Caballo sea la noche. Alejandro Morellón
y la persona que pensaba, entre una posición y otra, entre las dos miradas que no se encuentran justamente porque están dirigidas hacia un mismo lugar, ¿qué lugar?, pero yo conocía su ubicación exacta, el lugar en el que convivían la lavadora y el arenero de la gata, las tejas rotas y los objetos que ya no se utilizaban, la mecedora del abuelo, la máquina de coser, las mancuernas, la bicicleta estática, un perchero, los guantes de boxeo, la guitarra, los tomos de la enciclopedia de hace treinta años, la jaula de madera que conservamos aunque los pájaros hubieran muerto, el lugar al que mi padre me llevaba para que viera algo que solo podía ver yo, dijo, y yo solo quería seguirlo a todas partes y que me quisiera por ello, todo el tiempo, mientras la noche se extendía a lo largo de las paredes y de los silencios, y a pesar de que existía la fatalidad solo la adivinaba y la descubrí más tarde, regresando a menudo al rostro inmutable del padre arrepentido, a las laceraciones de la cara, a los labios consumidos, al rostro ojeroso, a la mirada afligida en la que entonces se llegaba a adivinar la contrición, acumulada en esa hora sin palabras, en la súplica que atravesaba la retina por medio de la lágrima, un aliento enfermo que se agotaba hasta calmarse y que se volvía de nuevo sueño y figura espectral, y el rostro de mi padre desaparecía y en su lugar se encarnaba de nuevo la cabeza del caballo blanco al que ahora le supuraban los ojos, había adelgazado tanto que se le notaban las costillas por debajo de la carne, se volvía hacia mí lentamente y pude entender su dolor, contuve el aliento, me miró como si yo fuera también un animal en mi sueño, su cara amarga, encogida de sufrimiento, los dos ojos hinchados y negros como dos frutas descomponiéndose, las horas transcurrían sin tiempo y la oscuridad fue reconociéndose en el cielo, de norte a sur, y después ya fue solo noche entre el caballo y yo, y a veces abría la boca y la lengua salía disparada hacia delante y luego hacia abajo, compartí el miedo y la exaltación del caballo, comprendí su desesperación y yo también me hice caballo, seguía sin apartar la mirada, suplicante, sin sobresaltos, el animal se acercó unos metros y yo no me moví, la noche invaginó todo lo demás, el resto se desintegraba en ella, desaparecía, pero él y yo quedamos en silencio, su rostro pálido y semihumano frente al mío, lentamente el caballo empezó a asustarse por algo, o fui yo quien me asusté, y volví del sueño a mi habitación, a mi cama, a un tiempo que ya no conocía, y entonces desperté, ¿cuánto había pasado ya?, abrí otra vez los ojos temiendo que fuera demasiado tarde, pero vi que ya era de noche y me levanté y vi el espejo de cuerpo entero y cuando estuve cerca me miré en él y me reconocí en seguida porque era yo y seguía siendo yo y el espejo seguía siendo el mismo y abrí la boca y otra vez escribí con mi lengua las palabras y luego salí de la habitación.
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