Con fin a dos. Fernando García Pañeda

Con fin a dos - Fernando García Pañeda


Скачать книгу
perdido.

      * * *

      ¡Qué chasco! ¿Cómo he podido estar tan equivocada y meter la pata de esa manera? No puede ser. O me estay haciendo vieja prematuramente o ahí falla algo.

      Su cartera, ¿eh? ¿Pero qué hay de su mujer? ¿Dónde está ella realmente? Tiene que haber alguna forma de averiguar algo más, pero no se me ocurre cómo.

      Seguro que él sí que podría, pero el muy tonto no quiere saber nada de ello, porque está emperrado en que es sólo un pobre hombre y su mujer habrá ido a pasar la cuarentena cuidando de algún familiar o de una amiga necesitada, o yo qué sé. Sí, seguro que él podría, porque de lo poco que le he sonsacado durante el brunch es que trabaja en algo de interior o de defensa, pero hasta ahí. De puro reservado, es duro de roer. Menudo pájaro.

      Pero… pero la tonta soy yo. Para una vez se cruza en mi camino alguien decente, no se me ocurre otra cosa que llenarle de improperios y atosigarle. Con lo fácil que fluyen las cosas con él, con lo sencillo que resulta dejarse llevar en conversaciones, en bromas o en tiradas dialécticas. Poca, muy poca gente se digna a seguirme la corriente y a entenderme, y es como si él me conociera desde siempre.

      ¡Es que es de lo más peculiar! ¿Desde cuándo hay alguien al que le aterra la vanidad? Y a él parece que le da alergia. Saca todo lo que lleva dentro con cuentagotas, y cada gota es más agradable que la anterior, como en un continuo «más difícil todavía». Por eso creo que asoma apenas una pequeña parte de sí, como un iceberg.

      Esa sensación de comodidad, de estar en casa… No sé cómo lo hace, pero ese hombre irradia paz.

      ¿Un hombre? ¿Paz? Vaya rareza.

      Rareza… Vamos a ver, ¿qué tal un poco de sinceridad contigo misma? ¿Rareza? Es monísimo, y hasta es atractivo. No de esos de darse la vuelta cuando pasa, pero tiene un cierto atractivo que se ve reforzado por su forma de ser. Y no niegues que se te ha puesto la carne de gallina cuando apenas te ha rozado los brazos…

      Cuidado. Peligro. Eso es lo que pasa. Tú misma dices que las cosas no suceden porque sí, por casualidad. Siempre estás con esas.

      Cuidado, peligro. Sí, pero es por ti misma, no porque haya que tener cuidado con él o sea peligroso. Ya le gustabas mucho antes de conocerle, que el pobre se delató como un niño. Y ahora le tienes enganchadito perdido.

      No creo que te vayas a ver en otra como ésta. No es nada fácil.

      Pero no sé si estás preparada.

      Te lo dijo la psicóloga. El miedo y la vergüenza no tienen que dirigir tu vida. Estuvo bien en su momento como escudo, como refugio temporal. Pero la tormenta se extinguió. Es el pasado, no el hoy.

      ¿Y si este Jorge es la prueba de ello?

      Bueno, por asomarte y ver qué pasa no pierdes nada, y puedes ganar… quién sabe.

      * * *

      Durante horas no me pude quitar de la cabeza el tacto de esos brazos estilizados pero fibrosos, esa piel de bebé, esos ojos enormes que me tragaban como un agujero negro, pero en azul. Bueno, ni podía ni quería quitármelo de la cabeza.

      Después de conversar el brunch (sin dedicar ni una palabra al «asunto» del vecino de abajo) nos concedimos unas horas de siesta y aseo. Unas horas durante las que el mero recuerdo de una escena tan vulgar como sublime me erizaba la piel… y lo que no era la piel.

      Vergonzoso de todo punto. Había convertido a lo que hasta entonces era un hada espiritual que veía entrar o salir de casa desde mi ventana o, en el mejor de los casos, con la que me cruzaba en la escalera como en una especie de encantamiento, en una mujer de carne y hueso capaz de despertar la acucia de su presencia, de su olor y su voz, de su mirada y su tacto. Ninguna mujer, por atractiva que fuera, ni siquiera quien fue mi novia durante años, me había provocado esa reacción.

