Con fin a dos. Fernando García Pañeda
a que sí.
—Ahora en serio. Si supieran que nos estamos saltando a la torera toda precaución seguro que entran ésos de los buzos blancos y nos fumigan de arriba abajo.
Por mi parte, había procurado que vajilla y cubiertos estuvieran bien limpios, pero sin desinfección alguna. Y la mesita del salón no creo que diera lugar a una distancia mínima de metro y medio. Pero si a mí no me importaba, parecía que a ella menos aún, porque había aceptado mi invitación a cenar sin pensárselo dos veces. Eso sí, después de atosigarme por mi falta de urbanidad: «Te da igual que esté en el hospital infectada por tu culpa. O que me asalte una banda de portugueses». «Con los portugueses seguro que me entendía rápido y bien, pero para lo del hospital no tengo excusa».
Sin embargo, durante la cena habían fluido las palabras con la mayor naturalidad y en ambas direcciones.
—No te preocupes, tengo indulgencia plenaria de los que envían a los buzos blancos —reconocí.
—Ah, ¿sí? A ver, a ver, no me digas que eres algún pez gordo de esos que…
—No, no, en absoluto. Pero, tengo contacto con ellos por razón de mi trabajo. Por eso tengo ese móvil tan a mano siempre, no por adicción a las redes.
Guardó silencio, mientras yo terminaba de recoger la mesa. Me intranquilizaban esos silencios, que no prodigaba pero intensificaba con su actitud pensativa. Por hacer algo, sugerí pasar a los sillones frente al ventanal, llevando las copas y la botella hasta una mesita auxiliar.
—Por eso no tienes una gota de alcohol en esta casa —saltó de repente—. Si no llego a traer el vino tendríamos el queso y los patés como flotando en el Mar Muerto.
—Es que no tengo costumbre de invitar a nadie. A veces he tenido algunas botellas de vino, pero casi siempre acaban por picarse.
—Qué desperdicio.
—Por cierto, hablando de trabajo. ¿Cómo te va a ir a ti?
—¿A mí? ¿Por qué lo dices?
No había calculado esa indiscreción por mi parte, que quise borrar con una sincera preocupación.
—Eh… porque mucha gente se va a ver afectada a causa de este desastre.
—No lo sé, está todo en el aire. Pero, de entrada, todos a casa con el ERTE, claro. A esperar noticias y a ver qué deciden desde la central.
—Bueno, estoy seguro de que te va a ir bien cuando esto acabe, ya verás —dije pensando en la excelencia con que la vi trabajar y las cualidades que tenía, pero sin calcular su perspicacia.
—¿Y tú qué sabes? Eso lo decís los que tenéis el trabajo bien asegurado, claro, porque seguro que es tu caso —replicó con alguna vehemencia, pero se detuvo con un destello en la mirada, difícil de sostener—. ¿O es que sabes algo?
Nadie, además de mi madre cuando era pequeño (y todavía de adulto) penetraba en mi mente de esa manera. En un par de segundos sopesé qué sería lo menos malo.
Déjate ver y que sea lo que Dios quiera, no seas tan cobarde. Además, tampoco es nada del otro mundo, ¿no?
No sin torpeza ni dudas confesé que «una vez»» la vi «por casualidad» en Prada, algo que casaba muy bien con ella. Y alguna que otra sandez, supongo.
Otro silencio reflexivo, con expresión indefinida.
Hala, vete despidiéndote, chaval. Mira que te cuesta abrir la boca, pero cuando lo haces es para echarte a perder.
—No me gusta que nadie se meta en mi vida —se limitó a decir.
—Por supuesto. Nada más lejos. Ni se me ocurriría. Sólo fue una casualidad, nada más.
—Yo no sé nada de ti y parece que tú me conoces hasta… hasta lo que no quiero decir.
—No, nada de eso. —Venga, termina de rematarla—. Aunque reconozco que sí me gustaría conocerte.
—¡Vaya! Sinceridad ante todo, ¿no?
—Pues sí —reconocí—. Decir lo contrario sería… bueno, si no mentir, al menos no decir toda la verdad.
Ya me gustaría saber lo que pasa por esa cabecita tan bien modelada en esos silencios que te traes, porque la mirada pincha a conciencia y no deja pasar ni un suspiro.
—Vale, me gusta. Pero ahora vamos a cambiar de posición en el tablero. O no hay juego. —Su animación era contagiosa.
En efecto, no sólo hablamos de mi trabajo, de mi familia, de mis gustos, de mis viajes, mis fracasos en las relaciones con las mujeres, mis estudios («un empollón, claro», sentenció), de mi vida, vamos, sino de unas cuantas cosas más. Hasta que un bostezo por su parte decidió que por ese día ya era bastante.
«¿Bastante o demasiado?», me pregunté durante los catorce pasos que distaba la puerta.
Me ofrecí a acompañarla hasta la suya. Y puede que ese gesto ayudara algo a ese «hasta mañana» que escuché con alivio.
Que así sea.
Día 5
El hecho de que fuera tan divertido, mucho más de lo imaginable no me molestaba, pero sí me producía un punto de intranquilidad. Comprobar que lo invisible a corta distancia es realmente lo que merece la pena contemplar era una medicina poco dulce para una rebelde algo pagada de sí misma.
Ese día le invité yo.
Me temo que no será la última, para que comas de vez en cuando algo decente y bien preparado. Y con una copa de buen rioja junto al plato. No es cuestión de andarse con rodeos. Además, por lo que dicen los listos, esto va para largo.
Como compensación, vendría con unos cuantos libros sobre arte que tenía en su biblioteca, según él, muertos de la risa, porque no tenía a nadie con quien compartirlos. Si hubiera sabido antes de mi doctorado en Historia del Arte me los habría enviado por correo y con remite anónimo.
También ese día salimos juntos por primera vez a aplaudir a los sanitarios que estaban en primera línea de combate.
Durante la cena me contó los motes que había puesto a varios vecinos. El habichuela, el aldeano, la mostacho, el bizcocho (era bizco, el pobre), el psicokiller… Todos muy bien puestos, por así decirlo, y bastante graciosos. Buena pieza estaba hecho el mosquita muerta.
—Ya. ¿Y yo quién soy? —le incité… también con curiosidad—. ¿Cómo me llamas a mí?
—Ah, eso no puedo decirlo.
—Te da vergüenza, ¿no? A ver, suelta.
—Sólo si alguna vez llegamos a ser amigos de los buenos.
—Ah, ¿es que no lo somos?
—Estamos en ello.
—¡Pero bueno! ¿Te crees que invito a mi casa a cualquiera así, a primeras de cambio? ¿Por quién me has tomado? Hay que ser…
—No, no, no, no… No quiero decir eso.
—No, claro.
—Claro que no. Sólo era una forma de hablar. Es que… Hace apenas un par de días ni habíamos cruzado palabra. —El pobre estaba azorado sin medida; me encantaba hacer eso.
—¡Que te estaba tomando el pelo! Pero acabarás por decírmelo. Por tu bien.
Empecé a notar que, cuando sonreía ante mis punzadas, me desarmaba. Era un cóctel de sonrisa franca, traviesa y algo enigmática. Un buen escudo, un antídoto ante mi benigno veneno.
—Oye, por cierto, tienes razón con eso del psicokiller. Qué sujeto más turbio —dije recordando un encuentro que tuve con ese vecino el día anterior.
Nos cruzamos en el garaje. Había olvidado un libro en el asiento trasero de mi coche y bajé a buscarlo. Cuando me disponía a