En busca de un hogar. Claudia Cardozo
de sus viajes al otro lado del océano, pese a las protestas de la familia; pero lord Ashcroft tenía debilidad por su única hija y, considerando que su debut en sociedad estaba muy próximo ya, creyó que bien podría darle el gusto de conocer ese país que a él le maravillaba, como una última aventura compartida.
Lo que no pudo prever fue que una vez allí conocería al hombre que le robaría el corazón y por el que decidiría dejar atrás todo lo que se esperaba de ella.
Nada de presentaciones en la corte o bailes de tímidas debutantes; su lugar estaba junto a Edward Braxton, ese joven heredero de una fortuna trabajada a fuego y acero, literalmente, en los muelles de esa gran ciudad llamada Nueva York, que ahora le acogía como un segundo hogar.
De haberse tratado de un hombre de poca riqueza, tal vez habría resultado más sencillo imponerse a los deseos de la joven Katherine, pero como no era el caso, y este se encontraba en una excelente posición para ofrecerle todas las comodidades a las que estaba acostumbrada, no hubo forma de que lord Ashcroft pudiera negarle la mano de su hija, y con el pasar de los años, al ser testigo de su inmensa felicidad, no pudo menos que congratularse por la decisión adoptada.
Pero el destino puede ser muy cruel, y con frecuencia el amor no es suficiente para asegurar la dicha eterna. La madre de Juliet murió de una afección pulmonar totalmente inesperada; apenas debió resistir unos días de agonía antes de fallecer, dejando a un esposo inconsolable y una pequeña niña de seis años que no podía hacerse a la idea de que jamás volvería a contemplar la sonrisa de su madre.
Edward Braxton nunca pudo recuperarse de la pérdida, pese a que amaba a su hija con todas sus fuerzas y tenía por mayor anhelo asegurar su felicidad. Se negó a permitir que la pequeña Juliet fuera enviada a Inglaterra, tal y como exigían los parientes de su fallecida esposa, especialmente la madre de esta, que nunca vio con buenos ojos su unión, y ahora reclamaba a su nieta para encargarse de su crianza.
Durante cinco años se entregó al trabajo y a hacer feliz a su pequeña, brindándole todas las comodidades, su tiempo y amor, y aun cuando la ausencia de la madre era un agujero infinito en sus corazones, aprendieron a vivir con esperanza y ánimo en el futuro.
Lamentablemente, pocas semanas después de su décimo primer cumpleaños, Juliet se vio nuevamente obligada a despedirse del que había sido su compañero más querido desde que tenía memoria. Edward Braxton dejó de existir una mañana de abril, preso de una fiebre adquirida de forma inexplicable. Apenas tuvo tiempo para acariciar los rizos de su pequeña antes de expirar.
Aunque Juliet contaba con la protección de su precavido padre, que había dispuesto que toda su fortuna fuera para ella en cuanto cumpliera los veintiún años de edad, siendo apenas una niña necesitaba la protección que solo un adulto podría proporcionarle. No faltaron personas en su país que se ofrecieran gentilmente, y por amor a sus padres, a encargarse de ella, pero una vez más, desde el otro lado del mar, su abuela hizo oír su voz, y esta vez tuvo éxito en sus pretensiones. Su nieta iría a Inglaterra a vivir con ella, lo deseara o no.
Juliet lloró desde el momento en que debió colocar sus muñecas en los pesados baúles que las doncellas habían preparado para el largo viaje, hasta su llegada a la costa de ese país que le resultaba por completo desconocido.
La presencia de esa abuela imponente a la que jamás había visto no consiguió más que aumentar su angustia, pero una vez allí, enfrentando su destino, recordó las enseñanzas de su padre, que le infundió siempre el coraje frente a la adversidad y la fuerza necesaria para afrontar los cambios repentinos con esperanza.
De modo que tan pronto como llegó a la mansión de su familia materna, decidió que se comportaría tal y como su padre esperaría de ella, y que llegado el momento, cuando pudiera decidir por sí misma, retornaría al que consideraba su único y verdadero hogar.
Capítulo 1
El conde Arlington se enorgullecía de su habilidad con los caballos; en numerosas ocasiones había logrado ridiculizar a más de un petimetre arrogante que creyó divertido retarlo a una carrera.
