Medios, poder y contrapoder. Ignacio Ramonet
esto es, de oposición a las formas de dominación impuestas por clases e instituciones hegemónicas, al mismo tiempo que se priorizan contenidos vinculados a la justicia social, a los derechos humanos y a la diversidad cultural. Por lo tanto, ejercitar, a través del periodismo independiente y colaborativo, un contrapoder en la producción y en la difusión alternativas, basado en lo que Alfredo Bosi calificó como “el esfuerzo argumentativo para desenmascarar el discurso astuto, conformista o simplemente acrítico de los forjadores o repetidores de la ideología dominante”.[7] Por eso el rayo de luz que lanzamos a proyectos promisores como el de las agencias virtuales de noticias latinoamericanas; consolidados como el portal Rebelión, de Madrid, o instigantes como el sitio web Wikileaks.
Finalmente, Medios, poder y contrapoder constituye la oportunidad única para que los tres autores, periodistas, reafirmemos las convicciones en otro periodismo plenamente posible, ético, plural e irreductible a la resignación y a la cooptación. Un periodismo que haga revivir la inquietud, la energía y la imaginación necesarias para que un día superemos el orden social comandado por el capital. Porque, finalmente, fue esa inquietud la que motivó a tantos de nosotros, cuando jóvenes, a elegir el periodismo no solamente como profesión sino también como destino histórico para espíritus indomables.
PRIMERA PARTE
La colonización de los imaginarios sociales
Sistema mediático y poder[8]
Dênis de Moraes
La configuración actual del sistema mediático
Tomo la imagen de un árbol para situar las líneas predominantes del sistema mediático actual. En sus ramas, se refugian los sectores de información y entretenimiento. Cada rama se une a las otras por intermedio de un hilo conductor invisible –las tecnologías avanzadas– que termina por entrelazar y lubricar a las demás en un circuito común de elaboración, irradiación y comercialización de contenidos, productos y servicios. El árbol pertenece a un reducido número de corporaciones que se encargan de fabricar un volumen convulsivo de datos, sonidos e imágenes, en busca de incesante lucro a escala global. Esas corporaciones se establecen gracias a la potencia planetarizada de sus canales, plataformas y soportes de comunicación digitales, que interconectan, en tiempo real y con velocidad inaudita, pueblos, sociedades, economías y culturas. La impresión es que solamente alcanzaremos sintonía con lo que pasa a nuestro alrededor si estamos dentro del radio de alcance de ese sistema audiovisual de amplio espectro. Como si pantallas, monitores y ambientes virtuales condensasen dentro de sí la vida social, las mentalidades, los procesos culturales, los circuitos informativos, las cadenas productivas, las transacciones financieras, el arte, las investigaciones científicas, los patrones de sociabilidad, los modismos y las acciones sociopolíticas. Se trata
de un poder desmaterializado, invasivo, libre de resistencias físicas y territoriales, expandiendo sus tentáculos hacia mucho más allá que la televisión, que la radio, que los medios impresos y que el cine. Ya se infiltró en celulares, tablets, smartphones, palmtops y notebooks, pantallas gigantes digitales, webcams… Todo parece depender de lo que vemos, oímos y leemos en el irrefrenable campo de la transmisión mediática –en actualización continua– para ser socialmente reconocido, vivido, asimilado, negado o, incluso, olvidado.
