Ecos australes que el viento guardó. Catalina Ferrada
ECOS AUSTRALES QUE EL VIENTO GUARDÓ
Catalina Ferrada
A LOS SELK’NAM
Suspendida al viento en susurro lejano escuché tu nombre,
y haciendo girones mi alma, rocío invierno surcó los
cristales de mis ventanas.
En la luz de tus ojos sucumbieron todas las flores y gran
resplandor anunció tu alborada.
A ti, selk´nam, que tanto supiste de la tierra y el cielo, que
hiciste tu alma gaviota.
AGRADECIMIENTOS
ÍNDICE
Francia
Más allá del vitral
Revelación
Historia de un gran amor
La emboscada
El reencuentro
Dos cadenas y un destino
Soledad
Hijo del viento
Los selk’nam
Rose Marie
El viejo molino
La promesa
Añoranza
La partida
MAPA DE TIERRA DEL FUEGO1
Introducción
Desolación
La fría nieve invernal cubre el bosque. Mordaz señal de tormentos, se tiñe de angustia y llanto. El frío penetra mis huesos sin piedad, mi aliento me hace recordar que aún estoy aquí. Un gran bulto sobre mi cuerpo se hace pequeño ante el dolor de la nieve quemante. El frío desgarra la carne de mis huesos. Hace tanto que intento arrastrarme, giro con lentitud y un gemido de dolor intenso ahoga mi garganta. Mi madre yace a mi lado, toco su rostro, pero luce tan lejano. Acaricio su piel, ya no es la misma. Cierro mis ojos y aprieto los puños; pienso en el ayer, queriendo arrancar la felicidad del tiempo.
No, no quiero mirar. ¡Tengo miedo! El horror estremece mi cuerpo.
Mi mente caótica es invadida por recuerdos… Estamos solas en casa, canto mirando a mi madre que sonríe a mi lado. Es necesario cambiar las pieles que abrigan nuestro hogar, mi hermano menor y mi padre están tras la huella del guanaco, nuestro sustento.
A lo lejos se oye un grito desgarrador, recordándonos que hombres de tierras lejanas desean arrancarnos nuestros hogares, nuestra historia y la tierra de mis ancestros. Han descubierto el asentamiento, se acercan ruidos feroces. El caos reina a mi alrededor, mi madre toma mi mano, gritándome que corramos hacia el bosque. Mis pasos se hacen presurosos, no pienso con claridad.
Estruendos aturden mis oídos. Se acercan ladridos de perros hambrientos y sedientos de sangre. Otro estallido enloquece mi mente. Oigo gemidos destrozados, rotos, aniquilados. Mi madre tira de mi mano y corremos. Tras un largo trayecto, el agotamiento me envuelve.
¡No puedo más! Mamá intenta tomarme en sus brazos, pero no puede. Escucho su llanto, me ruega que retome el curso; sin embargo, mi pie, herido por una piedra en el camino, detiene mi paso. Su amargura se hace presa del dolor. Me abraza antes de tomarme en su regazo y besarme, aferrándome a su ser como si fuera parte de su piel.
Cae la fría noche. “Padre, hermano, ¡¿dónde están?!”, es mi único pensamiento.
La nieve ha cesado. Intento levantarme para buscar leña y abrigar a mi madre, pero recuerdo su consejo de no encender fogatas. La abrazo y su cuerpo no responde, el eco de mi grito ensordecido estremece todo a mi alrededor. Me refugio en su pecho y entono nuestra última canción, el llanto ahoga mi voz al recordarla en nuestro hogar, reparando aquellos espacios vacíos, donde el viento se hacía dueño de nuestra intimidad. La abrazo con fuerza,