Crónica de (cuando) las aldeas fueron perdiendo la inocencia. Castor Bóveda

Crónica de (cuando) las aldeas fueron perdiendo la inocencia - Castor Bóveda


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los tiempos en que las novedosas señales —aún eran cuatro únicamente: «golpe», «curva», «intersección», y «nivel de grado de cruce de ferrocarril»— que el Ayuntamiento había dispersado por las carreteras que daban en acceso a la incipiente ciudad sucedió, en una de las excursiones del artista, que maniobrando el automóvil derribó un poste de trafico sin saber qué hacer ante tal circunstancia y ante tal semidestrozo de la propiedad municipal.

      Así pues, colocó en la capota del auto el metálico palitroque doblado y su indicativo, y tras aparcar tranquilamente frente al edificio del Cabildo, cargó escaleras arriba como un Jesús camino del calvario, la «cruz» al hombro, y la depositó delante del Alcalde.

      —Mira lo que me ha pasado. Ya me dirás que hago —le dijo al munícipe, lógicamente en gallego.

      —Pero Tomás —respondió sonriente y con algo de asombro el regidor, uno de los compañeros de partidas de cartas en el Casino— ahora voy a tener que meterte al calabozo por destrozar una propiedad pública. Lo que no entiendo es que la hayas traído en vez de dejarla en su sitio y avisarnos.

      —La verdad es que no se me ocurrió —comentó el despistado y algo azorado infractor.

      Pensando en sacar provecho de la situación en beneficio de la alcaldía, el magistrado tuvo una brillante idea que de inmediato propuso.

      —Tomás, podemos olvidar el calabozo y las multas, si nos pintas algo para el Ayuntamiento. ¿Qué te parece?

      —De acuerdo. Pero sin prisas. Ya sabes que yo pinto a mi aire y sin tiempos —aceptó el artista.

      —Pues claro, hombre —concordó el alcalde frotándose virtualmente las manos, ante la perspectiva de colgar en alguna pared del Consistorio una obra del costoso artista local a precio nulo. No se volvió a hablar del tema en tertulias y partidas.

      Pero siendo el pintor hombre de palabra, al cabo del tiempo —ya que era su método iniciar e ir finalizando alternativamente varios lienzos a la vez— se presentó nuevamente en el despacho del regidor con un palitroque metálico y señalización idéntica a la derribada. Había entendido —o tal vez no— que lo pedido que pintase era la señal y no un cuadro. Eso sí, tuvo el detalle de plasmar su valiosa firma en una esquina inferior del rectángulo indicativo.

      También nuestra capital aldeana aportó virtuosos de la música popular a nuestro magín familiar. El tío Camilo, guitarrista de alto nivel, conocido en los ámbitos musicales como «Manitas de plata», destacaba en flamenco, coplas, fandangos, jotas, muñeiras, pasodobles pasando por cuplés y lo que se terciase. A su calidad como concertista se añadía su reconocida afición por las juergas y saraos a que era invitado.

      La ceremonia matrimonial se había desarrollado en la iglesia catedral, con las bancadas de segundo nivel atosigadas por decenas de músicos, ciudadanos ilustres, vecinos de medio pelo y otros poco o nada recomendables, pura chusma fiestera de aldeas y alrededores. Tras los respectivos «si quiero» los contrayentes descendieron la escalinata de piedra del templo en medio de una dividida multitud arrojando pétalos y aplausos a los ya esposos. Destacaba en las fotos del evento el inmaculado vestido de novia, adelantado a la moda, más corto, holgado y sin corsé, copia de un modelo introducido en España por la recién estrenada casa que la couturiere parisina Madame Paquin había abierto en Madrid.

      Al final del descenso, alguien entregó su guitarra al artista aún enfundado en su chaqué negro de solapas de terciopelo quien después de darle un apasionado beso a la ya mujer, asertó con romántica entonación:

      —Cariño —dijo— voy a despedirme de los amigos. Tú espérame en la cama que en un ratillo allí estaré. Añadiendo, tras guiñar un ojo: —¡Preparada!

      Y se perdió por la callejuelas empedradas, seguido de una pequeña turba de juerguistas impenitentes de todas las raleas, comenzando un recorrido festivo por cafetines, antros y lupanares multiétnicos donde el artista acostumbraba aplicar sus virtudes para solaz de los parroquianos presentes. Otras féminas de la familia acompañaron a la inocente consorte hasta su casa, donde comenzó a prepararse para una espera que se alargó horas y horas.

