A merced del rey del desierto. Jackie Ashenden

A merced del rey del desierto - Jackie Ashenden


Скачать книгу
se encontraban muy cerca de Ashkaraz, país que había cerrado sus fronteras casi dos décadas atrás y en el que los intrusos no eran bien recibidos.

      Había historias de hombres vestidos de negro, que no iban armados con pistolas, sino con espadas, y de personas que, accidentalmente, entraban en Ashkaraz para no regresar jamás.

      Según los rumores, el país estaba gobernado por un tirano que tenía a todo su pueblo atemorizado y que prohibía los viajes internacionales de entrada y salida al país. Tampoco aceptaba ayudas de ningún tipo ni quería diplomáticos ni periodistas en su territorio.

      Así que, en general, se sabía muy poco de lo que ocurría en aquel país.

      Charlotte no había escuchado las historias con atención ni se había preocupado por estar cerca de la frontera, sobre todo, porque lo que más la había interesado era pasar tiempo con su padre y disfrutar de la arqueología.

      No obstante, en esos momentos deseó haber prestado más interés porque, si las personas que se estaban acercando a ella no eran trabajadores del yacimiento, tenían que proceder de otro lugar.

      Entrecerró los ojos para intentar verlos mejor y pudo apreciar que una de las personas tenía el pelo muy claro.

      Se le encogió el corazón. Habría reconocido aquel pelo en cualquier lugar porque el suyo era exactamente del mismo color. Era un rasgo familiar. Lo que significaba que aquella persona tenía que ser su padre.

      Sintió mucho miedo. Su padre debía de haberse perdido, como ella, y lo habían atrapado. E iban a llevársela a ella también…

      Una figura muy alta, que estaba en medio del grupo, se bajó del caballo. Tenía que ser un hombre porque su cuerpo parecía el de un gladiador romano. El sol hizo brillar la espada que llevaba sujeta del cinturón y Charlotte se estremeció todavía más.

      Se acercó a ella con movimientos fluidos a pesar de su altura y tamaño y de estar andando por la arena. Charlotte no podía ver su rostro porque iba tapado de la cabeza a los pies, pero cuando lo tuvo más cerca sí pudo ver sus ojos.

      No eran oscuros, sino de color dorado. Como los de un tigre.

      Y entonces supo que sus sospechas eran realidad. Aquello no era un grupo de trabajadores del yacimiento, aquellos hombres tenían que proceder de Ashkaraz y no estaban allí para protegerla, sino para hacerla prisionera por haber entrado en su país.

      El hombre se acercó todavía más y le bloqueó el sol con sus anchos hombros, un sol que no brillaba tanto como sus ojos. Unos ojos tan feroces y despiadados como el astro rey.

      Se dijo que tenía que haber avisado a alguien de adónde iba, pero no lo había hecho. Tampoco se había fijado por dónde andaba, como le había ocurrido con frecuencia de niña, perdida en sus pensamientos, soñando despierta para evadirse de las continuas discusiones de sus padres.

      Incluso en esos momentos, ya de adulta, en ocasiones le costaba trabajo concentrarse, sobre todo, cuando estaba estresada o reinaba el caos. Entonces, volvía a refugiarse en sus propias fantasías para escapar de la realidad. Aunque esos momentos de falta de atención no solían tener repercusiones tan terribles como aquella, donde solo tenía dos opciones: o darse la vuelta y salir corriendo, o arrodillarse e implorar que se apiadasen de ella.

      Pero, si echaba a correr, no tendría adónde ir y, además, no iba a dejar allí a su padre. Solo lo tenía a él desde que su madre se había mudado a Estados Unidos casi quince años antes y, aunque tampoco fuese el mejor padre del mundo, le había enseñado a amar la historia y los pueblos de la antigüedad, cosa que a su yo más soñador le parecía fascinante.

      Por lo tanto, tendría que confiar en la misericordia de aquel hombre, si la tenía.

      Se dijo que sería educada y sensata. Se disculparía por haber entrado en su territorio por error. Explicaría que su padre era arqueólogo y que ella era su asistente, que no habían pretendido hacer nada malo. También le rogaría que no los matase ni los encerrase para siempre.

