Con fin a dos. Fernando García Pañeda
Jorge, y no pareció sorprenderle.
—A mí me da mucha pena su mujer —dijo—. La veo siempre con un aire lánguido, como enfermizo. Y no me extraña, teniendo siempre de cerca ese rostro patibulario.
Me hizo reír la expresión. Me hacía gracia su forma de expresarse, tan nueva para mí. Conocía a muchas personas enfermas de pedantería, rimbombancia o esnobismo en su forma de hablar, pero él parecía sublimar esos defectos con una buena dosis de ingenio y naturalidad.
—Qué mala suerte, o mala elección —reconocí—. Por cierto, hace algún tiempo que no la veo. Casi siempre que nos hemos cruzado en la escalera o en el garaje iban siempre juntos.
—Ahora que lo dices, es verdad —hizo un gesto de reflexión—. ¿Pero desde cuándo…? Espero que no le haya pasado nada a esa pobre alma.
No sé cómo ocurrió, pero en ese instante me vino el chispazo.
—O que ese sujeto no le haya hecho algo horrible —pensé en voz alta, y algunas gotas de sangre se me helaron al recordar de nuevo la mirada torva con que me encañonó.
—No exageres, por Dios.
—No te miento. De verdad que si hubiera sido una pistola o un rifle en vez de esos ojos oscuros no me hubiera sentido más intimidada.
—¿Oscuros como los míos?
—Calla. Sabes a qué me refiero. Oscuros no, cómo decir… voilé…
—Sí, opacos, sin vida.
—¡Eso, opacos! Tú también lo has visto, ¿no?
—A ver, de qué le acusas, ¿de asesino o de feo?
—Tú ríete, pero sospecho que hay algo… es… une affaire louche. —Cuando me pongo nerviosa, no sé por qué me sale el francés de la adolescencia y me cuesta expresarme en otro idioma, y me disparé—: Y no me vengas con esos cuentos de la sobrevalorada intuición femenina porque no lo soporto. Y no te calles ni me mires con aire de superioridad. Os creéis muy listos pero no sois capaces de superar la infancia.
Se limitó a levantar las manos en señal de rendición. Chico listo. Me calmó con alguna lisonja y, de forma creíble, aseguró que estaría encima del psicokiller y que sabría cómo hacerlo.
—A ver si es verdad, y no dejes de ponerme al corriente si te enteras de algo, ¿de acuerdo? —insistí— Empieza por lo de su esposa, que a ti mismo te ha extrañado el asunto, no lo niegues. Oh, si son ya las doce, cómo vuela el tiempo.
Miró el reloj y, abrumado con mis palabras de ametralladora, se levantó y balbució sin encontrar excusas:
—Vaya, lo siento. No me había dado cuenta de la…
—¿De verdad que no sabes reconocer un piropo? Oye, tienes que ponerte al día. Hoy, como es jueves, vamos a celebrarlo. Con ese aire tan british que tienes seguro que te gusta el oporto, ¿me equivoco? Oporto de Oporto, de verdad. Vamos a ponernos cómodos para ver esos libros que has traído.
* * *
Al acostarme, haciendo mi ritual de recuento diario, reparé en la cantidad de tiempo transcurrido sin que tratara a nadie de esa manera. Sólo con mi padre y con André, mi único y desafortunado «amor» hasta la fecha, me había comportado de esa manera. «Una tirana cariñosa, voluble, incomprensible y dulce», decía papá.
Pero lo más turbador era que nadie me había tratado así. No podía evitar ser como soy, pero mis amores, con quienes me había abierto por completo, no pudieron pasar de sobrellevar mis manías y rarezas con resignación. Sin embargo, Jorge parecía complacido con ellas. Sé notar y diferenciar cuándo una persona está a gusto o a disgusto conmigo. Y con él la facilidad era máxima; como un libro abierto y con notas explicativas.
Tiens! Cris, ¿no estarás empezando a…? No, no, no sigas. No quiero. A dormir y a seguir el día a día.
