colorada tiene letras en ivrit y una vaquita sonriente, envuelta en fuego artificial color dorado. Fecundando el chocolate, hay unas rocas efervescentes de caramelo. Explotan suaves sobre la lengua, y se derriten casi al instante. Observamos con las bocas burbujeantes el dibujo a contraluz del enrejado sobre el piso. Las pestañas onduladas de Amitai casi se enroscan en las verjas que dividen mi balcón del bajo cielo.
De la nada, se le da por comentarme un episodio sobre anoche, con amigos, esos mismos de la foto (los que viene mencionando muy seguido, sin decir mucho de ellos). De camino a una fiesta por el río le pidieron que se quite unos brillitos de la cara que traía desde el cumple de una amiga que se hizo en el taller. Amitai tenía dos puntitos mini, centelleantes, que pusieron en sus pómulos y que a él le parecieron muy bonitos. Los amigos alegaron que ninguno iba a ingresar a esa idiota disco de privilegio si lo veían con eso puesto, y a ellos con él.
Lo presionaron para quitarlos siquiera antes de que pudiera salir del auto. Me comenta entre livianas carcajadas que siquiera lo dejaron conservarlos en la fila de la fiesta. Considero preocupante su despojo mientras trago el chocolate derretido. Me pregunto qué querrá obtener de mí con el relato. Me comienza a parecer provocador lo que me hace. Yo procuro contenerme de ponerme radical y le contesto, con soltura, que yo creo que ya están un poco grandes para eso. Que es el año dos mil veinte, que es rarísimo que un grupo determine qué se pone o no se pone una persona. Él consiente mi opinión, o aún peor: dice que “eso es obvio”. Pero alega que es correcta la teoría de que no iban a pasar a ese boliche “si se dejaba los brillos puestos”.
Con la última fracción de chocolate entre mis dientes, alzo el tono: le pregunto qué es la gracia de financiar un fascismo así, de poner su cuerpo en la muchedumbre de esos zopencos. Hago una pausa con mucho drama (para que vea que estoy rabioso) y, con gran malicia, le pregunto si de nada le ha servido haber leído tantos libros en su vida. Textualmente digo esto a este varón desconocido, que detiene su lamida al cigarrillo que se arma para oírme. Amitai abre los ojos como platos, junta los labios (tal cual hace cada vez que dirá algo y se arrepiente) y pone una cara muy parecida a la de ese meme lleno de cálculos en el aire. Me doy cuenta de que me fui un poco de eje; que no tenemos tanta confianza para flayarlo de esa manera. Dije algo que lo puso, de repente, todo sobrio. Todo alerta. Un silencio se apresenta en el balcón por dos minutos. Lo interrumpe un ruido raro, como si algo implosionara: no sabemos si ha venido de la calle o de la casa. Escuchamos otro más, tal vez otro más. Suena a algo que se estalla para adentro. Y después olemos que algo está quemándose, sí, pero no es olor frecuente a algo quemado: no parece una tostada, un auto roto, no huele a incendio. Apesta a azufre.
De repente, una sorpresa: a Amitai le sale fuego desde el pito, y no en sentido figurado. Una bengala color violeta se abre paso entre sus piernitas flacas y cortas, ahora atraviesa la verja baja de mi balcón como medio metro, hasta la derrite. Protegemos nuestras caras de las chispas con las manos. Las narices hacen ruidos por la pólvora, que es fuerte. No hay ni tiempo de sembrar una vergüenza entre nosotros una vez que el show acaba pues a mí me pasa casi que lo mismo: veo cómo desde el short un bengalón color naranja se dispara de mi pija y quema más aún la reja.
Instantáneamente luego, emanan chispas nuestras bocas, los oídos. No hay una manera de controlarlo. No pasa mucho hasta que nuestros cuerpos no son más que pirotecnia al infinito. Nos volvemos pura pólvora quemada y comprimida que se expande por el cielo; un desfile de candelas sin siquiera mecha madre que destellan verticales por el barrio. Arman mensajes que dicen “Amit” y mi nombre “para siempre”; que dicen “Amit” y mi nombre “não tem fim”; que dicen “Amit” y mi nombre, y después dos puntos: “Vamos, ya es tiempo”.
Toda la noche somos los fuegos artificiales del chocolate que Amitai trajo. No entiendo mucho cómo lo logra, si ni siquiera tenemos cuerpos, si somos luces que van al cielo, vuelan en partes, y así por siempre. Pero estoy súper, súper seguro de que hace un minuto Amitai respiró profundo, juntó valor y tomó mi mano.
