Amor sobre ruedas. Mara Oliver

Amor sobre ruedas - Mara Oliver


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que se daña mi imagen pública o la de ella. Esa salvedad es un salvavidas. Tengo que dar el visto bueno a las dos horas del montaje final y no voy a dejar que nadie se ría de la Srta. Albaricoque, eso os lo aseguro. —Usó el plural para que no cupiese duda alguna de con quién estaba hablando en realidad y, no obstante, recalcó—: ¿Oído, cocina?

      Pepe carraspeó y no contestó, hizo un gesto en la sala de control y una mujer contestó en su lugar:

      —Hola, Óscar. Soy Lupe, la directora del programa. Te estoy escuchando y lo seguiré haciendo todo el tiempo, pero no voy a volver a intervenir, a no ser que sea necesario. En otros realities similares hemos visto que funciona mejor que el enlace con el equipo sea alguien con quien el gancho, o sea tú, tenga una relación cercana. Te hablo ahora porque quiero que estés tranquilo y sepas que todo va a ir bien. Hay un gran equipo trabajando contigo.

      —Eso no lo dudo.

      —Bien. También me gustaría que entendieses que esa mujer, al aceptar los términos de uso de la aplicación, nos dio permiso para utilizar su imagen y su voz en cualquier evento publicitario relacionado con Carropool. Es decir, este reality. No obstante, no cometeremos ninguna irregularidad y tú sigues teniendo la última palabra en cuanto a lo que se vaya a emitir.

      —Muy bien, eso era lo que necesitaba escuchar, supongo —afirmó Óscar, más calmado.

      —Disfruta de la experiencia, nos vemos en plató —se despidió Lupe y Óscar le dijo adiós a la cámara.

      Pepe retomó la conversación, aunque no del modo más acertado:

      —¿Ves? Si se nos va de las manos, ella fue quien lo aceptó y tú no te sientas mal.

      —¡No me jodas, Pepe! —gruñó Óscar—. No creo que nadie se haya leído nunca las tres páginas de letra enana que salen al aceptar la instalación y el uso de la app. Y si ella lo hizo, seguramente pensaría que se referían solo a la foto de perfil y como mucho a los mensajes de audio que haya cruzado con los usuarios.

      —Hecha la ley, hecha la trampa —lo interrumpió su cuñado—. Los de la productora Supravision se las saben todas. Y me da igual que nosotros hayamos puesto en el contrato que tienes que aprobar la edición final, imagínate que alguien filtra otras imágenes ilegalmente de algún modo. Te lo digo para que no hagas nada que pienses que vas a poder borrar luego, ya me entiendes.

      —Ya, ya. Sé lo que me vas a decir porque ya me lo has dicho: no te fías y crees que ella puede ser otra actriz y que intentará seducirme y…

      —No, no. Eso ya no lo creo porque la he investigado y no es un agente doble. En cuanto a lo de que te seduzca, dudo que la seduzcas tú a ella. —Pepe mitigó una carcajada—. Con esa pinta que llevas y esos pelos que te han puesto, yo no te tocaría ni con un palo.

      —No lo harías porque somos familia y eres mi mánager, pero si la víctima inocente fueses tú…

      —Ni de coña, te han caracterizado demasiado bien. Parece que llevas un año sin ducharte y, si yo fuese ella, pensaría que llevando así lo que se te ve, ¡mejor no imaginar cómo estará el resto que no se ve!

      —Está perfectamente afeitado y pulcro, ¿quieres un plano detalle? —Óscar volvió a echarse mano a la entrepierna, pero fue solo un amago.

      —A eso exactamente me refiero. Si no quieres que tu polla se haga famosa, guárdatela en el pantalón.

      Los dos se rieron y Óscar se descubrió mucho más relajado. Pepe tenía ese efecto en él, le infundía ánimo y confianza, aunque a veces lo llevase al límite de maneras poco ortodoxas.

      —Oye, estoy mucho más tranquilo. Gracias, cuñao… Solo que, ahora que me has dicho que dudas de que pueda seducirla con estas pintas, pues me dan ganas de intentarlo.

