Ecos australes que el viento guardó. Catalina Ferrada

Ecos australes que el viento guardó - Catalina Ferrada


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cubro poco a poco su cuerpo. Cierro mis ojos, el silencio captura el viento. Busco en mi mente los senderos donde habitara mi madre, extiendo mi mano para intentar encontrar la suya, pero el deseo se convierte en brisa y ecos muertos.

      La nieve se desvanece lentamente. El hambre y el frío debilitan mis pasos. Internándome en lo profundo del bosque, intento no parar para no morir congelada.

      La senda lacera mis pies desnudos, me siento tan cansada. Arriba, en la montaña, asoman tímidas las fogatas. Es preciso acelerar mi paso para alcanzarlas y, junto a ellas, volver a abrazar a los miembros de mi clan; no obstante, mi agotamiento extremo da paso al dolor.

      Un viejo árbol captura mi atención. Sus raíces milenarias, cual caverna en medio del bosque, me ofrecen refugio. Ante el intenso cansancio, me duermo.

      Amanece y la espesa bruma congela mi respiración, pero no es nada comparada con lo que ha turbado mi descanso. Mis oídos se aturden ante un estallido que hace temblar el entorno, ladridos de perros cercanos traen a mi mente mi triste destino, escucho voces y pasos que se aproximan. ¿Será que no fui capaz de esconder mis huellas? ¿Será que dejé algún rastro en el camino? No alcanzo a medir en mis cavilaciones el paso del tiempo, pues alguien desciende a mi guarida y se acerca cauteloso; lágrimas incesantes nublan mi mirada. Luego de un instante, observo la esbelta silueta de un hombre tan blanco como una luna llena. El impresionante color de sus ojos refleja el verdor de los árboles cuando todo florece alrededor, su pelo es radiante, tan radiante como el sol. Me mira sorprendido y permanece largo rato en silencio frente a mí, veo en sus ojos compasión. De pronto, extiende su mano y dice cosas que no entiendo, el miedo me inmoviliza.

      Largo rato permanece frente a mí con su mano extendida. Luego, camina hacia la abertura de la cueva gritando a viva voz, hasta que otro hombre de tosca apariencia se acerca. Huele diferente, su mirada es horrible y me lastima. El horror me invade, cierro mis ojos deseando olvidar, pero sus voces me traen de regreso. Tiemblo, esta vez no solo a causa del frío intenso. El joven de cabellos de sol se aleja, no sin antes dar instrucciones al desgarbado hombre que dejó para que me vigilara; luego, se marcha.

      Transcurre el día con su mirada clavada en mi cuerpo; a veces ríe, luego bebe y duerme. Deseo escapar, pero me ató con un pesado material que desconozco, tan fuerte y frío como la nieve invernal al anochecer.

      Cae la penumbra y se despierta, en sus ojos brilla un extraño reflejo. Se acerca sigiloso, clavando su mirada en mis ojos, como un animal a punto de cazar a su presa. Retrocedo y se lanza sobre mí, desgarrando con un cuchillo la piel de guanaco que cubre mi pecho, silenciando mi grito aterrador con un puñal contra mi garganta. Libera mis pies y amarra mis manos con fuerza, triturando mis dedos; mis gritos dejan de ser gritos, son desgarros de mi alma. Se agita con brusquedad mordiendo mis senos y un horrible dolor penetra en mis entrañas. ¡Me quema, me lastima! ¡No lo puedo soportar!

      Muerde mis brazos y lame mi cuerpo como animal hambriento, antes de tomar mi cabeza y golpearla contra la tierra. Su voz parece distante, un fluido caliente quema mi cuerpo y eso parece calmar su locura.

      Oigo su risa y, ante su borrosa silueta, me desvanezco.

      Una ráfaga congelada estremece mi rostro. Abro los ojos, mis manos han sido liberadas. Amanece con languidez. Intento moverme, pero el dolor es insoportable. Me arrastro para alcanzar el puñal, el repulsivo hombre lo ha dejado caer cerca de mí. Mi mano se estremece al alcanzar el extremo de aquella arma, que me liberará para siempre de tan cruel dolor. De pronto, una mano aleja de mi alcance el puñal. Mi mirada sigue cada trazo de la extremidad, hasta alcanzar en el rostro aquellos ojos de verdor intenso que me miran horrorizados. Un manto de oscuridad nubla su pensamiento, lo veo caminar en dirección al desgraciado, golpearlo y gritarle con ferocidad. El infeliz despierta y se arrodilla con el rostro desfigurado por el terror, toma su cabeza con ambas manos y comienza a suplicar, pero el hombre de cabellos de sol lo patea, haciéndole caer de forma violenta. No hay ruego que acalle los enfurecidos gritos del hombre sol, quien lo levanta despiadadamente de los cabellos y le obliga a arrodillarse ante él. Luego, saca de alguna parte un objeto extraño y tras un ruido ensordecedor, veo con horror a aquella miseria humana desplomándose en la tierra con el rostro desfigurado y bañado en sangre.

