Relatos indisciplinados. Victoria Alonso Gutiérrez
y esperar el aire fresco de la noche en mi cara, pero no…, Es febrero y el calor me arrebata; me niego a pensar en dormir.
Intento recuperar mis pensamientos, mi sueño de interesarles, pero no veo mi parte por ningún sitio. No tengo cabida en esta historia, ni siquiera como comparsa. Quizás representando otra historia tenga algo que decir; tendré que preguntar.
El alien que se va apoderando de mis «pordentros» parece que ha terminado su cometido. Me siento vacía, creo que no ha dejado nada para luego. Lo ha devorado todo y se extiende hacia fuera el olor de la desolación, de la soledad más absoluta.
Me acuesto de nuevo, aunque no quiero pensar en dormir. Me meto en la cama a ver si el alien quiere salir al exterior o se queda dentro. No parece resuelto a tomar una determinación. Yo tampoco. Será cuestión de compartir nuestras desidias.
De momento siento frío.
EL RUIDO DE MI VIDA
Mi vida siempre fue un ruido; un murmullo ensordecedor, un griterío acallado.
Contaba mi padre con su gracejo natural que cuando era pequeña no paraba de llorar. Todos se preguntaban el origen de aquellos llantos y, una vez consultado, el pediatra diagnosticó exceso de nervios y sueño cambiado. Mis padres decidieron hacer turnos para acallar mi llanto nocturno a pelo y sin anestesia, porque haber no había más remedio. Dormía poco, pero siempre de día. La noche me incitaba a ensanchar mis pulmones al son del último bolero de moda que yo parecía recordar íntegramente.
Después, el ruido de mi llanto se transformó en protesta y pasó por todos y cada uno de los años de mi adolescencia protestando por todo lo habido y por haber y formando parte de todos los movimientos de lucha ya erigidos y de otros muchos que yo misma inventé. Mi adolescencia fue un dolor de cabeza producido por un ruido que no cesaba de sonar. En él se fueron fundiendo el ruido del pop y el rock y los gritos de los cantautores y cantantes melenudos, como decía mi madre, a partes iguales. Mis padres se pasaban el día mandándome bajar el ruido de la música, que no soportaban ni entendían, y yo, intentando subirlo en cuanto podía. Maldecían haber alimentado aquel monstruo, pues ellos mismos nos habían comprado a mi hermana y a mí un tocadiscos estupendo en el cual yo ponía una y otra vez a mis cantantes y grupos favoritos. Con aquel ruido maravilloso entró el inglés en mi vida y me empeñé en aprender de memoria todas y cada una de las canciones que venían en el interior de los LPs. Así fue como salió la paz familiar por la ventana al mismo tiempo que yo cantaba en el idioma de Shakespeare a grito «pelao» y ellos, a base de aspirina u optalidón (muy de moda en aquel momento), echaban bufidos pidiendo árnica.
Más tarde nos mudamos a una casa con balcón y mucho sol, periferia silenciosa de Madrid, aunque con una discoteca enfrente. El rugido de la música a todo volumen no se escapaba demasiado de ella, pero las peleas, las borracheras de sus asiduos y el miedo a llegar sola a casa al anochecer, me hicieron odiar las discotecas, sus tipos y su ruido de fondo para siempre.
Me vine a casar con un señor que, además de aburrido, hacía mucho ruido. El volumen de su discurso vehemente, sus ronquidos ensordecedores, los decibelios de las discusiones y el alcance de los gritos conformaron la banda sonora anunciada de aquella emisora: demasiados años de ruido conyugal, de luchas de poder, de asesinato del amor adolescente y desencanto penetraron por mis oídos hasta la médula amplificando definitivamente otra acepción de la palabra ruido.
Conservo en mi recuerdo un ruido emocional muy hermoso: el primer llanto de mi hijo y la cálida sensación del ruido producido por sus aulliditos de placer al mamar. Aun así; mi adorado niño fue muy ruidoso también. Había heredado de su madre el sueño cambiado y había organizado por sí mismo el portento de dormir con los ojos medio abiertos. Lloraba casi todo el día con un ruido instigador y era poco el descanso que producía su silencio. Andábamos todos de puntillas para no producir su alerta, que era, más que nada, constante.
Después de aquella larguísima temporada de ruidos ajenos, ya decidí que había llegado el momento de buscar y regular la banda sonora de mi vida y organizarla por mí misma: un poquito por allí, una pizca por acá… Lo justo para que formaran parte de mí y para que siempre se pudieran regular. El ruido menos ruido fue la música. Siempre fue compañera de tantas y tan gratas situaciones, de cientos de momentos acompasados por su son, de miles de recuerdos que aparecen inevitablemente al oído de sus acordes, de millones de situaciones que no paran ni cesan nunca en su sonar placentero.
El ruido de la aguja en el surco de mi primer vinilo, comprado fatigosamente con los pocos ahorrillos que iba guardando; el incesante rugido de la primera manifestación; los cascos de los caballos de los grises por la ciudad universitaria; el sonido del despertador para llegar a tiempo a mi primer trabajo, el de las ruedas de la maleta dispuesta para mi primer viaje; el silencioso ruido de mi hija durmiendo en su cuna; el amortiguado llanto a escondidas, y el de la risa estruendosa también; y el ruido demoledor del timbre del teléfono portador de las peores noticias.
Todo ese ruido ha sido lo que siempre me ha impedido dormir. Desenredar la madeja de ese ruido no ha sido tarea fácil. La terapia ha costado muchos años de borrar ruidos y añadir sonidos. Tirar de la hebra del mejor ruido y quedarme con el mejor silencio. El de la música elegida, el de la lectura sin fin y, después de tanto, por fin vuelvo a tomar las riendas de mis ruidos.
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