El cerebro adicto. Fernando Bergel

El cerebro adicto - Fernando Bergel


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en una vida normal y en circunstancias normales como los producidos por drogas o estímulos adictivos. Entonces, vemos que un cerebro adicto se educa a partir de estímulos estridentes y el cuerpo estriado es el que recibe la información, determinando cuál estímulo es el alto y cuál es el bajo. Ello crea un sistema de recompensas y castigos bioquímicos a través del núcleo accumbens, construyendo un cerebro cada vez más adicto.

      Adicciones tóxicas y no tóxicas

      Las adicciones tienen una categorización que separa a las adicciones tóxicas de las no tóxicas, cuya diferencia se basa en que las tóxicas son aquellas que alteran la percepción de la realidad de una manera directa, mientras que las no tóxicas lo hacen de una manera no directa.

      El principal problema de las no tóxicas, a la hora de detectar síntomas, es que la sociedad las mantiene en un cono de silencio. Por ejemplo, la naturalización de la ludopatía, mediante las salas de juego, que en algunos países están abiertas las veinticuatro horas o los accesos por internet que naturalizan el comportamiento del ludópata, como se da también con los trastornos de alimentación en países como EE.UU. (las cifras en obesidad escalan a millones de habitantes), donde se naturaliza la comida chatarra (haciendo, de paso, que los trastornos cardiovasculares estén a la orden del día).

      Las adicciones no tóxicas son tan letales y mortales como las tóxicas. La creencia popular es que un adicto es aquel que se está inyectándose heroína en un zanjón y que muere de sobredosis en un estado de indigencia. Pero las adicciones no tóxicas son las que más se expandieron en los últimos veinticinco años. La adicción a internet y a los juegos en red, las cirugías estéticas, las compras virtuales y las redes sociales, junto a las susceptibilidades que contienen, son parte de una sociedad que busca tapar los agujeros emocionales. Se llega a una vibración en el inconsciente colectivo y a una conciencia social que naturaliza estas actividades como parte de la vida cotidiana. Y en verdad están cubriendo un agujero emocional o un vacío existencial que el ser humano siente desde el principio de la creación. Más aún, el cerebro, de manera patológica, tuvo un giro hacia la resolución de estos interrogantes existenciales, transformándose en el cerebro adicto.

      Si un individuo tiene un comportamiento compulsivo a las compras, esta adicción afecta directamente en todo su sistema cardiovascular y al sistema nervioso central y, además, esto es volcado hacia la totalidad de la sociedad, al menos indirectamente. Lo mismo sucede si un ludópata concurre diariamente a un bingo o a un casino, porque el impacto en el grupo familiar se siente y esto también repercute en la sociedad. Sus hijos, en la escuela, van a cambiar el comportamiento, los maestros llamarán a sus padres, ellos los llevarán a psicólogos o psicopedagogos tratando de encontrar en el chico el motivo de su deficiente rendimiento escolar, sin advertir que la causa de su problemática es que la familia está atravesada por la enfermedad de la adicción. En la adicción a las compras, el impacto que reciben serán las deudas, el déficit y el quebranto económico, por lo cual el grupo familiar entero entra en un resquebrajamiento que luego incide en la sociedad.

      Estos nódulos sociales, que son los individuos y las familias, arman las membranas vinculares de toda la sociedad. El cerebro adicto y sus resoluciones de vacío, en cuanto a las adicciones no tóxicas se refiere, están creando un agujero en esa colectividad.

      En esta sociedad del inmediatismo, la resolución del vacío espiritual apela a la compra inmediata, al juego de azar, a la compulsión por la comida o a obsesionarse con los músculos y los gimnasios. Nunca en la historia de la humanidad hubo tantos gimnasios, ni tantas personas corriendo en las plazas, en los parques y en las ramblas de todos los países del mundo. Es la obsesión por el running, como por verse flaco o por verse pulido desde la piel o por las compras, como si un par de zapatillas o una cartera nueva modificara la estructura del individuo de la clase media. Estas actitudes hacen que las adicciones no tóxicas sean un síndrome epidémico en los albores del siglo XXI.