      El pánico se apodera de mí. Lloro con desconsuelo y cierro mis ojos al momento en que sus pasos se acercan; me habla con una voz distinta, es suave y dulce para mí. Pienso si volver a abrir mis ojos o cegarlos para siempre. Dejo pasar un momento, pero él no retrocede. Lo siento tan cerca que puedo oler un exquisito aroma que jamás había percibido. Abro tímidamente mis ojos, su mirada me envuelve, pero en sus ojos hay dolor. Se sienta frente a mí y me mira por largo tiempo. Extiende su mano… ¡me ofrece su mano, pero no puedo! Mientras lo intenta, más me aferro a las raíces, lastimando mis manos heridas.

      Su mirada conmovida no puede contener las lágrimas que caen de sus ojos; toma su extraño abrigo y me cubre. Luego de un largo silencio, acerca con suavidad su mano hacia mi rostro y seca mis lágrimas; toma mi mano y se aproxima lentamente para alzarme en sus brazos.

      El frío lo estremece, pero me cubre con su abrigo mientras me lleva. Atravesamos largas sendas del bosque. De tanto en tanto, otros hombres vienen a nuestro encuentro; les habla con voz grave y golpeada.

      Al caer la tarde nos acercan dos extraños animales de cuatro largas patas, pero acepta solo uno. Me sube al lomo del animal, se sienta junto a mí y recorremos larga distancia junto a una caravana. De pronto, se abre el bosque y el mar nos recibe. A lo lejos, sobre las olas diviso algo extraño y sorprendente. Me impresiona que, a pesar de ser enorme, no se hunda. La caravana se detiene y, con ayuda de otros, me bajan del animal.

      Una pequeña canoa, como las que utilizan los yámanas, viene a nuestro encuentro. Siento un miedo irrefrenable al imaginar que navegaré. Mi familia y mis ancestros se han acercado a la costa solo para recolectar mariscos y una que otra ballena varada de tanto en tanto. No obstante, ante este hombre que me ha demostrado tal grandeza en el alma, los miedos escapan de mi mente.

      Nos hacemos a la mar y el extraño objeto flotante se torna cada vez más grande. Me aferro a su regazo y escondo la mirada. De pronto, me indica que debemos subir.

      Con dificultad, asciendo a tan extraña cosa flotante. El joven me coge de nuevo en sus brazos, avanza con pasos largos y presurosos. Muy sorprendida, reconozco a lo lejos a personas de mi aldea. Una lejana voz efectúa un grito y varios hombres jóvenes hacen que los miembros de mi clan se pongan de pie. El hombre sol pasa frente a cada uno de ellos mirándolos con frialdad, como queriendo escudriñar sus pensamientos más profundos. Luego, se acerca a la mujer más anciana, la mira con dulzura infinita y me deja delicadamente junto a ella.

      Lo veo desaparecer entre trajes idénticos al suyo, ¡pero no quiero que se vaya! Él es luz en la oscuridad.

      Parece descubrir mi pensamiento y gira de pronto, uniendo su mirada a la mía. Me sonríe con un dejo de dulzura, conteniendo el dolor de mi desgraciada existencia; luego agita con suavidad su mano y se esfuma en la bruma fría.

      Noto que me dejó su abrigo y un pequeño objeto en el bolsillo que no logro comprender. Huelo su exquisito aroma, añorando sentirlo por siempre. Escucho extraños chirridos y el frío objeto flotante comienza a moverse con pesadez; a lo lejos, los picos de los acantilados lentamente comienzan a desaparecer.

      ¿A dónde nos llevan? ¿Cuáles senderos nuestros pasos recorrerán?

      La anciana acaricia mi pelo, sus ojos húmedos me suplican protección. El llanto de un pequeño niño aflora en nuestros destrozados corazones, su gemido estremece el viento y agita las olas del mar.

      Cae la noche. Sorprendida ante el titilar de las estrellas, solo deseo retornar.

      Capítulo I

      Francia

      Burdeos, invierno de 1888

      Las calles desiertas hacen eco en mis pasos, acompasados al son de la lluvia torrencial. Corro con el abrigo enlazado en mis brazos, haciendo de este un sombrero pronto a anegar que inunda de aroma varonil mi oculto cabello. La inquieta lluvia resbala en mi rostro, mientras las


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