Maestros de la Poesia - César Vallejo. Cesar Vallejo

Maestros de la Poesia - César Vallejo - Cesar  Vallejo


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ciegos en purpúreas bordas.

      Oh, pureza que nunca ni un recado

      me dejaste, al partir el triste barro,

      ni una migaja de tu voz; ni un nervio

      de tu convite heroico de luceros.

      Alejaos de mí, buenas maldades,

      dulces bocas picantes...

      Yo la recuerdo al veros ¡oh mujeres!

      Pues de la vida, en la perenne tarde,

      nació muy poco ¡pero mucho muere!

      Desnudo en barro

      Como horribles batracios a la atmósfera,

      suben visajes lúgubres al labio.

      Por el Sahara azul de la Sustancia

      camina un verso gris, un dromedario.

      Fosforece un mohín de sueños crueles.

      Y el ciego que murió lleno de voces

      de nieve. Y madrugar, poeta, nómada,

      al crudísimo día de ser hombre.

      Las Horas van febriles, y en los ángulos

      abortan rubios siglos de ventura.

      ¡Quién tira tanto el hilo: quién descuelga

      sin piedad nuestros nervios,

      cordeles ya gastados, a la tumba!

      ¡Amor! Y tú también. Pedradas negras

      se engendran en tu máscara y la rompen.

      ¡La tumba es todavía

      un sexo de mujer que atrae al hombre!

      El poeta a su amada

      Amada, en esta noche tú te has crucificado

      sobre los dos maderos curvados de mi beso;

      y tu pena me ha dicho que Jesús ha llorado,

      y que hay un viernes santo más dulce que ese beso.

      En esta noche clara que tanto me has mirado,

      la Muerte ha estado alegre y ha cantado en su hueso.

      En esta noche de setiembre se ha oficiado

      mi segunda caída y el más humano beso.

      Amada, moriremos los dos juntos, muy juntos;

      se irá secando a pausas nuestra excelsa amargura;

      y habrán tocado a sombra nuestros labios difuntos.

      Y ya no habrá reproches en tus ojos benditos;

      ni volveré a ofenderte. Y en una sepultura

      los dos nos dormiremos, como dos hermanitos.

      En el rincón aquel, donde dormimos juntos...

      En el rincón aquel, donde dormimos juntos

      tantas noches, ahora me he sentado

      a caminar. La cuja de los novios difuntos

      fue sacada, o talvez que habrá pasado.

      Has venido temprano a otros asuntos

      y ya no estás. Es el rincón

      donde a tu lado, leí una noche,

      entre tus tiernos puntos

      un cuento de Daudet. Es el rincón

      amado. No lo equivoques.

      Me he puesto a recordar los días

      de verano idos, tu entrar y salir,

      poca y harta y pálida por los cuartos.

      En esta noche pluviosa,

      ya lejos de ambos dos, salto de pronto...

      Son dos puertas abriéndose cerrándose,

      dos puertas que al viento van y vienen

      sombra a sombra.

      Espergesia

      Yo nací un día

      que Dios estuvo enfermo.

      Todos saben que vivo,

      que soy malo; y no saben

      del diciembre de ese enero.

      Pues yo nací un día

      que Dios estuvo enfermo.

      Hay un vacío

      en mi aire metafísico

      que nadie ha de palpar:

      el claustro de un silencio

      que habló a flor de fuego.

      Yo nací un día

      que Dios estuvo enfermo.

      Hermano, escucha, escucha...

      Bueno. Y que no me vaya

      sin llevar diciembres,

      sin dejar eneros.

      Pues yo nací un día

      que Dios estuvo enfermo.

      Todos saben que vivo,

      que mastico... y no saben

      por qué en mi verso chirrían,

      oscuro sinsabor de ferétro,

      luyidos vientos

      desenroscados de la Esfinge

      preguntona del Desierto.

      Todos saben... Y no saben

      que la Luz es tísica,

      y la Sombra gorda...

      Y no saben que el misterio sintetiza...

      que él es la joroba

      musical y triste que a distancia denuncia

      el paso meridiano de las lindes a las Lindes.

      Yo nací un día

      que Dios estuvo enfermo,

      grave.

      Fresco

      Llegué a confundirme con ella,

      tanto...! Por sus recodos

      espirituales, yo me iba

      jugando entre tiernos fresales,

      entre sus griegas manos matinales.

      Ella me acomodaba después os lazos negros

      y bohemios de la corbata. y yo

      volvía a ver la piedra

      absorta, desairados los bancos, y el reloj

      que nos iba envolviendo en su carrete,

      al dar su inacabable milinete.

      Buenas noches aquellas,

      que hoy la dan por reír

      de mi extraño morir,

      de mi modo de andar meditabundo.

      Alfeñiques de oro,

      joyas de azúcar

      que al fin se quiebran en

      el mortero de losa de este mundo.

      Pero para las lágrimas de amor,

      los luceros son lindos pañuelitos

      lilas,

      naranjos,

      verdes,

      que empapa el corazón.

      Y si hay ya mucha hiel en esas sedas,

      hay un cariño que no nace nunca,

      que nunca muere,

      vuela otro gran pañuelo apocalíptico,

      la


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