Abre los ojos. Natalia S. Samburgo
iba a quitarse los tacos altos que la hacían sentir más importante. Ya lo era con el puesto de fiscal, pero ella pretendía sorprender a su empleado, a nadie más. Salió del toilette, y los encontró sentados y dispuestos a conversar con ella. Jacinto se echaba despatarrado en el sillón, rompiendo con la armonía de la oficina impecable. Iván, en cambio, desentonaba con su compañero por su postura recta, por lo hermoso y musculoso, y por el cabello lacio que caía libremente. La camisa se le ajustaba a los brazos, y los botones pugnaban por desprenderse y dejar a la vista el torso velludo. Lo vio levantar la vista y fijarla en los pechos de ella. Victoria se sonrojó y triunfante sintió alegría por dentro, pero no lo expresó.
—Jefa, le falta abrocharse un botón. No querrá que los hombres de allí afuera babeen por sus tetas —dijo Iván desprovisto de cualquier tipo de deseo, totalmente ajeno a lo que Victoria había pensado de forma errónea.
—Pollastrelli, siempre tan atento a esta zona de mi cuerpo —respondió, haciéndose la graciosa para ocultar la desilusión al darse cuenta de que él no la miraba con lujuria.
Jacinto se dio vuelta justo cuando ella se abotonaba con sus dedos largos y sus uñas bien pintadas. Soltó un silbido que fue reprimido ante la mueca de disgusto de su jefa. Victoria se dispuso a sentarse en su sillón, pero prefirió quedarse parada detrás de él, con los antebrazos apoyados en el respaldo. En esa posición se sentía más poderosa y podía detectar todos los movimientos de sus investigadores.
—¿A quién buscamos? —rompió el mutismo Iván.
—Sebastián D´Angelo fue visto, por última vez, por su mujer y por unos muchachos vecinos el sábado alrededor de las cuatro de la tarde y nada más se supo de él. Cuarenta y dos años, casado, dos hijos menores, carpintero, perfil bajo. Es lo único que tenemos. Nada sorprendente, nada alarmante, nada sospechoso. —Victoria comenzó a sudar, no lo podía evitar. Sabía que estaba mintiendo, y su cuerpo se lo demostraba. Realmente sí tenía dudas sobre algo sospechoso, sin embargo, aún no lo iba a dar a conocer.
—Cuando le comenté a Polla del nuevo ca… —Jacinto no pudo terminar la frase ante la patada de su amigo— le conté a Iván del nuevo caso, solo dijimos que coincide con el otro en que tienen la misma edad. Necesitamos saber si estos dos tipos se conocían.
—Estos dos “hombres” —remarcó la fiscal— pareciera que no tienen nada en común, pero eso deben averiguarlo ustedes, para eso están. Quiero un informe detallado de todo lo que puedan sonsacarle a la mujer y a los vecinos, si es que recuerdan algo más allá de la borrachera que tenían a las cuatro de la tarde. Necesito que recreen cuáles fueron sus últimos movimientos y que hagan un rastreo de las casas y negocios que hay desde la esquina donde dobló hasta diez cuadras y las intersecciones.
—Es como buscar una aguja en un pajar —reaccionó Iván.
—Para eso están preparados ustedes, ¿o no? —lo provocó.
—Vamos Po, Iván. Vamos —lo urgió Jacinto antes de que la guerra de egos explotara en aquella oficina.
Ya fuera de la fiscalía, subieron al auto. El Senda rojo de Pollastrelli salió arando sobre el asfalto y se dirigieron hacia aquella esquina, donde se lo había visto por última vez a D´Angelo.
—¿Por qué te pone tan nervioso la jefa?
—Porque es una buscona. Se me insinúa todo el tiempo y me saca de quicio —respondió Iván, apretando el volante al evocar las veces que Victoria se le acercaba y aprovechaba para tocarle los brazos o lo rozaba en los glúteos.
—¿Y por qué no te la cogés y listo? —preguntó Jacinto como si esa sugerencia fuera lo más natural del mundo.
—Uno: porque no me gusta; dos: porque es mi jefa; tres: porque no tengo ganas.
