Diálogos y debates de la investigación jurídica y sociojurídica en Nariño. Israel Biel Portero
para hombres y otros para mujeres, creer que los homosexuales son promiscuos e inestables o considerar que los indígenas son inferiores e ignorantes2.
Este tipo de visiones se difunden desde las instituciones estatales al imponer parámetros generales de comportamiento que discriminan las formas de ser, pensar y actuar no acordes con los parámetros considerados políticamente correctos. Además, la neutralidad estatal se ve resquebrajada cuando revela su condición de clase en la imposición de una forma de vida que los demás individuos deben acatar para llegar a ser sujetos aceptables. Bajo estas condiciones, los homosexuales, las mujeres o los campesinos, son asimilados3 por la institucionalidad o las dinámicas culturales que convierten su visión o forma de vida en una alternativa aligerada de lo que ellos realmente son. Así, el feminismo con su perspectiva de género se reduce a un mero problema del lenguaje que obliga a decir “los y las” o “ellos y ellas”. Los asuntos indígenas y afrodescendientes se aceptan como una moda cultural que acepta una parte ínfima de su cosmovisión y las demandas de grupos lgtbi está limitada al matrimonio y algunos derechos aislados.
Contrario a la tolerancia, el reconocimiento es la apertura al otro, su verdadera aceptación, puesto que consiste en admitir que hay algo del otro en nosotros. Un ejemplo sencillo de Estanislao Zuleta, contado por Nicolás Buenaventura, resulta sumamente clarificador para comprender la diferencia. Supongamos que tenemos un familiar alcohólico. Podemos interactuar partiendo de la idea que ni a nosotros ni a él nos gusta hablar de las diferencias que tenemos sobre el alcohol. Ahí seriamos tolerantes, porque no sentiríamos inquietud de saber por qué nuestro familiar se embriaga; es más, partiríamos de la idea supuesta que lo hace porque le gusta y nada más. Pero acercándonos a él podemos descubrir que:
[…] tiene una sobriedad distinta, que no puede salir a flote sino de tarde en tarde y en esa sobriedad hay unas concepciones, unas formas de pensar que he ganado a mi hermano por no tolerarlo, por no guardar la distancia, sino por acompañarlo un día en su bohemia (Buenaventura, p. 69).
Según este ejemplo, el reconocimiento no parte de soportar al otro, sino de comprenderlo, de acercarse a él, a su intimidad, a su esencia para poder crear convivencia: “ya no se trata solo o simplemente de aceptar o respetar o tolerar que el otro sea distinto […] se trata de intrigarse, de interesarse e incluso de apasionarse por esa diferencia” (Buenaventura, p. 68). Lo más importante del reconocimiento es que valora la pluralidad de concepciones de vida y presupone una apertura mental en la sociedad, donde una persona puede percibirse como “valiosa” si se sabe reconocida en operaciones que precisamente no comparte indiferentemente con los otros (Honneth, 1997, p. 153).
El reconocimiento es, como diría Axel Honneth, una forma de interacción con los demás en la que nosotros compartimos nuestro horizonte de vida. De manera necesaria, ello presupondrá una formación, una aceptación de pérdida de la identidad que evita los esencialismos y la exclusión. Incluso, puede decirse que, como lo hace Charles Taylor, filósofo canadiense del multiculturalismo, el reconocimiento es una necesidad humana vital (Taylor, 2000) requerida para la convivencia en la pluralidad.
Resulta fundamental comprender que el concepto de reconocimiento adquiere importancia a partir de finales del siglo xx, especialmente con la aparición de los movimientos sociales que reivindican el respeto al reconocimiento de la identidad. Los movimientos indígenas, afrodescendientes, feministas, de las personas con necesidades especiales y, en general, los movimientos comunales ante la imposición de una cultura dominante comienzan a reivindicar las identidades locales, afirmándose como posibilidades de ethos para el mundo, porque son una “afirmación del Otro” (Castillo, 2015, p. 236).
El término “reconocimiento” empezó a tomar relevancia al ser mencionado por Charles Taylor en su célebre ensayo El multiculturalismo y la política del reconocimiento4. En él sostiene que la neutralidad institucional estatal es aparente y no real, porque los orígenes de la figura del Estado occidental, marcada por la visión liberal, son también “un credo combatiente” (Taylor, 2000, p. 93). Es decir, el pensamiento liberal y las instituciones que de él brotaron se mostraron como el punto de confluencia de las distintas visiones y creencias, cuando en realidad el liberalismo y sus instituciones son una concepción de mundo, una forma de apreciar el mundo. Así entonces, bajo la idea de neutralidad, se concede a todos los individuos una igualdad formal, que resulta siendo discriminante y excluyente para quienes su potencial está en la diferencia.