      La «despedida» se prolongó hasta el mediodía del día siguiente en que ya en el hogar, encontró a la esposa sentada en la cama, con lacitos de papel multicolores orlando y modelando los rizos desde la noche anterior, con una mañanita de cachemira sobre los hombros cubriendo la neglillé o picardías de seda negra calada, que había adquirido para la retrasada noche nupcial.

      La esposa inició en ese momento el aprendizaje de la paciencia ya que las escapadas del músico fueron habituales, aunque eso sí, sin infidelidades reales a la promesa nupcial.

      La nota militar la aportó en la ralea el padre de mi padre, llamado —como no— Cástor, que fue capitán republicano, manso y leal a la bandera. Había sido amigo y compañero de academia desde el inicio de la carrera de armas, de otro capitán que a la sazón era más de derechas que el mismo generalísimo.

      Cuando el «caudillo» propagó su insurrección, el amigo y compañero se unió al bando golpista, donde logró un ascenso trepidante, alcanzando al triunfar en la sedición, el grado de coronel nacional. Y a él le tocó encarcelar a su amigo, a mi abuelo tocayo.

      —Bien que lamento tener que fusilarte —le dijo cuando fue a visitarlo en la prisión militar donde habían encerrado a los militares republicanos.

      —¡Joder, pues apunta para otro lado! —le contestó el abuelo. Y fueron las últimas palabras que ambos camaradas de armas se dirigieron mutuamente.

      Y así lo hizo, metafóricamente, logrando el coronel con su influencia que en el juicio sumarísimo, destinado a plasmar la culpabilidad, se conmutase la condena letal por cárcel perenne que unas décadas después fue convertida en libertad vigilada, ya peinando canas el veterano soldado.

      Por otra parte, resultado de la victoria de los golpistas de Franco, acaeció que muchos españoles tuvieran que iniciar la diáspora emigratoria, en el caso de mis progenitores, a Latinoamérica, llegando a tierras extrañas sin oficio ni beneficio.

      Mi padre, como miles de inmigrantes en aquellas décadas, se vio obligado a aceptar toda clase de trabajos, chapucillas, «changas» en la lengua local. Jamás había sido pintor de brocha gorda, ni carpintero, ni barrendero ni albañil, por ejemplo.

      Le ofrecieron la posibilidad de hacer una especie de soporte de un par de metros de altura que sostuviese una imagen de la virgen en la plataforma superior de uno por uno, a ser ubicada en el patio delantero de un colegio de monjas. Oferta que acepto lógicamente.

      Sin otros conocimientos que el entusiasmo y las ideas imaginadas, fue creando unos laterales de ladrillo vista, hasta formar una especie de pirámide hueca truncada cerrada superiormente por la necesaria plataforma de cemento. Plataforma delgada y sin encofrado.

      Sucedió que cuando la virgen de escayola, asentada sobre un globo terráqueo y pisoteando una serpiente asimismo de escayola, aún pesando poco la figura, durante la noche triunfó sobre la plataforma, inconsistente en sí misma, desapareciendo en el interior hueco de la seudopirámide. A la inversa de esas artistas que surgen de las tartas en algunas celebraciones, que en vez de aparecer de improviso, hubiese desaparecido.

      Cuando la troupe de monjas de la congregación de San Vicente con sus enormes tocados triangulares almidonados y de un blanco deslumbrante se arremolinaban cual gaviotas levitando alrededor de la catástrofe, acuciando al «albañil» por el suceso, para paliar el griterío, mi padre exclamó: —Eso es que la virgen no estaba bendecida —posibilidad que por ser real atemperó la batahola.

      Retiraron la imagen de la oquedad, rellenaron la pirámide con escombros requisados de los caminos aledaños, prepararon un encofrado apropiado nacido en una parrilla de barbacoa que fue nocturnamente confiscada, y tras dejar que el cemento fraguase, y que el obispo bendijese la figura para coadyuvar la defensa de la gravedad, la virgen María fue colocada en el alto que le correspondía, donde se mantuvo muchos años para solaz de monjas y escolares del recinto.

      Con el paso de tiempo, los oasis democráticos


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