      Entonces, en cuanto a adicciones no tóxicas se refiere, los niveles de filtración de estas conductas que devienen en patologías severas, son el fiel reflejo de una sociedad resquebrajada, donde la idea de la búsqueda de completitud, de integridad —hasta de dignidad— quedan reemplazados por tapa agujeros que no son más que meros comportamientos, repetitivos, día tras día, hora tras hora, negando toda circunstancia de trascendencia como, por ejemplo, la caducidad y la muerte.

      Como todos sabemos, a medida que el tiempo pasa, no cumplimos años sino que restamos años. La paradoja consiste en que, en vez de conectarme con la idea teleológica y hasta teológica de la existencia, me conecto con una búsqueda de consumir o, en el caso de las cirugías estéticas, de mejorar aquello que se va deteriorando, con costos altísimos por llegar a estándares de belleza que transforman a los individuos en monstruos. Monstruos de la cirugía, o sea, de la ciencia que, en lugar de ser volcada para una quemadura de primer grado o la reconstrucción en un accidente grave, es comercializada para los adictos, donde el cirujano, es decir, el científico, se transforma en el dealer del consumidor compulsivo de las cirugías estéticas. Los gimnasios y los centros de estética son lugares que agrupan a personas con el fin de negar todo vestigio de realidad, borrando por completo la idea del fin, es decir, de la muerte. Se busca borrar la idea de que absolutamente todo lo que tenemos y lo que somos, como cuerpos, como habitantes de casas o de ciudades, lo tenemos que dejar, porque solo lo estamos usando. Ni siquiera nuestro propio cuerpo nos pertenece.

      Por esa razón, las compras, las cirugías, la vigorexia y la adicción a las dietas son un grupo de síntomas que esconden un gran miedo a la muerte, al deterioro y a la vejez. Es la búsqueda de ser viejos sin envejecer.

      El grupo de la electrónica, donde está internet, los videojuegos, el teléfono móvil y la ludopatía, es una categoría que junta lo recreativo con lo lucrativo, la producción y la destrucción en el mismo acto. Esto lleva a niños, jóvenes y adultos a transformar sus cerebros en cerebros adictos, es decir, en un cerebro dopamínico que esconde las emociones de angustias y desconexión social, ya que las redes sociales, con su falso código comunicacional, crean en el individuo la fantasía de estar conectados con otras personas. Creen hablar con esas otras personas, produciendo la gestión de un sentido emocional por el otro, cuando, en verdad, no hay ningún otro, porque lo que tiene enfrente de sí es una máquina. La otredad implica la presencia física del otro, donde hay matices, tono de voz, tacto, miradas y el fenómeno irremplazable del contacto emocional. La otredad desaparece cuando el individuo está solo; por lo tanto, no hay otro. Solo hay aislacionismo e individualidad, gestionando un montón de contactos con otros en situación de soledad, escondiendo el gran miedo al contacto, a la intrusión del otro que invadiría su espacio físico con sus hábitos, sus gustos, su aliento, sus bacterias y sonidos. El otro debe de existir físicamente para que realmente esté.

      Lo mismo sucede en los juegos en red. Al jugar en red, los jóvenes —hoy jóvenes, pero que en unos años serán adultos— seguirán teniendo los mismos hábitos reemplazados por nuevas tecnologías. Así, serán adultos o viejos con esos mismos hábitos. Lo que hoy es actualizado, queda desactualizado cuando las nuevas tecnologías reemplacen a las actuales. Estos jóvenes no están jugando con nadie, porque da lo mismo que los comandos de los otros contrincantes, para el caso, los esté operando otro individuo en otra parte del mundo o simplemente otro ordenador en otra parte del mundo, al que llamamos Inteligencia Artificial (IA).

      Por lo tanto, el cerebro no produce ningún contacto con nadie, la otredad desaparece y el cerebro no diferencia entre el otro y una máquina. Solo le queda el placer por jugar, ganar y llevar una vida a través del juego en internet, alejada de todo otro valor.

      Asimismo, la adicción a los fondos de inversión —conexión con Bloomberg las veinticuatro horas para revisar todas las bolsas de comercio del mundo, buscando especular entre un sistema de ganancias y el otro— no es muy diferente a cualquier otro tipo de entretenimiento o juego de azar, ya que el cerebro construye el mismo sistema de «placer y recompensa» como en cualquier otro síntoma de adicción. En el caso del adicto a la bolsa (así como el del juego), se disfruta de la pérdida y


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