Amor sobre ruedas. Mara Oliver

Amor sobre ruedas - Mara Oliver


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Jana además era psicóloga y, aunque a menudo bromeaba sobre ejercer de terapeuta gratuitamente con ella, al final la había convencido para que fuese a la Seguridad Social y pidiese cita en su nueva ciudad.

      Alba había acudido a terapia con una psicóloga dos veces al mes durante casi un año. Su terapeuta era quien la había aconsejado mantener contacto cero con su ex y propuesto cierta rutina para vencer la distancia y conservar las relaciones de amistad con sus amigas. Con Jana y Marisa lo había conseguido y era como si nada hubiese cambiado. Quizá porque en realidad tampoco se veían mucho cuando vivían cerca.

      Vivir con su hermana, que se pasaba casi todo el día fuera de casa, en una ciudad en la que no conocía a nadie y con un trabajo esporádico e intermitente por distintas localidades, hacía que las redes sociales y el móvil fuesen la única manera que tenía Alba de estar con sus amigos.

      Entre pensamiento circular y vuelta con vuelta al tema, la maleta estaba hecha y llevaba un rato sentada enfrente, mirándola.

      Cogió el móvil, lo encendió y decidió que para su salud mental lo mejor sería silenciar el chat de la tropa. Lo hizo rápido, como se habría quitado una banda de cera de la piel. No le apetecía leer la avalancha de felicitaciones que le iba a caer a su ex por lo de su posible boda y tampoco quería leer más intervenciones de él, en el caso de que las hubiese.

      El vídeo estaba terminado y enviado, ya había cerrado el tema de la canción con Silvia, la mejor amiga de la novia, y si alguien quería hablar con ella podía escribirle un privado o llamarla.

      Era hora de dejar de pensar en su ex, tenía que intentarlo al menos.

      Se puso los auriculares y, por curiosidad, por la necesidad de distraerse con cualquier otra cosa, empezó a escuchar las listas de reproducción de los enlaces que Don Kiwi había subido a Carropool.

      Las primeras canciones consiguieron su objetivo, eran de sus favoritas, tanto que podría haber sospechado que él las hubiese copiado de su perfil, pero Alba no había compartido nunca sus playlists. Era pura suerte, una coincidencia real y positiva, de esas que crean lazos y provocan sonrisas.

      Y se sorprendió sonriendo al pensar en Ojos de Kiwi y el viaje que tenían por delante, con ilusión e intriga.

      Canturreó muy bajito mientras limpiaba el polvo de su cuarto y se imaginó que estaba en un concurso de la televisión, adivinando los títulos de los temas solo con los primeros acordes.

      Cuando no hubo polvo que limpiar, pasó al salón, repasó la estantería y sacó a bailar a la escoba y al recogedor. Había conseguido elevar su humor y se sentía muy bien, hasta que una melodía comenzó de improviso y reavivó el dolor y la ira que sentía.

      Era una de las canciones favoritas de su ex, una que habían escuchado juntos muchas veces.

      Paró la música, pero ya era tarde. Terminó de barrer con rabia, no quería hacer ruido y al mismo tiempo sentía que ya estaba bien de pasar desapercibida. Le sobrevino aquel sentimiento contradictorio de que por una parte necesitaba olvidarlo todo y, por otra, quería que todo el mundo supiese su historia.

      Quería quitarle la careta al Joker y que todo el mundo pudiese ver lo que en verdad había debajo: un enfermo manipulador y desalmado, un psicópata de manual.

       Solo le había contado a sus mejores amigas y a su hermana lo que había pasado en realidad entre ellos durante los años que habían estado juntos. Lo contó cuando consiguió dejarle, nunca antes. Nunca mientras pasaba porque ella no era capaz de poner en voz alta las palabras que la psicóloga no había tardado en pronunciar: que era un maltratador psicológico.

      Ver aquella foto de su nueva novia le había afectado, pero no del modo en que él habría esperado. No eran celos lo que Alba sentía, era miedo y culpabilidad. Sabía que no era lógico, pero no podía evitar sentirse responsable de haber consentido que él le hiciese todo lo que le hizo… Y otra mujer iba a sufrir su misma suerte.

