Abre los ojos. Natalia S. Samburgo
recuerdos, estaba por venir.
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Sebastián D´Angelo era un hombre corpulento, calvo, muy alto, y con mucha fuerza. Aún no entendía cómo alguien lo había podido apresar de manera tal vil. No recordaba nada. Salió de su casa dispuesto a comprarle un regalo a su mujer. Había recibido un panfleto con una promoción y la quería aprovechar. Pero ¿hasta dónde había llegado? ¿Llegó a entrar al negocio? Solo estaba seguro de que alguien lo había sorprendido y de que no tuvo tiempo de ver de quién se trataba. No quedaban casi recuerdos de ese momento, pero suponía que así debería haber sido.
Y, ahora, se encontraba allí, sujeto por cadenas, a merced de una mente perversa que le infligía dolor. ¿De qué se trataba todo esto? ¿En qué momento la vida se convirtió en una pesadilla? Estaba apesadumbrado por su esposa y sus hijos, que no sabrían dónde se hallaba. Pensarían que los había abandonado y no era así. Comenzaron a caerle lágrimas, solo por pensar en el dolor de su familia y el empezar a vislumbrar que quizás no los volvería a ver. ¿Qué sería de él? ¿Y quién era ese otro hombre que estaba padeciendo lo mismo que él? Aún no sabía quién era. Solo lo oía gritar cuando llegaba el momento de la tortura y, cuando él trataba de hablarle y preguntarle quién era, solo escuchaba quejidos, susurros que no alcanzaba a escuchar, lamentos y llanto. Era hombre, de eso estaba seguro. Estaban en la misma línea y separados por una ancha columna por lo que no podían verse. Se encontraban, por lo menos, a cinco metros. No era tanto el espacio, pero aún así no lo escuchaba cuando intentaba hablar. Sebastián calculaba que hacía una semana que estaba allí y aún le salían con claridad las palabras. Se dirigía al otro de manera, a veces, amable, otras veces, quejosa y, algunas veces, lo insultaba, porque no lograba oírlo. Pasaba por varios estados de ánimo a lo largo del día. Tenía hambre, sed, sueño. Cuando por fin se dormía con el somnífero que le inyectaba su captor o cuando se desmayaba, luego de una tortura insoportable, el sueño era ligero y tenía pesadillas que terminaban por despertarlo. La posición en la que estaba atado por las cadenas hacía imposible el descanso, le dolían los músculos de los brazos y las axilas. Tenía miedo de volverse loco y necesitaba estar alerta y tener coherencia en sus pensamientos para tratar de armar un plan para escapar. Era lo único que lo mantenía con ganas de vivir. Pero ¿cómo salir de esa trampa y cómo desatarse de esas cadenas? Si con las piernas lograra golpearlo en los genitales sabía que lo reduciría, pero ¿qué haría luego? No había manera de soltarse. Ya había intentando todo y solo lograba que le sangraran las muñecas.
Le habló al otro hombre una vez más, contándole de su familia, de su trabajo, de sus amigos. Los de ahora. Porque a los amigos de la juventud ya no los veía. Había existido un acuerdo tácito entre ellos de no volver a verse y de no hablar jamás de lo que habían hecho. Por eso mismo, no se refirió a esa etapa de su vida. Se limitó a contarle a un desconocido sobre lo que le gustaba y algunas anécdotas. Eso lo mantenía despierto, aunque no sabía si la otra víctima lo escuchaba o no: porque del otro lado del muro no había respuesta.
Entró en pánico cuando oyó la puerta abrirse a su espalda. Se sintió el apoyo de jarros y baldes sobre el piso de cemento. Comenzó a rebullirse tratando de soltarse de las cadenas, sin resultados. Sintió la fría tela sobre sus ojos y, luego, todo fue oscuridad. Por un rato, no sintió la presencia cerca, supuso que se ocupaba del otro hombre. Algunos minutos después, escuchó el paso arrastrado acercándose. Lo sintió delante y se preparó para patearlo. El pie se chocó contra una superficie dura, supuso de madera por el ruido. El malnacido le había puesto una silla delante adivinando sus intenciones. Pronto sintió contra su boca el trozo de pan duro. Cerró fuerte la boca, para que no se lo pudiera meter entre los dientes. Una mano le apretó de manera intensa la nariz y no tuvo otra opción que abrir la boca para respirar y, en ese momento, el pan le dejó la mandíbula trabada. Era la primera vez que sentía el contacto de su raptor sobre su piel. Llevaba guantes de látex, por lo que no pudo distinguir el grosor ni la textura de la mano.