En el sistema social, por ejemplo, la predisposición al éxito estará del lado de quienes tienen mayores ventajas en la compresión de las reglas que rigen dicho sistema, mas no de aquellos que a duras penas las conocen. Un joven con recursos que vive en la capital podrá tener mayor opción de ingreso a la universidad o de conseguir un trabajo que un joven indígena sin recursos económicos, desconocedor de las normas culturales de la ciudad y desligado de relaciones sociales en ella. Mientras el potencial del citadino está en que conoce todo el intrincado mundo de la ciudad, el potencial del que no es citadino no le sirve para moverse en ese mundo, razón por la cual está en desventaja, porque debe iniciar desde abajo y debe empezar a apropiarse de su nuevo contexto. Ese proceso de resignificación puede generar una falsa apreciación de sí mismo, llevándolo incluso a sentirse despreciable al punto de justificar cualquier discriminación que se haga sobre él (Taylor, 2000).
Para Taylor, el reconocimiento evita el menosprecio y la falsa apreciación que pueden los individuos generar sobre sí mismos, como sucede en el contexto colombiano con las comunidades indígenas o las comunidades afrodescendientes, que durante años fueron consideradas inferiores hasta terminar reproduciendo una concepción propia que justificara su forma de vida, el trato recibido y su posición en la sociedad (Taylor, 2000, pp. 66-68). En otras palabras, el reconocimiento implica una valoración positiva sobre los otros, sobre aquellos que han sido excluidos o menospreciados, con la finalidad de darles valor a su condición de ser. No obstante, el reconocimiento personal y social es importante para revaluar la valoración grupal o individual. Pero, más que importante, es necesario el reconocimiento institucional, que implica la aceptación de que la neutralidad institucional no es posible. Esta aceptación de ausencia de neutralidad no debe presuponer una reafirmación de la parcialidad, sino una disposición al dialogo, a la apertura constante que debe darse en las instituciones con el fin de romper la sistematicidad o, según Iris Marion Young, de acabar con el “imperialismo cultural” que impone una lógica de dominación que anula la pluralidad (Young, 2000, pp. 86-110).
El reconocimiento de la diferencia es más adecuado para sociedades globalizadas, donde las diferencias culturales se pueden apreciar a simple vista y resultan difíciles de ocultar (Castillo, 2015). Asimismo, se hace necesaria para cuestionar los principios y valores sobre los cuales se construyeron las instituciones que supuestamente garantizan la neutralidad. En conclusión, el reconocimiento no es aceptar al otro sobre la base de la tolerancia, ni privatizar las concepciones de vida y las formas de ser; por el contrario, es una discusión constante sobre esas diferentes formas de vida y de ser.
La necesidad de fundar la democracia en el reconocimiento y no en la tolerancia
Si se entiende la democracia bajo el sentido etimológico del término, tal como hace Giovanni Sartory en su libro ¿Qué es la democracia? Se puede decir que aquella es tan solo el poder del pueblo o, mejor, el pueblo ejerciendo el poder. No obstante, la mera definición de dicho concepto a partir de su etimología no permite tener precisión sobre la relación que hay entre la democracia y la tolerancia.
Si se considera que en un Estado democrático puede existir una gran variedad de concepciones, visiones y apreciaciones del mundo, tanto religiosas como políticas, la tolerancia será necesaria en tanto puede hacer posible el mantenimiento de la armonía social ante esta pluralidad. Esta fue, precisamente, la perspectiva que asumió el liberalismo clásico, razón por la cual se vincula siempre el pensamiento liberal con el pensamiento democrático. Esta concepción de la democracia en perspectiva liberal asume la tolerancia como una virtud que cada ciudadano debe poseer con la finalidad de poder convivir. Además, ve necesario asumir la tolerancia desde las instituciones sociales, fomentándola por medio de la educación y la práctica. Entonces, la tolerancia no es solo un asunto individual, sino que se asume también desde una perspectiva institucional. Estas dos dimensiones de la tolerancia han sido