Es que las horas posteriores a la cena parecieron un chicle, de tanto que se estiraron.
Cuando me habló de libros «de arte» me temía lo peor. Estoy tan acostumbrada a lo peor… Pero resultaron ser ejemplares editados con primor sobre las obras de Vermeer, Velázquez, Vigée-Lebrun, una exposición comparativa de Sorolla y Sargent, la guía de los Uffizi (esa la tenía, pero no dije nada), Antonio López, Rafael…
Fueron cayendo casi todos, uno a uno, despacio pero seguidos. No escatimó detalles de buen gusto, de conocimientos y de saber mirar por su parte. Sabía razonar cuando le llevaba la contraria y tenía argumentos para hablar. Un bicho raro.
Sobre todo, sabía escuchar. Era lo que me más me gustaba. Fueran mis opiniones sobre el color de Rafael o fueran mis neuras con el vecino turbio, escuchaba, asimilaba mis palabras. Y cuanto más me escuchaba, más me gustaba expresarme. Su forma de escuchar de verdad daba sentido a la palabra hogar; me hacía sentir atendida y defendida. Sus silencios acompañados de palabras justas daban tal sensación de paz y comodidad que el instinto pedía dosis mayores a cada momento. Me preguntaba si él sentiría lo mismo.
Eso era nuevo (¿demasiado nuevo?) para mí. No acostumbro a sintonizar y mucho menos a que nadie sintonice conmigo. Al parecer, tenía que venir una especie de maldición bíblica y decretar el gobierno un estado de alarma para que la señorita melindres pudiera congeniar con uno de sus semejantes. Bueno, ¿y por qué no? Si no hubiera llegado esa maldición seguiría considerándole como un individuo con mediano atractivo y poco interesante. C’est la vie.
—¿Y no tienes algo más actual? —le provoqué, intuyendo la respuesta— No sé, por ejemplo de Pollock, de Rothko, de Chillida.
—Te dije que eran libros de arte, no de otras cosas.
—Eres un viejuno.
—¡Gracias! ¿Ves?, soy un buen alumno y aprendo rápido a reconocer tus piropos.
Umm, sí, le estás lanzando demasiados piropos para cosa buena. Y las horas pasan sin dejarse notar. Levanta el pie del acelerador.
Cuando una botella de oporto recién descorchada va por la mitad es una señal de alarma y retirada. No porque estuviera muy habituada a ello, sino por tamaña excepcionalidad.
Conócete a ti misma. Si quieres seguir la noche, que sea con la almohada.
Pero la noche siguió con un acontecimiento inquietante.
Día 6
Abrir la puerta y verla entrar sin pedir permiso era ya una costumbre a esas alturas.
—No te lo vas a creer —exclamó por todo saludo.
—Apuesto lo contrario, si me lo dices tú.
—Déjate de poses y escucha.
—No es pose, soy así.
Hizo un gesto de impaciencia y esperó un par de segundos a ver si se me pasaba lo que no tenía. Y prosiguió.
—Esta mañana me ha despertado un ruido espantoso. ¿No lo has oído tú?
—No, no he oído nada.
—¿Cómo puedes ser tan zoquete?
—Es que yo no duermo, entro en coma cada noche.
—¡No digas esas cosas! Atiende. El ruido parecía venir de la escalera. Eran las seis menos cuarto, lo sé porque miré el despertador. Al asomarme a la mirilla comprobé que la luz de la escalera estaba encendida. Entonces salí para mirar más abajo y no te imaginas a quién he visto.
—No llega a tanto mi imaginación.
—¡Al psicokiller! Iba arrastrando unas bolsas grandes, como las de basura, y no sé qué demonios llevaría dentro, pero pesaba mucho porque las llevaba con esfuerzo, y mira que tiene una pinta de bestia… Volví a casa y me asomé por una ventana para ver en qué contenedor arrojaba las bolsas, pero no terminaba de aparecer en la calle.
—Pero…