      El viento ondeó la túnica del hombre mientras se detenía delante de ella.

      Charlotte lo miró a los ojos y se puso muy recta. Intentó humedecerse los labios agrietados por el sol, pero no pudo.

      –Lo siento –balbució–. ¿Me entiende? ¿Me puede ayudar?

      El hombre siguió en silencio y entonces dijo algo en un murmullo, pero Charlotte no lo comprendió. Su árabe era muy rudimentario y no reconoció ninguna palabra.

      De repente, se sintió muy débil y tuvo ganas de vomitar.

      Solo podía ver aquellos ojos dorados.

      –Lo siento muchísimo –murmuró mientras todo se oscurecía a su alrededor–, pero creo que ese hombre es mi padre. Estamos perdidos. ¿Podría ayudarnos?

      Y, entonces, se desmayó.

      Tariq ibn Ishak al Naziri, jeque de Ashkaraz, contempló impasible el pequeño cuerpo de aquella inglesa que acababa de caer sobre la arena, delante de él.

      Había dicho que aquel era su padre, lo que respondía a la pregunta de quién era el hombre al que habían hallado inconsciente en una duna. Tras encontrarlo, Tariq y sus guardaespaldas habían divisado a la mujer y habían estado siguiéndola durante veinte minutos, dándose cuenta enseguida de que estaba perdida y no sabía a dónde iba, aunque en esos momentos era evidente que había estado buscando al hombre que se hallaba recostado sobre el caballo de Jaziri.

      Tariq había tenido la esperanza de que, en algún momento, la mujer se diese la vuelta y saliese del territorio de Ashkaraz, pero no lo había hecho. En vez de eso, los había visto y se había quedado parada, esperándolo como si pensase que iba a ser su salvador.

      Dado que era evidente que había sufrido una insolación y que estaba muy deshidratada, no había estado del todo equivocada.

      No obstante, no la tocó. La semana anterior habían sufrido un incidente con un hombre armado que había entrado en el país declarando que quería liberar al pueblo oprimido de Ashkaraz y uno de sus guardaespaldas había terminado malherido, así que tenía que ser cauto.

      Aquel era probablemente el motivo por el que a Faisal, el anciano consejero de su padre, que también lo asesoraba a él, no le había gustado que se acercase él a la mujer.

      Pero Tariq sabía cómo gestionar la situación mejor que sus guardias.

      Sobre todo, si se trataba de una mujer, que podían ser las más peligrosas.

      Salvo que aquella no parecía muy peligrosa, desplomada en la arena. Iba vestida con unos pantalones azules sucios y una camisa blanca de manga larga, y llevaba un pañuelo negro y blanco alrededor de la cabeza que no era suficiente protección para el sol del desierto.

      De hecho, parecía estar inconsciente, pero, por si acaso, Tariq la golpeó suavemente con la punta de la bota. Al hacer eso, la cabeza de la joven se giró, el pañuelo se soltó y quedó al descubierto una melena tan clara como la luz de la luna.

      Sí, sin duda, estaba inconsciente.

      Tariq frunció el ceño y estudió su rostro. Tenía las facciones finas y armoniosas, podría haberse dicho que era bella. Su piel era lisa, aunque en esos momentos estaba colorada por el calor y las quemaduras del sol.

      Siguió estudiándola con la mirada. Ni el hombre ni la mujer llevaban con ellos ningún objeto, lo que significaba que no debían de estar lejos de su campamento. Se preguntó si formarían parte de una excursión de turistas, aunque los turistas no solían adentrarse tanto en el desierto.

      –Dos extranjeros en el mismo trozo del desierto –comentó Faisal en tono seco a sus espaldas–. No puede ser una coincidencia.

      –No, no lo es. La mujer ha dicho que el hombre que está a lomos del caballo de Jaziri es su padre.

      –Ah… –murmuró Faisal–. En ese caso, se puede suponer que no es una amenaza.

      –No vamos


Скачать книгу