Una bala, un final. Pepe Pascual Taberner

Una bala, un final - Pepe Pascual Taberner


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le observó impasible.

      —Ese es su problema. Retírela.

      El cardenal se apoyó sobre la mesa ante el asombro de Andrew.

      —Ese hombre está desesperado. Nos está ayudando y lo seguirá haciendo siempre que saquemos a su hijo.

      —No hable en plural. Yo puse las condiciones, usted las transmitió y él las aceptó. Y mis instrucciones fueron muy precisas: coaccionar a Don Pietro a costa de no desvelar a las autoridades la identidad y ubicación de su hijo. En ningún caso ayudándole a escapar de Italia.

      —No estoy conforme.

      —Me tiene sin cuidado. Si no está de acuerdo, encontraremos a otro.

      —No será necesario. —El cardenal se levantó y alisó la sotana mientras Andrew observaba. —Los dos llevamos en esto suficiente tiempo para saber que todo es negociable. Los acontecimientos cambian las condiciones y ese hombre nos favorecerá, cueste lo que cueste, si ayudamos a su hijo. No encontraremos a otro que se involucre tanto como él.

      Andrew permanecía en silencio y el cardenal esperaba.

      —Pensaré en ello.

      —Bien, Sr. Rogers, confío en su criterio. Hasta pronto.

      El cardenal salió de la habitación, aunque Andrew continuó sentado durante unos minutos pensando detenidamente en sus palabras.

      Orvieto, Italia

      Durante los últimos días, Don Pietro estuvo informando al cardenal de cada movimiento del gobierno italiano con relación al conflicto español. Su información era filtrada por Andrew y emitida directamente a Dover para que el equipo de Sir Thomas la procesara. En definitiva, colaboraba eficazmente con la inteligencia británica bajo la esperanza de que el cardenal ayudara a Umberto.

      Aquel domingo regresó a Orvieto sin haber avisado a Gabriela, quien además le recibió en el porche muy rezongada. Tussio se encargó de la maleta y Gabriela entró junto a su marido sin haberle dado un beso de bienvenida.

      A Don Pietro no le fue difícil advertir su enojo y los dos subieron al dormitorio.

      —¿Karla continúa en la casa?

      —¿Qué está sucediendo en Roma, Pietro? —Preguntó tajante nada más cerrar la puerta.

      —Tenemos mucho trabajo en el ministerio.

      Mientras se quitaba la corbata, Gabriela se cruzó de brazos y le miró firme.

      —Karla sigue conmigo, al menos así no estoy sola.

      —¿Podrá quedarse algunos días más? He de volver a Roma.

      —¿Cuándo?

      —Mañana.

      Gabriela esbozó una queja y se acercó.

      —¿Qué está ocurriendo?

      Don Pietro se quitaba la camisa a la vez que se sentaba en la cama.

      —Créeme, no puedo decírtelo.

      —Entiendo... No me importan los secretos de tu ministerio, pero sí los que afectan a nuestra relación.

      Don Pietro se desabrochó los zapatos y la miró enseguida.

      —Gabriela, no tengo secretos contigo. Estoy cansado y necesito tomar una copa para relajarme.

      —¿Cuánto más va a durar esto?

      —No nos enfademos, por favor. —Y se levantó para cogerle de la mano.— La inestabilidad de España nos está afectando. Ahora tenemos mucha actividad y necesito estar más tiempo en Roma.

      Cabizbaja, Gabriela asumió la excusa y se apoyó en el pecho de Don Pietro. Él la abrazó quedando juntos y en silencio.

      —Hablaré con Karla.

      —Gracias, querida. Ahora, ve abajo. Voy a bañarme y después estaré con vosotras.

      Ya en el salón, fue directa a la mesita para llenar una copa de Martini añadiendo unas gotas de ginebra. Con una cucharilla de plata, lo removió camino de la terraza. Buscó refugio en el fresco atardecer, su pelo ondeaba con la brisa y se apoyó en la barandilla con la copa en la mano. Observando las hileras de viñedos, se preocupaba por su marido.

      La última ocasión que padeció así fue durante las semanas previas a la Guerra de Abisinia. Lo recordaba con consternación y esta vez esperaba equivocarse.

      Karla apareció por detrás y se apoyó igualmente a su lado.

      —Te conozco bien y sé que habéis discutido. Creo que estoy de más.

      —No, Karla. Quiero que te quedes conmigo.

      —¿Qué ha pasado?

      —Vuelve a Roma. Parece que hay problemas en el gobierno.

      —¿Por qué no vas con él?

      Gabriela no respondió enseguida. Bebió y esperó.

      —Acompañarle es lo mismo que estar aquí. Apenas estaría con él. Es mejor que me quede, puedo dar largos paseos, cuidar de mis flores...

      No pudo contener la emoción y Karla le cogió de la mano.

      —Me quedaré el tiempo que necesites.

      —Tampoco quiero que te separes de tu marido.

      —¿Bromeas? Herbert parece un diplomático; nunca está en casa. A él no le importará.

      —Como quieras. —Y se abrazaron.

      —Iremos juntas a Florencia, después a Siena, luego visitaremos Castiglione del Lago… Será fantástico. ¿Qué te parece?

      —Nos llevará días recorrer todos esos lugares.

      —Y tiempo es lo que tenemos, ¿no es cierto?

      Gabriela sonrió aliviada antes de rematar el Martini. Entraron en el salón y vieron a Tussio preparar la mesa para la cena.

      Roma, Italia

      Bien avanzadas las ocho, Andrew asistía a una reunión con el embajador británico. En la segunda planta, camino del despacho, se encontró por casualidad con Charles.

      —Sr. Parker, espere un momento. —Se aproximó al oído y le susurró:— Espéreme en el pequeño parque de la Via Piacenza. ¿Lo conoce? —Charles asintió.— Espéreme allí. En media hora estaré con usted.

      Andrew no se despidió y continuó por el pasillo hacia el despacho del embajador.

      Intrigado, Charles obedeció y estuvo esperándole en el parque más de una hora bajo un sol abrasador. Dando vueltas, el sudor de la espalda le había mojado la camisa cuando, sin poder imaginarlo, vio a Andrew sentado en un banco de piedra. Tuvo un arranque de ira y caminó directamente hasta quedar junto a la estatua del Rey Carlos Alberto.

      —He llegado ahora mismo, Sr. Parker. No se altere y siéntese a mi lado. —Charles notó enseguida el calor del banco.— Le pondré al corriente. En los últimos días, nuestro gobierno y el francés se han reunido varias veces para determinar cómo actuar ante la guerra en España. Y esta madrugada, en Roma, el delegado francés nos ha planteado una estrategia interesante.

      —¿Puede decírmela?

      —Se trata de negociar las condiciones para poner fin a la intervención extranjera en España.

      —Es una excelente iniciativa.— Admiró al instante.

      —Lo es, siempre que se llegue a un acuerdo y que todas las partes lo cumplan. —Andrew entrecruzó las manos sobre sus piernas.— Hace pocos días, Italia envió en secreto un contingente de aviones para trasladar a las tropas


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