En busca de un hogar. Claudia Cardozo
—La dama arrugó la nariz y le habló nuevamente con tono más calmado—. Le decía a los señores Sheffield que ya que su señoría ha tenido la gentileza de incluirnos en la invitación, estaremos encantados de acompañarlos, ¿cierto?
Juliet miró a Daniel, que al otro lado de la mesa exhibía la misma expresión asustada.
—Yo… no lo sé, abuela —intentó pensar en una excusa, algo que la eximiera de asistir, pero no se le ocurrió nada, y no sería justo que dejara a Daniel solo frente a ese problema—. Desde luego que sería un honor conocer Rosenthal; por lo que he oído, es un lugar extraordinario.
Lady Ashcroft sonrió con expresión satisfecha.
—Está decidido entonces, mañana por la tarde visitaremos Rosenthal, será muy agradable ver la propiedad después de tanto tiempo.
Por primera vez, notó que su ánimo iba perfectamente a la par con el de sus anfitriones; sus rostros lucían la misma incomodidad.
La condesa Arlington era una mujer extremadamente entusiasta y activa. Aún conservaba la belleza que fuera tan alabada en su juventud, y tenía siempre una sonrisa dispuesta en los labios.
Esa mañana, su único hijo la miraba desde el otro lado de la mesa, mientras ella sonreía al lacayo que le alcanzaba una fuente.
Según su experiencia, encontró algo perturbador en esa sonrisa, algo que le instó a aguzar todos sus sentidos.
—Te ves resplandeciente esta mañana, madre.
—Gracias, querido, qué amable por tu parte; y dime, ¿cómo sigue tu pie?
—Mucho mejor, creo que podré dejar el bastón antes de lo pensado.
—Estupendo, es una gran noticia para empezar el día.
Robert se dijo que quizá estaba siendo demasiado suspicaz; tal vez su madre solo estuviera de buen humor, pero su siguiente comentario le hizo comprender lo apresurado de su suposición.
—Tendremos visita esta tarde, me gustaría mucho que me acompañaras.
Por supuesto, allí estaba.
—¿Visita? Interesante, no recuerdo la última vez que recibimos invitados.
—Por favor, no ha pasado tanto tiempo; pensé que podría ser bueno para ti.
—¿Para mí?
—Desde luego; no has podido salir desde tu accidente y será agradable conversar con nuestros vecinos.
Robert suspiró, casi preocupado ante la respuesta que podría obtener a su pregunta, pero decidió arriesgarse.
—¿Y a cuáles de nuestros amables vecinos has invitado?
—Oh, a los Sheffield.
No, eso no podía estar pasando, ella no tenía cómo saberlo, ¿o sí?
—¿Hablas en serio?
—¿Qué clase de pregunta es esa?
—¿Y qué clase de noticia es esta?
—¡Robert!
El conde tomó aire y procuró calmarse; no conseguiría nada disgustándose con su madre, no cuando había dado un paso que él no tenía como revertir.
—Lo siento, madre, pero no lo entiendo —habló con calma, pero sin abandonar su firmeza—; a los Sheffield nos les agradamos y hasta donde recuerdo ellos no son precisamente personas de tu total interés, así que me gustaría saber con qué fin los has invitado sin informarme al respecto.
La condesa viuda se limpió las comisuras de los labios, tomándose su tiempo antes de responder.
—No sé por qué piensas que los Sheffield no son de mi agrado, recuerda que son personas muy cercanas, y muchas veces los invitamos a hospedarse aquí…
—Hasta que intentaron meterme por los ojos a su hija y dejé en claro que no estaba interesado.
—¡Robert! Esa no es forma de hablar para un caballero.
—Te pido disculpas, tienes razón, fue un comentario inexcusable. —Por muy disgustado que se encontrara, debía reconocer sus errores—. Sin embargo, debes aceptar que la amistad entre los Sheffield y nuestra familia se vio seriamente afectada por ese hecho. Desde luego que lo lamento, pero me temo que no hay nada que pueda hacer al respecto, y creí que compartíamos esta opinión.
Su madre suavizó el ceño y recuperó el semblante sereno.
—Estoy de acuerdo, por supuesto, y lamento mucho que te vieras involucrado en un asunto que resultó tan desagradable para ti, pero después de todo no se trató más que del deseo de unos padres por lo mejor para su única hija; no son los primeros ni los únicos que anhelan emparentar con un conde —se permitió una sonrisa sardónica poco común—; pero eso ya es parte del pasado, la joven Charlotte es muy feliz en su matrimonio, y estoy segura de que no te guardan ningún rencor, así como considero que un hombre tan noble como tú no debe sentir tales emociones por personas que cometieron un error.
El conde no pudo menos que estar de acuerdo con tal sentencia, pero no olvidaba el origen de la discusión, de la que aún no obtenía una explicación razonable.
—De acuerdo, madre, me parece una postura muy digna de ti y la respeto; sin embargo, aún no me has dicho cuál es el verdadero motivo por el que los has invitado —se apresuró a hacer un gesto para evitar que lo interrumpiera con otro rodeo—, e insisto, sé que hay una razón en particular que deseo y exijo saber.
La condesa conocía lo bastante a su hijo como para saber que resultaría imposible ocultárselo, especialmente cuando adoptaba esa actitud tan implacable; era entonces cuando más le recordaba a su difunto esposo.
—De acuerdo, pero promete que no te disgustarás conmigo.
—Madre…
—Prométemelo.
Robert asintió, sin variar su expresión.
—Hace un par de días la señora Richards y yo tuvimos una charla muy interesante. —Su hijo pudo imaginar lo que vendría a continuación—. Y entre una cosa y otra, mencionó a los Sheffield y los visitantes que se hospedan en su casa. Como comprenderás, sentí algo de curiosidad, y pensé que sería agradable invitarlos, como un gesto de buena voluntad.
—¿Y?
—Oh, sí, y también extendí la invitación a estas personas, por supuesto.
—Por supuesto.
La condesa viuda empezó a arrugar su servilleta ante la mirada airada de su hijo.
—Por favor, hijo, no podía hacer otra cosa; hubiera sido incorrecto no ampliar la invitación a ellos también, ¿no lo crees?
—Entonces, el que yo haya preguntado a Richards acerca de estas personas no tiene nada que ver con esta imprevista visita.
—¡Oh, qué casualidad! ¿Hablaste con el señor Richards al respecto?
—Sí, y lamento profundamente que un hombre tan correcto y decente como él tenga a una esposa tan parlanchina.
—¡Robert!
—Conozco tu mente, madre, y sé lo que estás pensando. Richards mencionó respecto a estos invitados que se trataban de una dama y dos jovencitos, ¿ves a la dama como un prospecto interesante?
—¡No, hijo, por Dios! Lady Ashcroft es una viuda respetable que podría ser tu madre.
—Qué alivio saberlo —expresó con sarcasmo.
—Pero la joven, según la señora Richards, que la vio hace poco, es muy bella —apenas pudo oír la voz de su madre, que tomó un sorbo de agua tras hablar.
El conde se dividió entre continuar esa discusión con su madre o rendirse y permitir que continuara con ese absurdo. Desde