Modelo de Naciones Unidas
Almuerzo el viernes al mediodía en un sitio que aborrezco. Está cerca del trabajo, eso es un gol, es un fast food saludable de la cadena en la que encontraron la rana muerta en un bowl de Caesar, dentro de un shopping. La noticia me causó cierta impresión algunos días, pero luego la ignoré por conveniencia. Los otros fast foods no-saludables me darán cáncer, o mal de chagas; los otros bares en esta zona (recargada de viejitos alienígenas y abúlicos) me darán ganas de suicidarme a las dos y media cuando regrese.
De manera repentina, una horda de pubertos angurrientos de entre quince y diecisiete años de vida se abre paso en el local: llegan juntos en enormes cantidades. Se apelotonan con la intención de estirar sus manos chorreando hormonas en dirección a dos displays iluminados que proveen de pequeñas ensaladas a unos precios colosales (aún sin rana), cajas de sushi multicolores, rolls pegoteados en aluminio, sándwiches fríos. En total serán cuarenta o cincuenta monos adolescentes que llevan trajes, zapatos nuevos, corbatas finas, blazers brillantes; mochis al hombro (como de escuela, o de hacer deporte, que quedan pésimo con sus outfits). Algunos de ellos visten turbantes, burkas y saris, entre otras cosas. Cerca del pecho llevan gafetes con la inscripción de un Modelo de Naciones Unidas. Debajo llevan todos los nombres “de sus países” con marcador.
Yo estoy sentado en un mesón largo, bastante angosto, destinado a todas esas infelices que salimos una hora de la vida a ingerir algo y regresamos con suplicio a la rutina. Me divierte investigar a estos embriones de líder mundial compartiendo hechos de la mañana, muy excitados; fogoneando discusiones fantasiosas y soberbias sobre cómo terminar con la pobreza o frenar las guerras.
En el amplio masacote de criaturas, hallo el rostro de Naoki. Pasaron cinco (o tal vez, seis) años de la última vez que lo había visto. Ahora es todo un hombrecillo: lleva el pelo platinado con estilo, chupines lindos, camisa blanca y el saco al hombro, como una estrella de pop de Asia.
Naoki es el hermano cool de mi exnovio Isao, chico frígido (aunque muy inteligente y muy hermoso) con el que estuve por varios meses, ni bien me vine a vivir aquí desde la ciudad entre las colinas. Isao y yo transitamos juntos el duelo inmenso de pasar de ser estrellas académicas (en el cándido mundito de la escuela secundaria) a ser grandes vapuleados del sistema que propone la escabrosa competencia de la uni a la que fuimos. No hablo de esa a la que van los ricos bobos, claramente: hablo de esa caja beige frente al estadio a la que asisten nada más los millonarios descollantes, eminentes. Cualquier joven que esté fuera de segmento es expulsado a propulsión por el estigma que prohíbe ser “mediocre”. Yo aguanté menos de un año. Me imagino que ahora Isao se recibió, no tengo idea. Lo bloqueé de todas partes al cortar la relación y no sé bien qué es de su vida, ni me importa.
Aunque sí que nos unía la atracción pospubertaria (nos gustábamos en serio), lo que hizo que siguiéramos al lado fue saber que éramos weirdos con la alianza de habitar (o por qué no, sobrevenir) la pesadilla de pasar nueve o diez horas en un monstruo de saber que, por momentos, tenía aires de museo y rebalsaba de personas muy pudientes, ilustradas y malignas. Yo era uno de los tres becados pobres-provincianos-mega-ñoños de la carrera de Estudios Internacionales y el Isao (aunque era rico y la hegemonía de todo Oriente vuelta persona), era una amebita hecha de tristeza y de timidez, un mudito todo bueno que dudaba siete veces en su mente antes de alzar la mano en clase y opinar o preguntar.
Isao y yo nos enfrentamos, también juntos, al traumático universo de acabar con la acuciante e infantil virginidad de cada uno. Era sábado a la tarde y nos pusimos a chapar en el sillón de mi primer hogar de niño en la ciudad tras aburrirnos de estudiar Mankiw (un libro gordo de Economía que Isao tenía en original, y yo en fotocopia). Nos pasamos a mi cuarto tras paquetearnos un rato largo entre los joggings: el suyo azul, el mío gris. Hicimos todo lo que pudimos. Fue súper lindo. Terminamos transpirados y contentos. Nunca había oído a Isao en un volumen tan agudo hasta el momento.
Nos conocimos en una clase de Instituciones Públicas y Gobierno, la única clase que nos gustaba. Detestábamos cualquier otra materia, pero nuestras notas eran brillantes. Nos cogían de parados (pero mal, tremendamente) en una sola: Mate I, matemáticas, una clase en la que a Isao lo destruyeron