Caballo sea la noche. Alejandro Morellón
que te quiero?, ¿lo sabes?, lo sabes, dame un abrazo y no me olvides, mi padre despidiéndose sin que supiéramos a dónde se iba, y nunca lo supimos porque nunca llamó, por mucho que yo se lo rogara el día de su despedida, en el rellano de la escalera, antes de que descendiera haciéndose lejano y pequeño, en un momento la escalera invirtió el sentido para continuar su descenso y mi padre traspasaba la franja de visión, yo le devolví el gesto, le dije adiós a su mano que me decía adiós, levantaba la mano mostrando la palma hacia los escalones, una mano que quedaba sostenida frente al espacio despejado de la escalera, mi padre ya había desaparecido aunque no del todo porque continuó durante mucho tiempo en aquella escalera, suspendido en forma de espectro, detenido en la mirada del que lo ve, porque el ausente continúa y sigue siendo por sí mismo, pero en los otros permanece: detenido en el rellano de la puerta, en la ventana del coche, en el pasillo, en la esquina de la calle, sigue su silueta en el paisaje como una impronta imborrable y esencial, mi padre, y mi madre lloraba después sin que se la oyera, lloraba porque él se había ido y porque yo había decidido callarme y porque mi hermano llevaba muchos días sin aparecer por casa, y su llanto era grave, ronco, pero a veces se agudizaba y producía un chillido roedor, a menudo la oía suspirar fuerte, atragantarse, sorberse la nariz, decir alguna palabra de consuelo o de resentimiento, mi hermano no volvió una noche, ni la siguiente, ni las otras, no lo haría hasta tres semanas después, enfermo y sucio, volvió para mostrarnos su enfermedad y para morir, porque yo quiero morir, dijo, aunque no era verdad, pero que no fuese verdad no significa que fuera mentira, porque mi hermano sí creía en aquellas palabras y la otra persona que también era mi hermano tuvo que creerse esas mismas palabras, un poco por lástima y otro poco por cumplir con una ausencia, restituir una falta, retribuir un llanto que no se produjo pero que, en la mente del sueño, debió haberse producido para mantener una realidad, otra ensoñación más, pero, ¿existe alguna mentira que no quiera convertirse en verdad?, y tras la marcha de mi padre la casa y los silencios de la casa se hicieron más grandes y mi hermano montó su cuarto de juegos en el antiguo despacho y mi madre utilizó el espacio de las estanterías para los álbumes de fotos, porque aunque mi padre se fuera todavía quedaron desperdigados por la casa sus objetos, las gafas, los vinilos, su cepillo de dientes, algunos pares de zapatos, su sombrero de fieltro, y mi hermano empezó a fumar en la pipa de mi padre y yo me quedé con su bote de crema de afeitar y a veces me la untaba en los pezones porque me excitaba, yo solo podía imaginar las cosas y no pronunciarlas en voz alta ni a nadie, entonces me quedaba en silencio y me cubría la cara con las manos como queriendo evitar que la palabra saliera de la boca, taponando la salida, y haciendo recular la palabra al esófago, y del esófago al estómago, donde hacía nacer una fuerza de mis vísceras para que la descompusieran, a la palabra, entonces me entristecía, me refugiaba en la agitación, me avergonzaba, me recriminaba el impulso, la impremeditación, el arrebato de dolor, y a veces solo emitía un gemido lastimero y me concentraba en esa palabra, ya palabra deshecha, y luego pensaba en ella como en una sustancia efímera, una verdad desvaneciente, una luna antes de su desintegración, un sepulcro al que iban a destinarse todas aquellas significaciones ya muertas, porque al salir de aquel que las convocaba se deshacían y perdían la sensibilidad, eran absorbidas por la obra sacramental, por la liturgia de la reinterpretación, una palabra que deja de ser una para erigirse en otra, con distinta forma, diferente pronunciación, una memoria ajena, pero al sujeto individual no le bastaba la palabra para conocerla, y de esta forma la palabra solo era un puente entre el significado y el significante, o una interposición entre dos términos, el contenido y el objeto contenedor, a la vez prisión y refugio, como la bañera en la que solía bañarme y que era también en mi imaginación un ataúd blanco: yo me tumbaba cruzando los brazos como los faraones egipcios porque quería anticiparme al silencio y al espacio sin horizonte, confundir el blanco del techo con el blanco del cielo, confundir el frío de mi cuerpo con el placer de la ingravidez, confundir las distracciones de mi madre con los susurros angelicales que me acompañaban, confundir una mancha blanca sobre mi ropa con el brillo de un gato tuerto en la oscuridad, yo tenía el cuerpo tendido y desnudo, no hice caso de los nudillos contra la puerta, soy alguien que se ha muerto, me repetía, y no respondí ni cuando me pegaron ni cuando me hicieron regresar