Con fin a dos. Fernando García Pañeda

Con fin a dos - Fernando García Pañeda


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Llevaba en la memoria más muescas de ocasiones perdidas que el Barón Rojo de aviones derribados en el fuselaje de su aeroplano.

      ¡Pero qué te has creído! No le vas a volver a ver el pelo, está claro.

      Mi sentido del humor, del que me sentía orgulloso aunque no presumiera de ello, había fallado estrepitosamente. Las bromas a granel no casan con la elegancia.

      Si había alguien en el mundo que mereciera un encierro, ese era yo. Pero no por precaución alguna. Por tonto.

      Nunca me he sentido asustada o agobiada, ni siquiera molestada, por la soledad. Al contrario, he sido una entusiasta de la soledad voluntaria. Pero aquella situación era algo completamente diferente de todo lo vivido, de cualquier otra experiencia. Ya sé que no sólo para mí, pero soy una individualista de pura raza y vivo en un mundo de una sola habitante; siempre tiendo a considerar las cosas desde mi punto de vista, nunca desde uno colectivo. Y no había terminado el segundo día de encierro solitario cuando me asaltaron, de forma inopinada, la inquietud y la contrariedad.

      La lectura acumulada en los días previos me resultó decepcionante; la música no terminaba de atraer mi calma, como de costumbre, quizá por demasiado conocida; en una película de Tarkovski me dormí, y perdí el hilo en otra de Kieslowsky, y eso que me encantaban; y el pensar en cocinar me produjo pereza por primera vez en mi vida. Los mensajes y memes se acumulaban por docenas en el grupo de mis amigas (menos mal que éramos pocas); hasta mi familia había empezado a bombardear mi cuenta con preocupaciones y melodramas; y en Instagram no iba mejor la cosa, todo el mundo hablando de lo mismo. Eso sí que era una verdadera pandemia.

      Confieso que empecé a asustarme. Y la simple percepción del miedo me irritó sobremanera. Puedo soportar numerosos defectos, tantos cuantos poseo y muchos más, pero nunca, nunca el ser miedosa. Además, llovía. Llovía a mares entre un aire frío. Y oscuro, porque ya había caído la tarde.

      Fue entonces cuando incursionó en mi pensamiento, por tercera vez en unas pocas horas, el vecino solícito del piso de arriba.

      No hubiera imaginado tamaño impacto de un sujeto con el que únicamente había cruzado algún saludo al coincidir en el portal o en el garaje. Su aire tan circunspecto, su cortesía rápidamente atajada por mi parte, su aspecto intachable, pelo corto y siempre afeitado, con sus chaquetas con o sin corbata, todo parecía especialmente diseñado para mi desdén. Sin embargo, su actitud del día anterior me llevó a reconsiderar mi estima.

      La corrección y la gravedad se mantenían; pero, adornadas con ironía y espontaneidad, adquirían otro sentido. Parecía alguien con quien se podía mantener una conversación con un nivel de inteligencia tolerable. Quién sabe si notable, incluso. Me llevó a pensar en ello el hecho de que encajara mis dardos con humor y paciencia; muy pocas veces había encontrado quien respondiera de tal manera. Había superado esa prueba para espantar ligones y desactivar flirteos.

      Tomé la decisión: preparé un juego de café para dos y subí las escaleras. En ese tiempo no había duda en localizar a la gente en sus casas.

      El careto de sorpresa fue tal que me movió a risa.

      —Me gusta la sensación de repartir alegría por el mundo con mi sola presencia —dijo sin recuperar el pasmo por completo.

      La respuesta incrementó mi ataque de risa. La escena, vista desde fuera, tenía que parecer propia de una obra de Ionescu: una mujer muerta de risa afrontada a un hombre estupefacto; y así durante un buen rato. Conseguí sobreponerme durante unos instantes para dejar de hacer el ridículo.

