Con fin a dos. Fernando García Pañeda
entiendo, me ocurre lo mismo. Pero lo mejor de todo es que nos han puesto muchas horas por delante para ello.
—No es un regalo —rebatí queriendo tensar la cuerda; aquello se estaba poniendo demasiado acaramelado—. Para mucha gente es una condena y una angustia.
—Lo sé. No quería frivolizar, pero cada cual lo vivimos según nos ha tocado en suerte. Por cierto, ¿cómo te va a afectar en el trabajo?
¿Por qué pregunta eso? ¿Qué sabe éste de mi trabajo? Esto no es normal. No lo ha sido desde un principio, pero cada vez es más extraño. Me parece que voy a tener que poner distancia para que corra el aire. Porque a éste le gusto; más de lo que me apetece y más de lo que él se cree capaz de aspirar.
No fue así del todo. No sé la cara que puse, pero sirvió para que cantara de plano, desde lo que era obvio hasta lo que había averiguado. Y también para que fuera él quien considerase que ya había forzado las máquinas al máximo para que ese primer momento no fuese el último.
Me molestan las sorpresas de toda índole. Siempre las he desactivado, gracias a mi capacidad de discernir y a mi impulsiva necesidad de ir por delante de los acontecimientos. Hasta ese día, en que un vecino translúcido neutralizó mi mecanismo antisorpresas.
Ahora bien, fuera por la insólita forma de comportarse o fuera por lo que yo misma no quería reconocer, me gustó que por primera vez en demasiado tiempo alguien trastocara mi rutinaria intuición.
Día 3
Si es que parecía boba. ¿Por qué tenía que pasarme el día sin ser capaz de concentrarme en nada? No había podido hacer nada durante más de cinco minutos sin aburrirme.
Salí a la terraza para hacer las tablas de ejercicio; cociné por lo menos para una semana, dado lo poco con que me contento y se llena mi estómago; chateé durante no sé cuánto tiempo sin que me arrancaran una sonrisa («qué mal está la gente, por Dios») y recorrí varias veces las ocurrencias de seguidos en Instagram sin encontrar un sólo lugar que no fuese común. Me pasé el día mirando el reloj, deseando… ¿Deseando qué?
Bien, resumiendo, sin trampas ni autoengaños: el tal Jorge no aparecía. Qué se habría creído. Ya me parecía que tanta corrección, tanto saber y tanto agrado no fuesen naturales. Vamos a ver, un par de ocasiones en que habíamos cruzado palabra no podían ser suficientes para tenerme pendiente de… qué se yo, una visita, un gesto, una llamada. ¿Llamada? Si ni siquiera habíamos intercambiado números.
No, no parecía. Era boba. Boba del todo. Tanto parar los pies, tanto que corra el aire, y entonces qué. Para una vez que me encontraba alguien capaz de entablar algo parecido (o quién sabe si igual) a una amistad, así, con todas las letras, alguien con quien discutir, razonar y compartir gustos y manías, lo único que se me había ocurrido era mantener las distancias y hacer alarde de mi tan falsa como conocida frialdad.
A metro y medio, por lo menos, pero no por miedo al contagio, sino por miedo a la buena suerte. Por miedo al contagio no del coronavirus, sino al contagio de la buena sintonía que desprendía Jorge.
Vamos a ver. ¿Y si te gusta? ¿Qué hay de malo en ello? Le has tenido años ahí, a escasos metros de distancia, pero no habías tenido ocasión de conocerle. Ni él a ti. Bueno, él a ti más de lo que era normal. Y este forzoso confinamiento ha cambiado las cosas. Este confinamiento y una casualidad de encontrarse en el ascensor de aquella manera.
¿Casualidad? Eso era algo sobre lo que aún no sabía qué pensar. ¿Existen las casualidades, o responde todo a un plan determinado? Ay, la gente como mi madre lo tenía tan claro: la voluntad de Dios. Ojalá tuviera yo esa fe, para no comerme el coco sin rumbo fijo. Porque no han sido pocas las ocasiones a lo largo de mi vida en que he detectado más causalidad que casualidad en acontecimientos que a primera vista parecían nimios o que no respondían a la lógica o a la habitualidad; y más tarde he comprobado que, sin su existencia, otros muchos no se habrían producido.