      Pepe se enserió de golpe.

      —No jodas.

      —Es que nunca he estado con nadie que no supiese quién era yo. No sé, tiene su morbo, ¿no?

      Su cuñado fue tajante:

      —No te puedes enrollar con ella y punto. No puedes ni echar un kiki rápido en los baños de una gasolinera.

      —Mmm, en una gasolinera… Eso tampoco lo he hecho nunca, no sé para qué me das ideas.

      Óscar se reía, pero a Pepe le hacían poca gracia esas bromas.

      —Escucha, Óscar, el programa controla la ruta y todos los posibles desvíos. Te van a ordenar dónde y cuándo parar. Puede que incluso lleves encima alguna cámara extra, además de las que llevas en las gafas y en el pelo.

      Óscar se tocó la peluca.

      —Lo de las gafas ya lo sé, pero lo del pelo… es broma, ¿no?

      —Esa cosa que te han puesto debe de tener hasta vida propia, yo no me fiaría. ¿Seguro que no ladra?

      Capítulo 11

      El arcoíris

      Óscar tenía que esperar dentro del coche porque la visibilidad de las cámaras que llevaba encima no era óptima, aunque no llovía tan intensamente como lo había hecho en las últimas horas.

      No tenía que moverse del coche y, sin embargo, lo olvidó en cuanto vio salir el arcoíris de uno de los portales cercanos. Era un paraguas multicolor, inclinado como un escudo, y él deseó que detrás estuviese ella.

      Óscar hacía ondear en todos sus conciertos la bandera arcoíris, símbolo del orgullo gay y paraguas figurado bajo el cual se acogía la diversidad de la identidad de género y las orientaciones sexuales. Era símbolo de libertad para ser y desear, sin discriminación alguna. Era un icono de lucha y esperanza.

      Quería que fuese ella.

      Tenía que ser ella.

      Corrió hacia el portal justo a tiempo de ver cómo la dueña del paraguas lo ponía en vertical y se guarecía debajo, con todo su equipaje.

      Alba llevaba el paraguas con la mano izquierda, con el brazo derecho apretaba contra su cuerpo la funda del violín y con esa mano sujetaba la maleta. Con los dientes, mordía el gancho de la percha del vestido, protegido por una bolsa de basura.

      Era la mujer orquesta del portaequipaje, por lo demás no destacaba bajo la lluvia, vestía vaqueros oscuros y una sudadera negra con capucha.

      A Óscar le habían vestido del mismo modo y había sido pura coincidencia, aunque sus vaqueros eran negros. Para caracterizarlo, habían escogido la ropa más barata de unos grandes almacenes y, al parecer, ella también.

      No es que él esperase verla vestida de Versace para meterse en un coche doce horas, pero no se había planteado cómo de humilde sería su compañera de viaje hasta ese momento, cuando comprendió que lo de ser una Cenicienta de barrio le iba en verdad como anillo al dedo y el dinero le vendría de perlas, aún mejor. Se sintió muy bien por haberla elegido, incluso se atrevió a bromear:

      —¡Señorita Albaricoque, su carroza le espera! —le gritó.

      Ella levantó la vista y prácticamente le vio ya a su lado, con el pelo apelmazado atrapando las gotas de lluvia. La peluca las retenía en lugar de absorberlas, como si le hubiesen prendido en la cabeza un centenar de alfileres brillantes.

      —Dame, que te ayudo con eso —dijo él y le arrebató el violín, galantemente.

      Se agazaparon bajo el paraguas y se repartieron el equipaje.

      —Gracias —logró decir Alba, una vez su boca estuvo libre de la percha. Se miró en el reflejo de las gafas de aviador de él y se vio sonreír, algo azorada.

      Caminaron deprisa hasta el maletero, que iba prácticamente vacío excepto por dos maletas.

      La actriz abrió una de las puertas de atrás para ella y Alba pudo entrar, quitándose la capucha y sacudiendo la cabeza como un


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