Esa tarde, sin embargo, mientras cabalgaba por el pequeño bosque a unas cuantas leguas de su propiedad, iba tan ensimismado en sus sombríos pensamientos, que no prestaba mayor atención al camino.
Acababa de sostener una fuerte discusión con su madre que lo dejó exhausto y malhumorado; la única vía de escape que encontró para poder pensar con tranquilidad fue tomar un caballo y cabalgar tan lejos como le fuera posible.
No temía a su madre; en un hombre de su edad y posición hubiera resultado ridículo, pero tal vez fuera el profundo amor que le profesaba lo que inspiraba ese fastidio al verse envuelto en la misma disputa una y otra vez.
¿Qué podría querer una mujer inteligente y amorosa como ella de su único hijo? Bueno, era muy sencillo de adivinar; deseaba verlo casado, y a la brevedad posible, para mayores señas.
Desde luego que el conde comprendía su esperanza; su madre no había mostrado más que simple y sencilla adoración por él desde que tenía memoria, y era lógico suponer que esperaba hacer otro tanto con los futuros nietos que él tan egoístamente se negaba a procrear; esas debieron de ser sus palabras, no estaba del todo seguro, nunca podía estarlo con su madre que, cuando le convenía, usaba las expresiones menos apropiadas para una dama.
Para ser honesto consigo mismo, a veces sentía lástima por ella, sabía que encontraba la enorme casa que habitaban como un lugar vacío y falto de vida. Sus continuos viajes no ayudaban en absoluto, y su madre, que prefería el campo a los vaivenes de Londres, pasaba mucho tiempo a solas, sin más compañía que la de los sirvientes y algún pariente obtuso que aprovechaba su ausencia para disfrutar de las comodidades de Rosenthal Hall.
Él, en cambio, y casi le avergonzaba reconocer su egoísmo, prefería esa vida plácida de soltero empedernido, sin más responsabilidades que las de llevar las riendas de su familia de forma apropiada, labor que estaba seguro cumplía con creces.
Largas temporadas atendiendo sus negocios en Londres, viajes al extranjero que no resultaban tan placenteros como hubiera deseado, y muchas preocupaciones para mantener a la familia correctamente provista.
Por consiguiente, en su opinión, hubiera sido poco menos que absurdo involucrarse en un asunto tan espinoso como buscar una mujer apropiada para convertirla en la señora de Rosenthal. Desde luego que aceptaba su obligación de engendrar un heredero en cierto momento, pero con veintiocho años no creía estar tan cerca de la senectud como para ir con prisas.
Cuando fuera el momento propicio, organizaría sus asuntos para pasar una temporada en Londres, socializaría con jovencitas apropiadas y sus astutas madres, y escogería a la que pudiera desempeñar mejor el lugar que estaba dispuesto a ofrecer, el cual no era nada deleznable.
¿Un poco cínico? Quizá, pero honesto y práctico, dos cualidades de las que también se encontraba muy orgulloso.
De modo que su incomodidad, a su parecer, era más que justa. Deseaba paz en los escasos momentos de descanso que podía permitirse, pero se veía en la necesidad de prácticamente escapar de casa como un adolescente imberbe por causa de su madre.
Insólito.
El sentimiento de culpabilidad daba paso a la ira y, curiosamente, eso le hizo sentir mucho mejor, aunque no por ello tuvo más cuidado en su cabalgata. Tal vez hubiera sido buena idea escoger a un caballo menos bravío para ese escape tan poco decoroso, y aún mejor, mantener la vista en el camino.
Sin embargo, para cuando reparó en estos dos detalles tan importantes, era ya muy tarde; algo debió de asustar a Byron, que se encabritó, tirándolo de la silla, y nunca se enteraría de cuál fue la causa, porque en ese momento su más grande preocupación fue caer con el mayor cuidado, todo el que se puede tener en un momento como ese para al menos no romperse el cuello.
Luego daría gracias al cielo por haber logrado caer en terreno blando, pero en ese instante lo único que deseaba era recuperar todo el aire que parecía haber escapado de sus pulmones, dejándolo