      Por efecto de mi naturaleza, mi educación y mis lecturas tendía a idealizar las mujeres que me gustaban y a sublimar todo amago de instinto bajo. Y lo mismo había sucedido con Christiana hasta el día anterior, en que apoyó su mano en mi pecho para ajustar con la otra el nudo de la corbata; y, sobre todo, hasta esa mañana, en que sostuve sus brazos durante una eternidad y sólo solté con el ímpetu hipnotizador de sus ojos.

      No conseguí pegar ojo en la siesta y dejé la ducha de agua fría para el momento previo a tocar de nuevo el timbre de su casa.

      La había invitado a cenar en la mía, pero rechazó mi oferta a su manera.

      —Si te parece bien, prepararé algo de cena y pasas por mi casa cuando estés lista —propuse antes de regresar a mi piso.

      —Ni lo sueñes. O bajas tú o nada.

      —Pero es que parezco un gorrón. Qué menos que corresponder con tu…

      —¡Qué corresponder ni qué niño muerto! ¿Te crees que esto es un do ut des? ¿Te invito para que me invites? Te invito porque me apetece y me da la gana, ¿entendido?

      —Vale, vale.

      —Además, para comer un pan y queso con cocacola zero prefiero quedarme en casa con mis verduras a la plancha y mi confit de pavo.

      Cómo me gustaban esos azotes verbales, propios del regalo que produce la afinidad y la confianza. Pero que incrementaban la impaciencia que el corazón trataba de imponer.

      Venga, compórtate. Sabes hacerlo. No te has visto en nada parecido en tu vida, con una mujer de bandera que te trae de cabeza y te invita a su casa un día tras otro. Mantén esa confianza que te has ganado hasta ahora y no la cagues.

      Con ese ánimo bajé a tiempo de aplaudir en la terraza justo antes de la cena, porque tenía esa costumbre tan europea y poco española de cenar a las ocho como muy tarde.

      Pero de nada sirvieron las buenas intenciones ni la ducha fría.

      Christiana se mostró más punzante, efusiva y tierna que nunca. La mesa, con velas y ramilletes de flores secas, estaba montada con más primor de lo habitual. La conversación se hizo chispeante de manera paulatina. Había montado con su iPhone y un altavoz un pequeño equipo de música, y la lista de reproducción contenía unas dosis de romanticismo que en algunos momentos rayaba con el empalago. Cualquiera diría que todo estaba dispuesto con el fin de encandilar al invitado, de poner bastante difícil el buen comportamiento.

      Todo, incluso el hecho de que me permitiera, por primera vez, recoger la mesa. Había cambiado el «ni se te ocurra» por un «déjalo en el fregadero, mañana me ocupo».

      En la sobremesa, con los sones de Alone again, dijo que no recordaba la última vez que había bailado en pareja, y que era una pena que esa costumbre su hubiera perdido. Yo nunca he sido un buen bailarín, a decir de las escasas parejas que he tenido, pero no podía desdeñar esa petición en toda regla. Era como si me hubiera adivinado el pensamiento de antemano. Con los primeros compases de If you leave me now, me levanté del sofá y le tendí una mano sin palabras.

      Los cuatro minutos de balada, en silencio, con mis manos en su cintura y las suyas en mis hombros se prolongaron del mismo modo con otros cuatro de How deep is your love. Pero al llegar a Eye in the sky sus manos avanzaron hasta enlazarse detrás de mi nuca y su sien izquierda se juntó con la mía, de manera que abracé su talle por completo. Y nuestros cuerpos, a compás, se balancearon sin un suspiro de por medio. Tan sólo bajo el aura fresca de cítricos, de flores y mediterráneo de su perfume.

      Pero, de algún modo, todo sucedió de forma natural. Su conducta era tan enternecedora que impidió cualquier acto o intención por mi parte que no fuera amistosa, protectora. Y, sin explicación alguna, sabía que mi actitud encajaba con su estado de ánimo y con su intención de llevar nuestra amistad naciente.

      La lista acabó con The captain of her heart, pero no aquel auténtico abrazo, que se prolongó durante un tiempo indefinido, indefinible.

      Ella se separó muy lentamente. Yo sostenía uno de sus brazos como único contacto. En su mirada había


Скачать книгу