A merced del rey del desierto. Jackie Ashenden

A merced del rey del desierto - Jackie Ashenden


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así. Los extranjeros eran codiciosos, siempre querían lo que no tenían y no les importaba a quién machacaban por el camino.

      Él había visto los efectos de aquella destrucción y no iba a permitir que ocurriese en su país. Nunca más.

      No obstante, siempre había quien pensaba que era divertido intentar entrar en Ashkaraz, ver cómo vivían allí, tomar fotografías y ponerlas en Internet como prueba de su atrevimiento.

      Algunas personas no podían resistirse a la tentación.

      Pero siempre los atrapaban antes de que pudiesen ocasionar daños. Además, les metían el miedo en el cuerpo antes de echarlos de allí, contándoles historias de brutales palizas y espadas, aunque, en realidad, jamás se les tocase. El efecto disuasorio del miedo era suficiente.

      –Yo no diría que esta mujer es una amenaza –añadió Faisal, mirándola–. ¿Tal vez sean turistas? ¿O periodistas?

      –No importa quiénes sean –le dijo Tariq–. Los trataremos como a los demás.

      Lo que implicaba su paso por los calabozos, algunas amenazas y su devolución a algún país fronterizo para que no regresasen allí jamás.

      –En este caso tal vez sea especialmente difícil –le respondió Faisal en tono neutral, lo que significaba que no estaba del todo de acuerdo con Tariq–. Porque, además de extranjera, es una mujer. No podemos tratarla como a los demás.

      Aquello molestó a Tariq. Por desgracia, Faisal tenía razón. Por el momento habían conseguido evitar incidentes diplomáticos, pero siempre había una primera vez para todo y, dado el sexo y la posible nacionalidad de la joven, Ashkaraz podía tener problemas si no gestionaba aquella situación bien.

      A Inglaterra no iba a gustarle que el gobierno de Ashkaraz tratase mal a uno de los suyos, en especial, a una mujer joven e indefensa.

      Luego estaba el tema de su propio gobierno, en el que ciertos miembros utilizarían a aquella mujer para argumentar que el hecho de que las fronteras estuviesen cerradas no hacía que pudiesen aislarse del mundo y que el mundo avanzaba y ellos no.

      A Tariq no le importaba lo que ocurriese en el resto del mundo. Solo le importaba su país y sus súbditos. Y dado que ambos gozaban de buena salud, no veía la necesidad de cambiar su postura acerca de las fronteras.

      Como jeque, había jurado proteger a su país y a su pueblo y eso era lo que iba a hacer.

      Sobre todo, después de haberles fallado ya en una ocasión.

      No volvería a ocurrir.

      Hizo caso omiso de los comentarios de Faisal y se agachó junto a la extranjera. Su ropa amplia impedía ver si llevaba algún arma o no, así que tuvo que tocarla brevemente con las manos para comprobarlo él.

      Era delgada, pero con curvas. Y, al parecer, no portaba ningún arma.

      –Señor –le dijo Faisal–. ¿Está seguro de que es lo más sensato?

      Tariq no le preguntó a qué se refería. Ya sabía que se refería a Catherine y que tenía razón.

      Pero su disgusto se convirtió en ira. No, había sacado a Catherine de su alma para siempre, lo mismo que las emociones que ella había despertado en él.

      Faisal no tenía por qué cuestionarlo porque lo ocurrido con Catherine no se iba a repetir.

      –¿Tienes alguna duda, Faisal? –preguntó en tono suave, sin apartar la vista de la mujer que yacía en la arena.

      Hubo un silencio.

      –No, señor.

      Tariq frunció el ceño. Por el tono de voz, Faisal no parecía del todo convencido.

      –Puedo hacer que un par de hombres vayan a dar una vuelta, a ver si encuentran el lugar del que estos dos extranjeros proceden –le sugirió el consejero–. Tal vez podríamos llevarlos de vuelta.

      Eso habría sido lo más sencillo.

      Pero Tariq no podía conformarse con lo más sencillo, tenía que hacer cumplir la ley.

      Un rey no podía permitirse ser débil.

      Él había aprendido bien la lección.

      –No –le respondió–. No vamos a devolverlos.

      Se inclinó hacia delante para tomar a la mujer en brazos y se puso en pie. Fue como cargar un rayo de luna. La cabeza rubia se apoyó en su hombro, su mejilla se apretó contra el algodón oscuro de sus ropajes.

      Era pequeña, como Catherine.

      Algo que Tariq había creído enterrado mucho tiempo atrás revivió en él y no pudo evitar volver a mirarla. En realidad, no se parecía en nada a Catherine. Y, de todos modos, habían pasado muchos años.

      Ya no sentía nada por ella.

      Ni por ella ni por nadie.

      Solo pensaba en su país. En su pueblo.

      Miró a Faisal a los ojos.

      –Envía a un par de hombres a ver qué pueden averiguar y pide que nos manden un helicóptero para llevarlos hasta Kharan.

      No esperó su respuesta, se giró y fue hacia los caballos.

      –Tal vez podría ocuparse un guardia de ella –le sugirió Faisal, siguiéndolo–. Yo podría…

      –Yo me ocuparé de ella –lo interrumpió Tariq en tono frío y autoritario, sin girarse–. No quiero ningún problema con el gobierno inglés, lo que significa que la responsabilidad de lo que le ocurra a esta mujer es mía.

      Sabía que, después de la traición de Catherine y de los duros momentos que había vivido el país por su culpa, no todos sus hombres serían indulgentes con una mujer extranjera.

      Él tampoco sería indulgente. Aquella joven pronto probaría su hospitalidad. En cuanto llegasen a la capital, Kharan, y a las instalaciones que tenían preparadas para los extranjeros que entraban por error a su país.

      Donde los asustaban para que no regresasen jamás.

      Sus hombres lo observaron en silencio mientras la llevaba hasta el caballo y la colocaba pegada al cuello del animal. Entonces, montó detrás de ella y la agarró con una mano por la cintura mientras con la otra sujetaba las riendas.

      –Continuad con la ronda –le ordenó a Faisal–. Quiero saber de dónde es esta mujer, cuanto antes.

      El otro hombre asintió y miró a la mujer, y Tariq sintió el extraño impulso de apretarla más contra su cuerpo para ocultarla de la mirada especulativa del consejero.

      Aquello era ridículo. Pronto pondría fin a las dudas de Faisal. Tariq ya no era el de antes. Era más duro, más frío. Y era digno merecedor del trono. Aunque ni Faisal ni el resto tenían elección, ya que era hijo único.

      No obstante, había dado por desvanecido el escepticismo de Faisal.

      El problema era la mujer, pero por poco tiempo.

      –¿Tienes alguna objeción? –le preguntó Tariq al otro hombre.

      –No, señor.

      Estaba mintiendo. Faisal siempre tenía algo que objetar, pero, por suerte, sabía que aquel no era el momento adecuado para hacerlo.

      –Dado que eres el amigo más antiguo de mi padre, tienes ciertas libertades –le advirtió Tariq–, pero no abuses.

      La expresión de Faisal siguió siendo impasible mientras asentía.

      –Sí, señor.

      Tariq lo despidió con un ademán e hizo un gesto a Jaziri y a un par de guardias más. Después, tiró de las riendas para hacer girar a su caballo y dirigirse de vuelta al campamento base.

      Capítulo 2


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