En busca de un hogar. Claudia Cardozo
las letras que tanto bien le hacían.
Capítulo 3
El conde Arlington tan solo soportó permanecer en cama por tres días, y esto gracias a la obstinación de su madre. Al cuarto, tomó de mala gana el bastón que el médico había insistido en que debía usar hasta completar su recuperación, y tras mucho luchar consiguió levantarse con el apoyo de su ayuda de cámara, lo que no le hacía ninguna gracia, pero no veía otra alternativa.
Como el hombre testarudo y metódico que era, según su madre, decidió que no haría ninguna tontería como bajar escalones o siquiera intentar salir de su habitación en el primer día; iría paso a paso, haciendo uso de la escasa paciencia de la que disponía, pero tendría que servir.
Así que primero se contentó con dar unos cuantos pasos alrededor de su dormitorio, tomando largos momentos de descanso frente a la ventana, incrédulo de lo débil que se sentía y cuánto le lastimaba apoyar el pie. Sabía que si el médico no le tuviera tanto respeto, lo habría tildado de insensato, y tal vez lo fuera, pero estaba en su naturaleza.
Al día siguiente, tras otra sesión de infructuosos intentos por permanecer en pie sin tener que apoyarse en Castle, su valet, tomó la que le pareció una decisión práctica, porque después de todo, él apreciaba la practicidad.
Como no le quedó más opción que aceptar su imposibilidad de caminar por unas cuantas semanas, decidió que eso no tenía por qué interferir con sus labores. Desde luego que no podía siquiera soñar con salir a cabalgar, pero sí que estaba en pleno uso de sus facultades mentales, así que bien podría permitir que le ayudaran para llegar a su oficina y encargarse de todos los papeles y correspondencia que tenía pendientes.
Los asuntos relacionados con la propiedad no escaseaban y sería agradable sentirse útil.
Tan pronto como tomó esa decisión, se sintió mucho más tranquilo y dispuesto a aceptar las órdenes del médico, las mismas que en un primer momento le resultaran intolerables.
La primera mañana que pasó allí, trabajando junto a Richards, su secretario, fue bastante productiva, por lo que repitió la rutina durante los siguientes días, y cada vez se sentía mejor.
Una de esas jornadas, mientras hablaban acerca de algunas mejoras que deseaba implementar en la propiedad, así como también de los problemas de algunos de los arrendatarios, Richards hizo un comentario que consiguió que dejara todos los documentos que revisaba con tanta atención.
—Oí que John Sheffield ha decidido imitar sus buenas ideas, milord —dijo, apenas levantando la vista de su escrito—. Tanto en la propiedad como en las granjas.
Sheffield, un nombre que hacía mucho que no escuchaba, ¿o estaba equivocado? ¿Por qué de pronto le resultaba tan… importante? Sabía que su propiedad no se encontraba muy lejos, pero a excepción de ello y de que en algún momento mostró mucho interés en presentarle a su única hija, la misma que no le produjo mayor impresión, no podía recordar mucho más de él.
—Me alegra oírlo, Richards, toda la bonanza que llegue a esta tierra será muy bien recibida —respondió al cabo de un momento, cuando notó que su secretario lo miraba con curiosidad.
—Eso es muy generoso por su parte, milord.
Robert asintió, esperando que hiciera algún otro comentario, pero guardó silencio y volvió a enfrascarse en su escritura.
Sabía que él debería hacer otro tanto, pero no lograba concentrarse; una idea suspendida en el aire no le permitía volver a sus asuntos.
—¿Y cómo están los señores Sheffield? Hace ya mucho tiempo que no he sabido de ellos; me refiero a que era usual encontrar al señor Sheffield en las cacerías y algunos eventos.
—Bueno, milord, tal vez se enteró del matrimonio de su única hija, la señorita Charlotte, creo que con un lord escocés, no estoy seguro. —El señor Richards se golpeó el mentón con la pluma—. Y luego de eso, según oí, no salen mucho; son personas amables, como sabe bien, pero bastante retraídos, tal vez sea por su edad.