El pedazo de pan era grande, y casi no podía mover la boca para masticarlo. Se le caían las lágrimas por esa vejación a la que lo estaban sometiendo. Mientras trataba de que el pan no cayera de su boca, sintió el tirón y sus pantalones cayeron. Temía que le hiciera algo perverso, pero a esa hora simplemente solía higienizarlo. Sintió el agua fría en su trasero, un baldazo sin previo aviso. Comenzó a tiritar, más por la impotencia que por el frío. Luego, se dio cuenta de que le colocaban otros pantalones. Se sentían gruesos y ásperos. La tela absorbió el agua que caía por sus piernas. Ni siquiera el malnacido se tomaba la molestia de secarlo. Aún con el pan en la boca, ahora más húmedo, intentó tragar, y la garganta le ardió. Las lágrimas no cesaban de caer. Se le hizo un nudo en el estómago, y ya no quiso comer ese pan espantoso. Lo escupió y, al instante, se lamentó, porque sabía que más tarde tendría hambre y que, hasta el día siguiente, no habría más pan.
Advirtió el sonido, otro baldazo de agua, y supo que estaba haciendo lo mismo con su compañero de desgracia. Le pareció tan silencioso que dudó que estuviera vivo. ¿Hasta dónde llegaría todo esto? ¿Hasta cuándo tendría que soportar las torturas sin saber que más le depararía? Deseaba enterarse por qué estaba allí. ¿Qué mal había hecho? Un sudor frío le corrió por todo el cuerpo al evocar el peor recuerdo de su vida. Pero desestimó que se relacionara en algo con esto que ahora estaba viviendo. Se suponía que no había quedado con vida. Nunca más se supo nada de su paradero. Se le alojó una piedra en el pecho, comenzó a transpirar y a tiritar. ¿Qué había hecho? ¡¿Qué habían hecho?! ¿Cómo habían podido seguir con sus vidas, luego de semejante atrocidad? Se sacudió de manera frenética colgado de las cadenas ante la inminente convulsión. Los espasmos de llanto amenazaban con volverlo loco y fuera de sí. Sintió un golpe en la espalda que lo obligó a arquearse de dolor y a reaccionar. Su captor lo había golpeado con la silla que antes había pateado. Continuó llorando quedamente. ¡Cómo se arrepentía de lo que había hecho! Esto era un castigo divino por no haber pagado culpas en su momento. Haber ido a la cárcel hubiera sido mejor que esta incertidumbre y padecimiento. Pero no se dejaría vencer. Iba a luchar hasta las últimas consecuencias para averiguar por qué estaba allí y para tramar cómo escaparía de ese antro de castigo.
Sintió que la puerta se cerraba. Quedaban otra vez solos. No le había inyectado nada en esta ocasión. Dudó. No le gustó nada ese cambio de rutina. Había percibido que su captor era muy riguroso en cuanto a cumplir con cada paso que realizaba y con los horarios en que los visitaba. ¿Por qué no lo habría adormilado?
Se quedó dormido. La extenuación lo hizo declinar en su intento por mantenerse despierto y alerta. Tuvo pesadillas que lo despertaban a cada momento, pero volvía a quedarse dormido. Horas más tarde, antes de despertar, sintió la misma voz que escuchaba todos los días. No lograba dilucidar si era un sueño o era real, pero siempre lograba despertarlo con un escalofrío. Oyó en su mente la misma frase susurrada: “abrí los ojos, maldito”.
***
Iván se preguntaba qué estaba haciendo, manejando solo por esa ruta desierta. Aún le quedaban quinientos kilómetros para llegar a Buenos Aires. Una vez allí, se hospedaría en un hotel y, al día siguiente, partiría de regreso a San Rafael, pero junto a su hermano. Hacía tanto que no lo veía que sintió nostalgia. Nunca entendió por qué se fue, dejando a su hijo y a su familia. Pero así era Vicente. Aunque en realidad no, un día cambió y nunca supo el porqué. Siempre fue un muchacho honesto, seguro de sí, se llevaba el mundo por delante. Excelentes calificaciones en el colegio y muchas, muchas chicas a sus pies. Él lo adoraba, era su ídolo. Les decía a sus amigos y a su familia que, cuando fuera mayor, quería ser como su hermano, y lo hacía henchido de orgullo y admiración. Vicente le llevaba cinco años, pero eso no era impedimento para llevarse bien. Hasta que un día, cuando Iván tenía quince años, sintió que su hermano ya no era el de antes. Solía encontrarlo llorando y, cuando se percataba de su presencia, lo echaba y cerraba la puerta de su habitación para aislarse. En su casa todo cambió. Las caras de sus padres, fueron, por un tiempo, las mismas que él recordaba de cuando estaban tristes por la muerte de la abuela Esther. Pero esta vez, nadie había muerto y, sin embargo, la desolación cubría esa casa y esa familia. Preguntó, en sucesivas oportunidades, qué pasaba, no era ni tan chico ni tan tonto como para no darse cuenta de que algo estaba ocurriendo.