El conde de montecristo. The griffin classics

El conde de montecristo - The griffin classics


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casa poco menos que desierta, y apodo en fin, que había sustituido tan por completo a su propio nombre, que según todas las probabilidades no habría vuelto ahora la cabeza si le llamaran por aquél.

      Cocles permanecía al servicio del señor Morrel, habiéndose verificado en la situación de aquel hombre un cambio muy singular. Había ascendido a cajero y descendido a criado. No por esto dejaba de ser siempre el mismo Cocles, bueno, leal, sufrido, pero inflexible en cuanto a la aritmética, en lo cual se las tenía tiesas hasta con el mismo señor Morrel, aunque no conociese otra teoría que su tabla de Pitágoras, que se sabía de memoria, ya de corrido, ya salteado, y a pesar de cuantas artimañas se emplearan para hacerle cometer un error.

      Cocles era el único que se mostraba impertérrito en medio de la general desgracia que pesaba sobre la casa de Morrel, pero no se juzgue mal de esta impasibilidad, que no era falta de cariño, sino todo lo contrario, una convicción invencible.

      Así como las ratas, que según dicen, van abandonando poco a poco el buque sentenciado de antemano por las borrascas a irse a pique, así como estos animales egoístas cuando leva el ancla ya lo han abandonado del todo, así la turba de agentes y corredores que vivía de la casa del armador, habían ido poco a poco desertando del despacho y de los almacenes como ya se ha dicho, pero Cocles los vio marcharse sin pensar siquiera en la causa. Todo en él, repetimos, se reducía a cuestión de números, y como en los veinte años que llevaba en el escritorio de Morrel había visto siempre efectuarse los pagos con tanta exactitud, no comprendía que pudiera faltar aquella exactitud, ni suspenderse aquellos pagos, como el molinero que posee un molino en un río muy caudaloso no comprende que pueda secarse el río. Hasta la fecha, en efecto, nada había podido destruir la creencia de Cocles. Los pagos del fin del mes anterior se efectuaron con rigurosa puntualidad. Cocles había rectificado una equivocación de ochenta sueldos cometida por el naviero contra su bolsillo, y el mismo día se los había devuelto. Morrel, con una sonrisa melancólica, los tomó y los echó en un cajón casi vacío, diciéndole:

      -Bien, Cocles: sois el non plus ultra de los cajeros.

      Y Cocles se marchó reventando de orgullo, porque un elogio del señor Morrel, el non plus ultra de los hombres honrados de Marsella, lo apreciaba más que una gratificación de cincuenta escudos.

      Pero desde ese fin de mes tan glorioso, había pasado el señor Morrel horas muy crueles. Para atender a aquellos pagos agotó todos sus recursos, y hasta había hecho personalmente un viaje a la feria de Seaucaire a vender algunas alhajas de su mujer y de su hija y una parte de su plata, temeroso de que el recurrir en Marsella a tales extremos hiciera dar por segura su ruina. Con tal sacrificio pudo salir del apuro la casa de Morrel, pero la caja quedó completamente exhausta.

      Con su habitual egoísmo, el crédito iba alejándose de ella por los rumores que circulaban, y para hacer frente a los cien mil francos del señor de Boville a mediados del mes actual, y a otros cien mil que iban a vencer el 15 del mes siguientes, no contaba en verdad el señor Morrel sino con la vuelta delFaraón, cuya salida había anunciado un buque que acababa de llegar, y que había salido al propio tiempo que él.

      Pero la llegada de este buque, procedente, como El Faraón, de Calcuta, fue quince días atrás, mientras que del Faraón no se tenía noticia alguna.

      Este era el estado de la casa de Morrel a hijos, cuando en la misma mañana en que hemos dicho ajustó con el señor de Boville su importantísimo negocio el agente de Thomson y French, de Roma, se presentó en casa del señor Morrel.

      Manuel salió a recibirle, y como toda cara nueva le asustaba, porque en cada cara nueva veía un nuevo acreedor que inquieto por la fortuna de la casa venía a sondear al comerciante, Manuel, repetimos, quiso evitar esta visita al señor Morrel, e hizo mil preguntas al recién venido, el cual le manifestó que nada podía decir al señor Manuel, pues necesitaba entenderse con el señor Morrel en persona.

