Territorialidades del agua. José Esteban Castro

Territorialidades del agua - José Esteban Castro


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realizados en la antigua ciudad de Jawa, en el norte de la actual Jordania, han revelado la construcción de sistemas de recolección, almacenaje y distribución de agua que tienen aproximadamente 6.000 años de antigüedad. Dada la complejidad de los sistemas, se estima que los constructores debían tener conocimiento de “los patrones climáticos, hidrodinámica, agrimensura y mecánica de suelos, pero sobre todo una comprensión de ciencia básica en términos de observación, registro, evaluación y predicción”, un ejemplo de lo que podría denominarse “ideas científicas prehistóricas” (Al-Ansari y cols., 2013: 18).

      Conclusiones similares han sido extraídas de los estudios sobre otras experiencias históricas en relación con los conocimientos desarrollados para el control y la gestión del agua, incluyendo aquellos pertenecientes a las culturas indígenas de lo que hoy denominamos América Latina, entre las cuales se han destacado las culturas andinas de Sudamérica y las de Mesoamérica (Ortloff, 2009; Cabrera y Arregui, 2010). Uno de los ejemplos más recientes ha sido el descubrimiento de lo que se considera la ciudad más antigua del continente americano, Caral, en Perú, con unos 5.000 años. La evidencia producida por las investigaciones ha echado luz sobre un elevado nivel de sofisticación en la gestión territorial y en la organización económica, social y política, con una arquitectura antisísmica, con infraestructura hídrica, desarrollo de un calendario, etc., revelando una producción de conocimiento en los campos de la “astronomía, aritmética, geometría, medicina, agricultura” y sus aplicaciones, incluida “la administración de las aguas” (Shady Solís, 2005: 114). Otro caso menos conocido es el del sitio ceremonial indígena de Guayabo de Turrialba, construido hace aproximadamente 2.300-3.000 años en lo que actualmente corresponde al territorio de Costa Rica. En el año 2009, la Sociedad Americana de Ingeniería Civil (ASCE) lo declaró Patrimonio de la Humanidad en reconocimiento a los “remarcables logros de ingeniería civil” representados en las “carreteras, muros de retención, canales subterráneos, provisión de agua, control de inundaciones e infraestructura de drenaje”, que incluyen un acueducto que aún se encuentra en funcionamiento (ASCE, 2019; ver también: Troyo Vargas, 2002; Arias Quirós y cols., 2012; Áreas Protegidas y Parques Nacionales de Costa Rica, 2019).

      Estos y otros ejemplos, que rápidamente podrían multiplicarse a partir de la enorme cantidad de resultados de investigación que se siguen acumulando sobre estos temas, han llevado a cuestionar el grado de validez de la diferenciación clásica entre conocimiento científico y conocimiento práctico. Pero, y más importante para nuestra discusión, esos ejemplos nos remiten al problema de la tensión entre unidad y diversidad de las ciencias, tensión centrada en la paradoja que, como decía Aristóteles, ya perturbaba a los “pensadores antiguos”. En tiempos más recientes, este problema fue abordado famosamente por Joseph Needham, el especialista británico en el desarrollo histórico de la ciencia en China, quien llegó a la siguiente conclusión propositiva:

      ¿Qué metáfora podríamos utilizar para describir la forma en la que las ciencias medievales, tanto occidentales como orientales, fueron subsumidas en la ciencia moderna? El tipo de imagen que se nos aparece más naturalmente a quienes trabajamos en este campo es la de los ríos y el mar. Existe una vieja expresión china acerca de ‘los Ríos que van a pagar tributo al Mar’, y de hecho uno puede bien considerar a las viejas corrientes de la ciencia en las diferentes civilizaciones como ríos que fluyen al océano de la ciencia moderna. La ciencia moderna precisamente se compone de contribuciones de todos los pueblos del Viejo Mundo y cada contribución ha fluido hacia ella en forma continua, ya sea desde la antigüedad griega y romana, desde el mundo islámico o desde las culturas de la China y de la India (Needham, 2004: 24-25).