Trataré de resumir aquí las principales características del sistema mediático. En primer lugar, evidencia capacidad de fijar sentidos e ideologías, formar opiniones y trazar líneas predominantes del imaginario social. Ejerce un poder incisivo, penetrante y permanente en prácticamente todas las ramas de la vida social, aunque escape a la percepción de amplios sectores de la población, acostumbrados a incorporarlo, sobre todo a la televisión, a su cotidianidad. Sin delegación social para eso, el sistema mediático selecciona lo que puede-debe ser visto, leído y oído por el conjunto de los ciudadanos. Elige además los actores sociales, analistas, comentaristas y especialistas que pueden opinar en sus espacios y programaciones, los llamados “intelectuales mediáticos”, en la feliz definición de Pierre Bourdieu, programados para decir y prescribir generalmente aquello que sirve a los intereses del capital y del conservadurismo y, al mismo tiempo, para combatir y descalificar ideas progresistas y transformadoras de realidades injustas. Estamos delante de una “estructura piramidal”, según Milton Santos: “En la cima, quedan los que pueden captar las informaciones, orientarlas a un centro colector, que las selecciona, organiza y redistribuye en función del interés propio. Para los demás no hay, prácticamente, camino de ida y vuelta. Son apenas receptores, sobre todo los menos capaces de descifrar las señales y los códigos con que los medios trabajan”.[9] Así, el sistema mediático elabora y difunde contenidos, rechazando cualquier modificación legal o regulatoria que ponga en riesgo su autonomía. Esto acentúa la ilegítima pretensión de imponer reglas propias, incluso las de naturaleza deontológica, para colocarse por encima de las instituciones y hasta de los poderes representativos electos por voto popular. Simultáneamente, los grupos empresariales de medios mantienen relaciones de interdependencia con poderes económicos y políticos, de acuerdo con las conveniencias mutuas (visibilidad pública, inversiones en publicidad, patrocinios, financiamientos, exenciones fiscales, participaciones accionarias, apoyos en campañas electorales, lobbies, concesiones de canales de radiodifusión, etcétera).
En segundo lugar, el sistema mediático se maneja con desenvoltura en la apropiación de diferentes léxicos para intentar colocar dentro de sí todos los léxicos, al servicio de sus objetivos particulares. Palabras que pertenecían tradicionalmente al léxico de la izquierda fueron resignificadas en el auge de la hegemonía del neoliberalismo, en los 80 y los 90. Cito, de inmediato, dos: “reforma” e “inclusión”. De la noche a la mañana, fueron incorporadas en los discursos dominantes y en dichos masivos y autolegitimados de los medios, dichos que se proyectaban y aun se proyectan como intérpretes y puntales del ideario privatista. Por ejemplo, durante el gobierno del presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso (1995-2002), la idea de “reforma” circuló todo el tiempo en los medios de comunicación y en la retórica del oficialismo. Se trataba de una indiscutible apropiación del repertorio progresista, que siempre asoció el término “reforma” al imaginario de la emancipación social. Las “reformas” de Cardoso se referían a privatizaciones, desestatizaciones y desregulaciones, en sintonía con intereses de los agentes del capital (bancos, mercado financiero, corporaciones), y resultaron en el desmantelamiento de la seguridad social, la reducción de las inversiones sociales, el corte de presupuestos para salud, educación y vivienda, y la legalización del control oligopólico de la economía.
Eso tiene que ver con el hecho de que el discurso neoliberal –que sigue influenciando en el plano ideológico, a pesar de los rotundos fracasos económicos del neoliberalismo– se vale de los medios para redefinir y tomar posesión de sentidos y significados, a partir de sus ópticas interpretativas.
En tercer lugar, el sistema mediático infunde y celebra la vida para el mercado, la supremacía de las seducciones consumistas, el individualismo y la competencia; la existencia subordinada al mantra de la rentabilidad. La glorificación del mercado consiste en presentarlo como el medio más adecuado de traducir anhelos de la sociedad, como si solamente él pudiera convertirse en instancia de organización societaria. Un discurso que no hace más que realzar y profundizar la visión, claramente autoritaria, de que el mercado es la única esfera capaz de regular, por sí misma, la vida contemporánea.
En cuarto lugar, el discurso mediático está comprometido con el control selectivo de las informaciones, de la opinión y de las medidas de valor que circulan socialmente. Eso se manifiesta en las formas de interdicción, silenciamiento y estigmatización de ideas antagónicas, del mismo modo que en la descontextualización intencional de noticias, con el propósito de desviar a los lectores, telespectadores y oyentes de la comprensión de las circunstancias en que ciertos hechos suceden (generalmente los que son contrarios a la lógica económica o a las concepciones políticas dominantes). Los medios hegemónicos procuran reducir al mínimo el espacio de circulación de ideas alternativas y opositoras, por más que éstas continúen manifestándose y resistiendo. La meta es vaciar análisis críticos y expresiones de disenso, evitando roces entre las interpretaciones de los hechos y su entendimiento por parte de individuos, grupos y clases. Un ejemplo de lo que acabo de decir es la forma