—Por supuesto.
Richards iba a retomar su labor una vez más, pero una idea afloró a su memoria.
—Aunque no les faltan visitas; mi esposa mencionó el otro día que, según Rose, la joven que le ayuda en las labores de la casa, su prima había obtenido trabajo en la mansión porque los señores necesitaban unas manos extra para atender a sus huéspedes.
El conde percibió una sensación extraña en el pecho, en absoluto similar a lo que experimentó cuando se cayó del caballo.
—¿Y sabe quiénes son estos huéspedes? —Sabía que cruzaba todas las líneas de la sensatez con esas preguntas, pero no podía detenerse.
—No estoy seguro, milord, creo que una dama y dos jovencitos, pero no conozco sus nombres. —El señor Richards lo miró con curiosidad—. ¿Desee que le pregunte a Rose al respecto?
—No, no, desde luego que no, solo pensé que a mi madre le gustaría saber de sus viejos amigos. —Robert se dio cuenta de que su justificación sonaba ridícula aún a sus oídos, así que cambió pronto de tema—: ¿Se han reparado ya las cabañas de la zona sur? Quiero los techos en perfecto estado ahora que se acerca la temporada de lluvias.
La última semana había resultado más que agradable para Juliet, con largos paseos por el campo, a veces acompañada solo por Daniel, y otras tantas por su abuela y los Sheffield, lo que no le entusiasmaba del todo ya que debía renunciar a montar para ir en el carruaje, pero aun así era un cambio estupendo al compararlo con el caos de Londres.
Las verdes praderas en las que podía caminar a sus anchas, los muchos árboles bajo los que podía sentarse a leer, y hasta un pequeño arroyo en el que jugueteaba mientras Daniel daba paseos con su caballo, se habían convertido en parte de su día a día, y le entristecía la idea de que en algún momento debería abandonar ese idílico lugar para regresar a la residencia Ashcroft.
Pero el pensar en ello no ayudaría a que el tiempo pasara más lentamente, así que prefirió dedicarse a disfrutar de su estancia allí.
Durante la cena de ese domingo, notó a sus anfitriones algo inquietos, en parte disgustados, y aunque hubiera deseado conocer la razón, ya que ellos exhibían siempre un natural buen humor envidiable, no se atrevió a hacer ningún comentario. Era una suerte que su abuela no tuviera sus escrúpulos.
—Diana, querida, ¿alguna noticia que te haya disgustado?
La señora Sheffield pestañeó repetidamente, mirando a lady Ashcroft con azoro.
—¿Disgustar? No, no, desde luego que no, todo lo contrario —rio con falsa despreocupación—. Recibimos una invitación esta mañana para visitar a lady Arlington mañana por la tarde.
—Oh, ya veo; diría que eso no se califica como malas noticias. —La anciana sonrió con cierta burla.
—No, claro, es solo que me ha desconcertado esta invitación tan imprevista; ha pasado mucho tiempo desde la última vez que el señor Sheffield y yo visitamos Rosenthal.
—Entonces son buenas noticias.
Juliet y Daniel se esforzaron por no sonreír abiertamente ante las burlas de su abuela, lo que no les resultó tan difícil como en otras ocasiones, ya que ambos se encontraban un poco desconcertados por la mención a Rosenthal.
¿Sería una coincidencia? Porque, de ser así, no dejaba de resultar una muy extraña. Por lo que Juliet logró comprender, la última vez que el conde fue nombrado, los señores Sheffield no parecían tenerle mucho afecto, y el que esa invitación se diera apenas unos días después de ayudarle en su accidente…
¿Y si la condesa viuda logró informarse de la identidad de Daniel y deseaba confirmarlo con la señora Sheffield? Esa le parecía la posibilidad más lógica.
—Juliet…