a la habitación, porque estoy como estoy, dije con la voz amplificada por el baño, más lejos que cerca, más fuera que dentro, aunque mi madre se propusiera sacarme de allí a la fuerza yo no la dejaba, porque mi madre no fue la misma desde que mi padre se fue, y mi hermano también cambió, se volvió imprudente y violento, aprendió a gritar y a pegarle a las puertas, aprendió a mirarme con asco y aprendió a caminar más erguido, siempre con los puños cerrados, concentrando una rabia aterradora, supongo que mi madre solo aprendió a evitar a mi hermano para no tener que evitar mi silencio, y yo no aprendí a evitar nada pero sí aprendí que los cuerpos sienten nostalgia y que algunos males son irreparables, descreyendo de todo incluso de mí, sobre todo de mí, sobre todo cuando dormía, prefería creer en el desvanecimiento de la razón antes que en las ilusiones y en los misterios del sueño, pero yo siempre volvía a él, al sueño, un sueño en el que mi cuerpo seguía confinado, un sueño de duración incalculable, descendiendo a más profundidad, a escenarios sin fondo, y algunas veces mi boca emitía un sonido ronco, como un quejido silencioso que se continuaba hasta que volvían las imágenes, entonces sucias e intensificadas, yo me sumergía en una materia vulnerable y despotricaba contra mi naturaleza, soñando que mi hermano volvía a descubrirme frente al espejo y que en lugar de recriminarme se desnudaba conmigo y jugábamos a imitar los movimientos del otro, yo jugaba con mi hermano y me reía tanto que mi cuerpo pareció arquearse en la cama y mis labios se curvaron hasta formar una mueca de triunfo, y qué farsa es un sueño, pensaba en el propio sueño, creyendo estar evitando la contradicción, así que no tenía por qué despertarme y no lo hice, mi hermano saltaba conmigo en la cama y en el momento siguiente ya no estaba allí, se había caído al suelo, un acto que se produce después de la caída del ángel, por concatenación, como acompañamiento, un hecho recogido por otro de tal forma que no cabe imaginarse de qué manera podrían haberse generado por separado, aunque a decir verdad la caída de mi hermano se originaría antes de que yo tuviera conciencia de las cosas, se remontaba a tiempos y a espacios innombrables y abarcaba toda la amplitud de mi experiencia, hasta el momento en el que mi lengua volvió a meterse en mi boca, el mismo en el que su mirada creó un monstruo que se alimentó con su enfermedad, y lo último que me había dicho él, qué guarrada estás haciendo, esa última frase reverberaba en mí como la última palabra de misa, con esa categoría final, como una solemne sentencia, como una monumental profecía, y no paraba de temblarme la boca hasta que la visión acababa, me estaba infligiendo un dolor para no tener que aceptar ese otro dolor, y yo quería reconvertir ese dolor mediante la palabra pero no para enfrentarme al significado verdadero sino para reconocerme en mí, para conformarme una identidad, reforzarla o distenderla, condensarla o disiparla, afianzarla o volverla liviana, intentaba rebuscar en los orígenes, remontarme a ese momento certero y último antes de la metamorfosis, indagar en la memoria y recomponerla y asumir el instante preciso a partir del cual todo se transforma, se precipita, se desborda, everything might spill, quería encontrar el segundo de abstinencia antes del estallido por el cual la materia saliera despedida por los aires y a través de los tiempos, y cuando me volvía la lucidez y el cuerpo se despertaba mínimamente y se reemprendía la comprensión, entonces me preguntaba el porqué de aquella cólera repentina, esa exasperación virulenta contra mi propio orgullo, desde el recuerdo y desde el sueño, nunca hacia la sensibilidad, no en favor de una búsqueda sino con el fin de la flagelación, pero aun así yo no optaba por renunciar a la verdad y quise saber quién y cuándo, cómo y por qué, levantar un dedo y señalarlo a cualquier parte y reconocer en el rostro señalado el origen del mal, apuntar con el índice inquisidor a la primera forma manifestante y sufrir una cruel revelación: que el dedo apuntaba hacia el mismo lugar desde el que procedía, un dedo que señalaba de afuera hacia adentro, que se daba la vuelta para convertirse en núcleo, hacerse centro de la culpa, recogerse en la misma persona que lo extendió, yo, ofreciéndome una redención imposible, una secuencia trágica, crecimiento y creencia, desprendimiento y renuncia, aunque yo podía, eso sí, hacer como si gobernara mi intimidad, conformar un grito que pareciera sincero, que simulara una naturaleza propia, desperezarme y suspirar, manifestarme por temor a la desgracia, construir las frases por una tribulación arbitraria, no compartir la palabra sino interpretar un llanto, un llanto suave y liberador, y entonces yo me cubría otra vez la cara con las manos de la misma