      Llamó el joven suspirando a Cocles, que apareció al punto, recibiendo la orden de llevar al extranjero al gabinete del naviero. Cocles salió y el extranjero le siguió.

      En la escalera tropezaron con una joven muy linda, de dieciséis a diecisiete años, que miró al extranjero con visible inquietud. Cocles no reparó en esta mirada, pero sí, al parecer, el extranjero.

      -El señor Morrel está en su despacho, señorita Julia, ¿no es verdad? -le preguntó el cajero.

      -Sí… , creo que sí -respondió la joven vacilando-. Cercioraos antes, Cocles, y si está, anunciad a este caballero.

      -Será inútil anunciarme, señorita; el señor Morrel no conoce mi nombre -respondió el inglés-. Este caballero sólo tiene que decir que soy el comisionista principal de la casa Thomson y French, de Roma, con la cual está en relaciones la de vuestro padre.

      La joven se puso pálida y siguió bajando, mientras Cocles y el extranjero seguían subiendo. Ella entró en el despacho de Manuel, y Cocles, con una llave que poseía para entrar a todas horas en el de su amo, abrió una puerta situada en un rincón del rellano del piso segundo, condujo al extranjero a una antesala, abrió otra puerta, que volvió a cerrar detrás de sí, y dejando un instante a solas al comisionado de la casa de Thomson y French, regresó al punto, haciéndole señas de que podía entrar.

      Halló el inglés al señor Morrel sentado delante de una mesa, palideciendo al contemplar las columnas de números de su pasivo.

      Al ver al extranjero, cerró el señor Morrel el libro de caja y se levantó para acercar una silla; luego que le vio sentado, se volvió él también a sentar.

      Catorce años habían cambiado al digno negociante a quien conocimos de edad de treinta y seis al principio de esta historia. Ahora frisaba en los cincuenta; sus cabellos habían encanecido, su frente, poblada de melancólicas arrugas, y su mirada, en otro tiempo tan firme, era a la sazón irresoluta y vaga, como si temiera a cada momento verse obligado a bajarla ante una idea o ante un hombre.

      El inglés lo contempló con un sentimiento de curiosidad mezclado de interés.

      -Caballero -le dijo Morrel, a quien parecía molestar el examen de que estaba siendo objeto-. Caballero, ¿deseáis hablarme?

      -Sí, señor. Sabéis de parte de quién vengo, ¿no es verdad?

      -De parte de la casa Thomson y French, según me ha dicho mi cajero.

      -Os ha dicho la verdad. En todo este mes y el próximo necesita la casa de Thomson y French pagar en Francia unos cuatrocientos mil francos, y conociendo vuestra probidad, ha reunido todo el papel que corría vuestro, encargándome que lo hiciera efectivo a medida que venciera.

      Morrel exhaló un profundo suspiro y se pasó la mano por la frente, cubierta de sudor.

      -¿Entonces tenéis pagarés míos? -preguntóle al inglés.

      -Sí, caballero, pagarés que importan una suma considerable.

      -¿Cuánto? -preguntó Morrel con acento que en vano quería que pareciese firme.

      -Ahí los tenéis -respondió el inglés sacando un legajo de su bolsillo-. Aquí tenéis un endoso de doscientos mil francos hecho a nuestra casa por el señor de Boville, inspector de cárceles. ¿Reconocéis deber esta cantidad al señor de Boville?

      -Sí, caballero. Son unos fondos que colocó en mi casa al cuatro y medio por ciento hará pronto cinco años.

      -¿Y debéis reembolsársela… ?

      -La mitad el 15 de este mes, y la otra mitad el 15 del próximo.

      -Muy bien. Ved ahora valores importantes: treinta y dos mil quinientos francos, pagaderos a fin de este mes. Son pagarés vuestros que nos han traspasado sus tenedores.

      -Los reconozco -dijo Morrel, poniéndose colorado de vergüenza al pensar que por primera vez en su vida no podría hacer honor a su firma-. ¿Es esto todo?

      -No, caballero, que tengo aún unos cincuenta y cinco mil francos, traspasados a nuestra casa por las de Pascal y Wild y Turner de Marsella. Importan estas sumas doscientos ochenta


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