En busca de un hogar. Claudia Cardozo
con la vista fija en su rostro, lo que empezó a perturbarle, y se sintió muy agradecida cuando Daniel llegó a su lado.
—¿Está bien?
—¿Te parece que está bien? —se arrepintió de inmediato por su respuesta cortante; Daniel no tenía la culpa de su incomodidad—. Insisto en que se ha roto el pie, ¿qué podemos hacer?
Se giró para mirar a su primo, en parte para oírle mejor y también para retirar la mirada de esos ojos que no le quitaban la vista de encima.
—No lo sé, supongo que lo mejor será sacarlo del camino y llevarlo a un doctor, por supuesto —Daniel tenía una maravillosa habilidad para señalar siempre lo evidente.
—Estoy de acuerdo, pero creo que la pregunta es cómo haremos eso; obviamente no podemos moverlo sin ayuda, y en todo caso no estoy segura de cuál será el mejor lugar para llevarlo.
—¿Con los Sheffield? —se refería a sus anfitriones—; ellos conocerán a un médico, es más, posiblemente sepan de quién se trata, quizá sea uno de sus vecinos.
¡Por supuesto! ¿Cómo no se le había ocurrido a ella?
—Tienes razón, pero si es así, tal vez su casa esté aún más cerca que la de los Sheffield.
—Ayudaría si dijera algo…
Juliet no pudo menos que estar completamente de acuerdo con esa frase, ¿se habría golpeado tan fuerte la cabeza que no podía recuperar el habla aún?
—Señor. —Se agachó una vez más, mirándolo con atención—. Por favor, haga un esfuerzo, deseamos ayudarle; si fuera tan amable de decirnos su nombre, en qué dirección se encuentra su casa…
Su reacción la sorprendió tanto que un gemido escapó de su garganta; el hombre alzó el brazo con una rapidez sorprendente para su estado y, tomando su muñeca con fuerza, la jaló hacia sí.
—Rosenthal —susurró, antes de perder el conocimiento.
Capítulo 2
Cuando Robert Arlington recuperó la consciencia, le costó un momento recordar todo lo acontecido, por lo que mantuvo los ojos cerrados el tiempo necesario para aclarar su mente.
Buscando en su memoria, recordó la caída del caballo y dedicó unos segundos a pensar en qué habría ocurrido con él, pero pronto esa preocupación varió en la extrañeza de la última imagen que podía rememorar.
Ese excepcional ángel… No, no se trataba de un ángel, era una joven, la misma que se ofreció a ayudarle en ese momento de desesperación. No podía recordar qué había pasado luego de que lograra decirle el nombre de su propiedad, suponía que fue entonces cuando perdió del todo el sentido.
Un aroma a flores acudió a su memoria, el mismo que sintió cuando la joven se hincó a su lado para hablar con él; un perfume dulce y poco común, tanto como ella.
Ya más tranquilo, al constatar que su memoria no había sufrido mayores daños, abrió los ojos para comprobar que, tal y como sospechaba, se encontraba en su propia cama, en Rosenthal Hall.
Contempló la figura que permanecía a escasos metros, recostada sobre su sillón favorito, y dirigió la vista a su pie, exhalando un suspiro fastidiado al comprobar lo que tanto temía. Entablillado, y con vendajes que lo cubrían hasta la rodilla, este descansaba sobre un almohadón.
—¡Robert! Dios mío, ¿cómo te encuentras? —Desde luego, fiel a su costumbre, se respondió a sí misma—. Debes de sentirte terrible; estás tan pálido, espera un momento, voy a por el doctor Granwood.
—Madre…
Aun cuando su voz no hubiera brotado tan débil y ronca como un graznido, su madre no le habría hecho caso, algo a lo que estaba por completo acostumbrado. Era una mujer enérgica y decidida que, como podía asegurar, haría todo lo que estuviera a su alcance para proteger a los suyos.
Volvió tan solo unos minutos después, acompañada del médico de cabecera de la familia, el ya muy anciano doctor Granwood, que apenas sí lograba seguirle el paso.
—Milord, me alegro de que recuperara el conocimiento tan pronto —comentó el galeno, en tanto abría su maletín para hacerse con los instrumentos necesarios a fin de auscultarlo.
—¿Ha pasado mucho tiempo? Me siento algo mareado…
—Es por el láudano, milord, le administré una pequeña dosis para poder encargarme de su pie; debemos dar gracias de que resultó sencillo componerlo y con unos preparados que voy a recetarle soldará muy pronto.
—¿Cuánto tiempo cree que será necesario? —su madre, a solo unos pasos de distancia, se adelantó a su pregunta.
—Tratándose de un hombre joven y fuerte, como es su señoría, no puede tardar más de un mes.
—¡¿Un mes?!
El conde le dirigió una mirada socarrona a su madre, que tuvo el decoro de sonrojarse por su exabrupto.
—Bueno, un mes no es mucho tiempo, claro —se apresuró ella a añadir, tras aclarar su garganta—; lo importante es que se recupere por completo.
—Y así será, milady, en gran medida gracias a que se actuó con la debida premura. —El doctor dejó sus instrumentos y lo miró desde su altura—. Debe de estar muy agradecido al joven que lo socorrió.
Robert pestañeó con rapidez, haciendo lo posible por comprender sus palabras.
—¿Joven? ¿A quién se refiere?
Su madre se adelantó a responderle.
—Al que te trajo a casa, por supuesto —indicó—. Me siento muy avergonzada por no haber preguntado su nombre, pero al verte en la carreta sufrí tal sobresalto que no pude pensar más que en ir a por ayuda.
Lo que Robert escuchaba no tenía mayor sentido. Un joven, una carreta, no entendía nada.
—Madre, dices que un joven me trajo aquí, en una carreta, ¿podrías explicarte?
—Tal y como lo oyes, ¿no lo recuerdas? —Su madre se adelantó unos pasos para ocupar la silla al lado de la cama, luego de que el médico amablemente le hiciera un gesto—. Acababa de dejar mi costura cuando unas voces en el patio llamaron mi atención y bajé a toda prisa; ahora que lo pienso, debí presentir que algo te había pasado.
—¿Qué ocurrió luego? —la instó a continuar.
—Bueno, este joven hablaba con dos de los lacayos y Bates —se refería al mayordomo—, que se apresuraron a ayudar para subirte a tu habitación en tanto enviaban a alguien a buscar al doctor Granwood; apenas alcanzó a explicarme que te había visto caer del caballo y en cuanto le dijiste el nombre de la propiedad corrió al camino, en donde encontró al dueño de la carreta, que es uno de los arrendatarios de las granjas, por cierto, y juntos te trajeron a casa. Se lo agradecí profundamente, claro, pero como te he dicho ya, no le presté toda la atención que merecía.
Robert agitó la cabeza ligeramente, aún un poco confundido. Suponía que el joven de quien hablaba su madre debía de ser el mismo con quien la muchacha hablaba en el camino, pero él no alcanzó a verlo antes de desmayarse. ¿Y qué habría pasado con ella?
—Y este joven… ¿estaba solo?
Su madre juntó ambas cejas, como hacía siempre que algo la desconcertaba.
—Bueno, no solo, por supuesto, le acompañaba el granjero.
—Sí, sí, eso lo recuerdo, me refiero a si no le acompañaba nadie más; además del granjero, claro.
Lady Elizabeth hizo un movimiento enérgico, muy similar al de su hijo.
—No, en absoluto, lo habría notado. —Se adelantó en la silla, con una mirada interesada—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Recuerdas a alguien