—¿Hace cuánto que no cogés, Polla? ¡No me mires así! Sos raro ehhh, tenés a todas las minas rendidas a tus pies y vos nada. La jefa está que se parte, se te insinúa todo el tiempo y está más caliente que una cabra, y vos…
—Justamente, no quiero amoríos ni exigencias ni reclamos ni nada. Con Andrea, ya me bastó y me sobró y guardé para el recuerdo. —Iván se refería a su única novia oficial que, a causa de los celos, lo perseguía, lo insultaba, se le aparecía en la oficina y hasta llegó a dejarlo encerrado en su departamento para que no asistiera a una fiesta de fin de año con amigos.
Llegaron a la esquina de Corrientes y Los Franceses, ubicaron la casa a una cuadra y media y establecieron que había doblado a la derecha por Los Franceses. Continuaron por esa calle con atención, observando las casas y los pocos negocios: una panadería, una mercería, dos cuadras más adelante, una verdulería, una santería al lado de la iglesia y, en varias cuadras más allá, un supermercado chino, una ferretería, otra verdulería y un kiosco. Poco, muy poco para detectar algo raro. Ningún taller mecánico, solo un baldío que decidieron estudiar. Bajaron del auto y rastrearon el lugar. Solo había pasto seco, escombros, basura acumulada y bolsas. Nada sospechoso: ni manchas de sangre o vidrios rotos, ni restos de ropa ni de documentos. Nada. Regresaron al vehículo y siguieron atentos a los movimientos de la poca gente que transitaba esa calle. Ni perros había. Observaban hacia los costados sin hablar, sin hacer comentarios, el mutismo del habitáculo era absoluto. Así solían trabajar los amigos, incluso Jacinto que era el más ruidoso hasta cuando respiraba. Giraron en U en la esquina de la décima cuadra y retomaron por la misma calle, pero ahora cada uno miraba hacia las veredas que antes había estudiado su compañero. Nada. Una frenada brusca, aunque leve, porque iban a muy baja velocidad, los sobresaltó de igual manera. Un gato se cruzó delante del auto, huía espantado de un lugar cercano a la iglesia. Esperaron a que algo saliera detrás del animal, algún perro, otro gato o un hombre o mujer ahuyentándolo, pero nada ocurrió. Esperaron cinco minutos allí quietos, y nadie salió a la calle. El gato no volvió a aparecer, y ningún auto se presentó ni de frente, ni por detrás. Por sus mentes rondaron los mismos pensamientos: “¿Vivía alguien en ese barrio?”. El horario no ayudaba, porque era la hora de la siesta, pero el silencio sepulcral que invadía un día tan soleado no se condecía con el movimiento que habían visto de camino hacia aquel lugar. ¿Tanto podía cambiar un barrio de calle a calle? Decidieron regresar a la fiscalía para recabar más información y resumir todo lo que habían visto. Regresarían pasadas las 18:00 para ver si encontraban movimiento o gente a la que pudieran entrevistar. Si había fieles que asistían a la iglesia, seguramente, hallarían el camino por donde comenzar la investigación.
Capítulo II
Algo lo despertó, una especie de lamento que, al abrir los ojos, lo devolvió a la cruel realidad de todos los días. Estaba colgado de unas cadenas y sabía que si miraba hacia la izquierda, su brazo maltrecho le provocaría náuseas. Volvió a escuchar el lloriqueo de alguien, ahora estaba más definido, parecía un hombre. Al final escuchó una voz agonizante:
—Ayuda… a - yu - da… —era la súplica que retumbaba en sus oídos.
Tomó aire y fuerzas para intentar esbozar alguna palabra. Le dolieron los labios al tratar de separarlos, los tenía secos y pegados. Trató de mojarlos con la lengua que poco tenía de humedad y cuando los hubo separado, intentó hablar, pero solo él mismo se escuchó ante ese hilo fino de voz que le salió. Carraspeó…
—¿Quién sos? ¿Quién está ahí? —pero no obtuvo respuesta. Su voz no sonaba, solo él conseguía escucharla. El último grito ante el dolor, si es que salió como grito, le había robado las cuerdas vocales.
El cansancio lo invadió ante el esfuerzo realizado al intentar hablar. Un acto tan simple, el del habla, ahora le provocaba más cansancio que el de una maratón cuesta arriba. Oyó la puerta abrirse y se tensó. El hombre que estaba lamentándose cerca de él, pero que no podía ver, comenzó a pedir auxilio con más fuerza.
—¿Quién sos, hijo de puta? ¡Da la cara!
Se vio reflejado en esas palabras, las había pronunciado tantas veces y nada había logrado. Jamás recibió una miserable respuesta, jamás vio la cara de su captor, de ese Satanás que lo tenía encerrado y resumido