      Hubiese querido poder hablar con la prometida de su ex y contárselo, sacarlo todo fuera y avisarle de lo que le podría pasar, para que no aguantase lo que ella había aguantado.

      Sin embargo, sabía que esa mujer no la creería porque él ya se habría encargado de decirle que estaba loca. Acercándose, Alba solo parecería una ex vengativa.

      No le diría nunca nada, ni aunque les sentasen en la misma mesa en la boda, cosa que no iba a suceder porque Alejandro les había situado en lados opuestos del salón y ya se lo había confirmado. Alba nunca le diría nada a esa mujer porque había sido ella y sabía que ya estaba perdida, puede que incluso ya se hubiese dado cuenta y por eso le sonriese a la cámara en la foto y no a él, sonriendo para los que miraban, para que nadie supiese la verdad, para que nadie preguntase.

      Alba sabía que sentirse culpable no era sano y se dijo lo que con seguridad le dirían sus amigas, su hermana y hasta su psicóloga:

      —Si él le hace daño, la culpa es de él. Ni de ella, ni tuya, de él.

      Lo repitió varias veces, susurrando, como un mantra.

      No cambiaría nada que ella intentase avisar a esa mujer, que estaría embelesada y ciega como Alba misma lo había estado. Su ex sabía cómo ser encantador, el mejor, cuando quería. Si no llevaban más de un año, de seguro estarían en la fase de conquista y él sabía cómo hacerlo, era hombre de pocas palabras y grandes gestos, sobre todo al principio.

      Le haría sentir el centro de su universo y en verdad le convertiría en su razón de existir, se presentaría vulnerable y le contaría cómo no tenía suerte en el amor, ni siquiera con sus padres, que lo trataban con desdén y se preocupaban solo de su hermana.

      Alba recordó con dolor aquellos tiempos en los que ella había confiado en su ex ciegamente. Le había querido tanto, le había elegido por encima de todo y de todos hasta convertirse en su defensora acérrima, con sus amigos, con su familia, hasta en su trabajo le escribía algunos correos electrónicos cuando le surgía un conflicto porque él decía que no sabía expresarse ni defenderse.

      Poco a poco, ella se había ido quedando tan sola como él y lo había aceptado, porque él siempre tenía razón, porque la había convencido de que como él no la iba a querer nadie, ¡quién la iba a querer siendo como era, sobre todo con su enfermedad crónica! Menos mal que a él eso no le importaba, aunque se lo recordase constantemente, para que ella no olvidase nunca el gran favor que le hacía.

      La enfermedad de Alba no interfería en su vida desde que era muy pequeña, se había estancado en un estadio que le permitía hacer vida normal y a veces incluso a ella se le olvidaba. Entonces, ahí estaba su ex para recordarle que no era como los demás y convencerla de que si él le decía todo lo que hacía mal y le apuntaba todo lo que había malo en ella, era para que intentase mejorar, era por su bien. Decía que lo hacía todo por amor y ella también se convenció de que lo tenía que aguantar todo… por amor.

      Y como a su alrededor los demás solo veían la piel del kiwi y no sabían que por dentro su vida era de un color muy diferente, cuando le decían la suerte que tenía de tener a su lado a un hombre tan guapo y tan buena persona, ella se lo creía y sonreía.

      Él nunca discutía con nadie y no era capaz de enfrentarse a nadie, le hiciesen lo que le hiciesen, se bloqueaba y no reaccionaba, pero después lo pagaba con ella. Se desahogaba en casa de todo lo que pasaba fuera y salía a la calle, muy tranquilo, a seguir siendo «el Suave», que era como le llamaban los demás en la tropa. Suave porque no levantaba la voz, porque rehuía todos los enfrentamientos, porque bajaba la cabeza cuando le pisaban y ni rechistaba.

      Sin embargo, él solo era suave por fuera, su interior era áspero y lo sacaba a la luz con ella.

      Eso era y había sido siempre lo normal entre ellos hasta que Alba se fue a más de mil kilómetros y poco a poco fue entendiendo que nada de lo que había vivido con él era «lo normal».

      Recordó que la psicóloga le había hecho escribir todo lo que sentía en un cuaderno y que hacerlo le había ayudado bastante a desahogarse y ordenar su vida.

      Se


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