      La imagen integrativa de la ciencia que proyecta la metáfora de Needham ha atraído críticas e impulsado una serie de debates en torno al eurocentrismo que con frecuencia caracteriza a los estudios de las relaciones entre culturas científicas, a pesar de que el propio Needham alertó sobre los peligros asociados a las visiones etnocéntricas de la historia de la ciencia y sobre todo al eurocentrismo (Dun, 1999; Hart, 1999; Elshakry, 2010). Algunas de las críticas hechas a la postura de Needham apuntan a cuestiones centrales y de gran relevancia para nuestro trabajo. Por ejemplo, en un trabajo reciente Brennan y Lo argumentaron que:

      […] existe un problema con la metáfora de Needham de muchos ríos vertiendo sus aguas en un único mar ecuménico de ciencia. Este no es un tema relevante solamente para la discusión sobre el encuentro entre Oriente y Occidente sino también para entender las tradiciones y formas de conocer locales y regionales, aun cuando limitamos nuestra atención a éstas dentro del marco de una tradición social y cultural singular. ¿Qué pasa si existen varios mares, lagos y marismas? Y ¿qué si fuera mejor imaginar a algunos de los ríos no en términos de una fusión [con un mar único], sino más bien en términos de que los mismos comparten algo de sus cursos para después volver a separarse y alimentar otros lagos y mares diferentes? (Brennan y Lo, 2016: 24).

      Indudablemente, la metáfora alternativa que plantean Brennan y Lo contiene una fuerte advertencia sobre la necesidad de evitar súper generalizaciones y mantener la cautela en el tratamiento de la cuestión milenaria planteada en torno a la tensión existente en relación con la unidad y diversidad de la ciencia y del conocimiento más generalmente. En particular, introduce un inquietante llamado de atención sobre las territorialidades del conocimiento, instalando la noción de que, en lugar de tratarse de un legado común y convergente, consolidado en el vasto acerbo heredado por Occidente, el conocimiento humano acumulado se caracterizaría más bien por flujos históricos convergentes y divergentes, con bifurcaciones y acumulaciones dispersas en el espacio y en el tiempo. Manteniendo esta imagen, esta metáfora hídrica de gran diversidad en los flujos y acumulaciones del conocimiento humano como fondo, retomemos el tema de la relación entre las “partes” y el “todo” en la producción de conocimiento.

      A pesar de la imagen dicotómica y en gran medida rígida de esta diferenciación entre “el todo” y las “partes” que pareciera estar instalada en el debate sobre la unidad y diversidad de la ciencia, el reconocimiento de las fuertes “relaciones de dependencia entre las ciencias” ha sido un componente secular del debate, como lo ilustra el argumento de D’Alambert en el “Discurso preliminar a la Enciclopedia” (García, 2006: 25). Escribiendo a mediados del siglo XVIII, en plena emergencia de la “modernidad” occidental, D’Alambert planteaba que la producción de conocimiento se parecía a estar “metidos en un laberinto”, lo que requería un esfuerzo para no perder “la ruta verdadera” (D’Alembert, 2011: 17). De algún modo replanteando los postulados de los pensadores clásicos, D’Alambert reafirma en ese texto, por una parte, la unidad de las formas de conocimiento, ya que “las ciencias y las artes se prestan mutuamente ayuda y hay por consiguiente una cadena que las une” y, por otra parte, la enorme dificultad de “encerrar en un sistema unitario las ramas infinitamente variadas de la ciencia humana” (D’Alembert, 2011: 6). La reflexión de D’Alambert se localiza en el periodo histórico caracterizado por la “pre-disciplinariedad”, un término utilizado por algunos autores para describir el desarrollo del pensamiento científico occidental entre los siglos XVII y XIX, antes del avance del proceso de especialización y disciplinización de las ciencias, un periodo histórico que está siendo objeto de renovado interés en el marco de este debate (University of California y University of London, 2018). Vale la pena destacar aquí, entre otros ejemplos de “pre-disciplinariedad”, en realidad, de formas “holísticas” pre-disciplinarias, un ejemplo que proviene de las ciencias de la salud, por su relevancia para nuestro tema. Se trata de la contribución pionera de William Petty, controvertida figura a quien Karl Marx famosamente consideró uno de los padres fundadores de la “economía política clásica” (Marx, 1904: 56). Como señaló Patricia Rosenfield en sus propuestas para profundizar la “transdisciplinariedad” entre las ciencias de la salud y las ciencias sociales, Petty, quien escribió en el siglo XVII, fue posiblemente el primero en “analizar sistemáticamente las interacciones complejas entre la salud, la demografía y las condiciones sociales y económicas”, dando inicio a una tradición de “análisis holístico” que la autora argumenta debe ser retomada y profundizada para encarar los desafíos que confrontan la salud y el bienestar humanos (Rosenfield, 1992:


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