Por eso me preguntaba si hacer una compra excesiva y sufrir para hacerla entrar en casa fue algo casual o necesario. Pero eso son cosas que sólo con el tiempo se llegan a averiguar. O no.
El sueño, bendito sueño, acabó barriéndolo todo. Desde el aburrimiento hasta las elucubraciones. Y, a veces, también las ilusiones.
Día 4
No había sido muy amable por mi parte no haberla saludado siquiera. Cierto que había pasado todo el día fuera de casa desde bien temprano y no había regresado hasta las diez de la noche. Pero tampoco era una hora intempestiva como para, al menos, interesarme por ella. Estaba listo. Si con una chica que me gustaba, y me gustaba a rabiar, me comportaba así, cómo sería para el resto de la humanidad. Un puto ogro.
Se había presentado una oportunidad de oro para conocerla y para darme a conocer. ¿Y qué es lo único que se me ocurrió? Dar por concluida rápidamente una especie de cita que me había transportado al séptimo cielo (por la coincidencia de intereses, por introducirme en su mundo de sencilla delicadeza). Y, para rematar la faena, no dar señales de vida al día siguiente. Incluso había renunciado a pedirle su número de teléfono, que hubiera facilitado las cosas, por eso de «no excederme»…
¿Excederte en qué, payaso?
Desde que me fijé en ella, casi desde que vine a vivir al piso de abajo, Christiana (Christiana, y no Elizama, listillo) representaba todo lo que desde la infancia me había atraído del mundo femenino. Por eso no pocas veces me asomaba a la ventana para verla llegar por las noches con el aplomo y la elegancia en sus ademanes, la seriedad no exenta de encanto, la expresión serena, la sensación de conexión continua con todo su alrededor… hasta con el buen gusto en el vestir.
Ese buen gusto en el vestir, con todo lo que implica de talento y naturalidad, hizo que no me resultara extraño asomarme al escaparate de una de las tiendas de lujo del centro, donde se me había ocurrido buscar un regalo para el día de la madre. Allí la encontré, atendiendo a una pareja de pomposas sexagenarias. Me quedé un buen rato admirando su comedida gentileza, su gracia en los movimientos, su sonrisa atractiva de pura integridad, su discreción. Evidente. Era un lugar donde resultaba normal encontrarla.
Ahí estuve, pegado al cristal durante quién sabe cuánto tiempo, hasta que las supuestas clientas se marcharon y ella se acercó al escaparate para volver a colocar un bolso que las corrupias se habían empeñado en examinar para no comprar. De muy mala gana me di a la fuga: no quería que me tomara por una especie de voyeur de tres al cuarto, en el muy dudoso caso de que me reconociera. Eso no impidió, sin embargo, que reincidiera dos veces, a propósito, en sendas buenas raciones de síndrome de Stendhal en esa ventana mágica que otros llamarían vulgarmente escaparate.
Y fue entonces donde y cuando lo reconocí.
Chaval, te estás enamorando a lo Platón. Como siempre, porque tú eres muy de Platón y poco de Aristóteles. Y así te va.
El caso es que habíamos actuado ambos con una insensatez sospechosa. A pesar de todas las recomendaciones de precaución con que nos estaban machacando desde los medios y las redes sociales, y que nos sabíamos ya de memoria (los que rondábamos la media de coeficiente intelectual, que por lo visto éramos clara minoría), habíamos actuado como si viviéramos en una burbuja hermética y blindada a prueba de pandemias.
Yo sabía por qué. Pero, ¿y ella? ¿Qué necesidad tenía de exponerse de esa manera? ¿Por qué el empeño en agradecer un detalle que me había supuesto un esfuerzo mínimo? Ya estaba haciendo de mí mismo: enredarme en dudas.
Deja entonces de hacer el tonto. Con un poco de suerte todavía lo puedes arreglar.
* * *
—No sé si somos conscientes de lo inconscientes que somos —dijo ella al tiempo que hacía un amago de retirar los platos, que corté con un simple gesto.
—Si te soy sincero, los mejores momentos que recuerdo coinciden todos con una gran inconsciencia por mi parte —dije de forma sincera.
—¿Otra