      —No venía a reírme de ti, aunque no lo parezca —empecé conteniéndome a duras penas—. Como seguramente ayer te contagiaste a conciencia y no puedes ir a peor, en realidad venía a invitarte a un café, o un té si eres de los finos.

      —¿Qué?

      —Como agradecimiento por el detalle que tuviste al ayudarme. —Soy rápida en inventar pretextos y evasivas.

      —No tenías por qué. Creo que era lo mínimo que podía hacer.

      —Ah, en tal caso olvida la…

      —Espera, espera. Bajo ahora mismo.

      Chico listo, con buenos reflejos mentales.

      —No tardes —rematé.

      * * *

      No me había equivocado al calibrarle. No suelo hacerlo. Ese café compartido allanó una tarde que se me había parecido un precipicio. Bueno, ese café en mi caso, pero cafetera llena para él, que debía de ser inmune a la cafeína o no pegó ojo en cien horas seguidas.

      Sin vergüenza alguna tuve que empezar por conocer su nombre. Llevaba más de tres años viviendo allí pero apenas conocía un par de nombres de entre los nueve vecinos que éramos en total.

      —¿Jorge? ¿Pero quién c… se llama Jorge hoy en día? —Había llegado el momento pinchazos, decidí, para ocultar que me resultaba un poco difícil pronunciarlo.

      —Yo, ahí es nada —respondió divertido—. Pero si te molesta, me lo cambio.

      —No, por mí no lo hagas. Además, te veo un poco grosero.

      —¿Por querer cambiarme el nombre a tu gusto?

      —No, porque no has tenido el detalle de preguntar por el mío.

      —Ah, es que no es necesario. Lo sé.

      —Y además, cotilla. ¿Cómo demonios lo sabes si no aparece en ninguna parte?

      —Aparece en las actas de la comunidad de propietarios.

      —Lo dicho, un cotilla. ¿Y qué es lo que aparece? —Me encantaba verle caer como un pajarillo en la jaula.

      —Elizama. ¿No es así?

      —No. Eli es mi hermana mayor. El piso está a su nombre.

      Cuando se casó con el hombre imaginario perfecto (médico, culto y guapo) se marcharon a Londres; en principio sólo por un año, pero se acercaba ya al quinquenio. Así que me cedió ese pedazo de piso, que me sobraba por todas partes.

      —Metida de pata. Rectifico y empiezo por el principio. ¿Cómo te llamas?

      —Christiana. Ahora di que es bonito, muy original y todo eso si quieres que saque unas pastas con el café.

      —No sé si es muy original, pero es muy bonito.

      —Qué mal te lo montas. Es original, es bonito y además eufónico, es lo que esperaba oír.

      —Pero, sobre todo, es tuyo. Eso es lo mejor de todo.

      Ahí no tuve respuesta. El muy canalla me había ganado por la mano. No me gusta sonrojarme ante nadie, así que tenía que pensar algo rápidamente.

      —Bien, voy a por las pastas —concluí mientras me levantaba.

      Al regresar le encontré huroneando entre los cientos de libros mal amontonados en la biblioteca y alguno de los que estaba leyendo, que siempre dejaba sobre la mesa centro.

      Resultó ser un buen lector, aunque le asombraba que casi todo estuviera en inglés o francés, salvo las novelas escritas originalmente en castellano.

      —Llevo viviendo aquí más de doce años —le informé—. Pero mi formación ha sido un tanto variopinta. Padre portugués, madre inglesa, un colegio infantil en Oporto y dos liceos, uno en Francia y otro aquí.

      —De ahí ese acento tan peculiar que conservas —aventuró.

      —Lo mantengo a propósito, es una de mis señas de identidad —y proseguí borrando todo rastro de acento—. Pero, si te molesta, hablo de esta forma tan vulgar. Y sin galicismos cuando me enfado.

      Sonrió y no dijo nada. O, más bien, dijo muchas cosas con su sonrisa. Así que desvié la conversación de nuevo hacia la lectura, que se prolongó en diversas direcciones


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