Merci Maman. Asunción Moreno
que esté mi padre, deseo que esté satisfecho de cómo lo hemos hecho y que perdone nuestra incapacidad de continuar ocupándonos de ella en este hogar donde él pensó que su esposa pasaría el resto de sus días.
Ahora, después de casi 30 años, puedo decir que vivo en paz. Me suenan duras estas palabras escritas a golpe de teclado, pero el sosiego del que ahora disfruto es superior a la pena que en su momento pude sentir por asumir que su enfermedad no tenía cura.
El mercadillo de los miércoles sigue en activo y pocos son los jubilados que se acercan para la compra semanal. Algunos de ellos ya no viven en sus hogares porque, como mi madre, les resulta imposible. Sus rutinas ahora son otras.
Seguro que en el puesto donde mi madre compraba los huevos semanalmente se preguntarán qué ha sido de ella.
3
el testimonio
Se me enfrían los pies. Hacía tiempo que no tenía esta sensación. Últimamente me pasa varios días al mes. La temperatura de mi cuerpo se concentra en otros trabajos extras y que el calor llegue a las extremidades más lejanas resulta complicado.
Vivo mis últimos días fértiles sin bibliografía familiar, sin datos de las reglas de las mujeres de mi familia. A mi alrededor siempre hubo más hembras que varones, pero nunca escuché, en mi contacto con ellas, hablar de sus experiencias previas a la menopausia.
Hago memoria y cuando llegó mi primera regla, no recuerdo que alrededor de aquel hecho me contaran algo.
Aún estaba en el colegio. Aún llevaba uniforme escolar. Apenas una charla muy comedida sobre educación sexual por parte de los profesores, y en mi casa mi habitación de niña sufría una trasformación hacia una estancia más adecuada a las necesidades de una adolescente. Menos espacio para dormir y un diminuto escritorio donde pasaría las horas de estudio que me esperaban. Un nuevo cobijo para una época de la que desconocía todo. Lo poco que me habían hablado sobre ella era en tono de alerta y de prudencia en lo que al sector masculino se refería.
Muchos años han pasado ya. La adolescencia dio paso a la juventud, después a la madurez para llegar al punto actual en el que voy a cumplir 50 años. Entonces todo lo prohibido me llevaba la atención, todo lo prohibido era pecado. Nadie nos había avisado de nada pero nos habían alertado de todo. Siempre miedo,
siempre culpa.
El miedo a veces era precaución.
Otras,
atrevimiento.
Ahora, años más tarde me encuentro en un sendero similar pero a la inversa. Tiempos de desconocimiento hacia la nueva etapa que se avecina. Temerosa ante lo desconocido, prudente ante los desafíos. Estos ya no forman parte de la edad que tengo y curiosamente me apetecen tanto como cuando iba cumplir 15 años.
Siempre oí a mi alrededor que esta edad en la que me encuentro no tiene ningún atractivo y, que por mucho que me empeñe, las experiencias más relevantes en mi vida ya se han dado, ya están vividas.
Serían los próximos años un tiempos de pérdida de colágeno, de estrógenos, de calcio, de memoria. De familia, de amigos. Todo un camino donde el único verbo que se practicaría es llorar, y que reír y disfrutar ya no sería posible. Hoy me niego rotundamente. Cualquier tiempo pasado no fue mejor sino todo lo contrario. Lo mejor está por llegar. Mi actitud en la vida nada tiene que ver con la que había conocido. ¡Es aún mejor!
Yo a mi madre nunca le oí hablar ni de sofocos, ni de trastornos del sueño ni modificaciones en su cuerpo. Desconozco a qué edad tuvo su última regla. Viuda desde los 48 años, intuyo que la mayor retirada de su vida fue en ese momento. O tal vez el día que el médico nos comunicó el diagnóstico: cáncer de boca.
Ese día, un frío por la espalda, lugar donde se le focalizaban todos sus males, le recorrió de abajo arriba y a la inversa, para retirarle toda su madurez de un plumazo, sus mejores proyectos e incluso la regla. Ya nada tenía importancia. Su soledad, su hermetismo, su impotencia, la carencia de lágrimas. Todo empezó aquel día y excepto unos años en que la medicación le hizo un efecto grato, el resto nunca fue feliz. Con aquel diagnóstico, se retiró el lápiz de labios rojo y el colorete del pómulo. Empezó poco a poco a vestir de luto. De dentro hacia fuera. Desde el interior hacia el exterior. Totalmente de negro el día que mi padre, su marido, falleció. Entonces, aquel día, retiró de su vida todo. Se convirtió en una mujer avinagrada, cabreada con el mundo, culposa.
Los estragos que por su edad le iban a llegar le importaban poco o nada. Lo importante era sobrevivir, seguir adelante y gestionar la nueva situación como se pudiera. Ahora me pregunto cómo habría sido la madurez de mi madre de no haber ocurrido tal tragedia. También me pregunto cómo hubiera sido mi juventud.
Hoy, soy yo la que atravieso esta época tan decisiva en la vida de una mujer y retumba en mi cabeza la vida de mi madre con esta edad. Doy las gracias porque me encuentro bien, estable a pesar de todo. Soy consciente de que ha pasado una etapa importante, e intuyo que lo que estoy viviendo y lo que voy a vivir es y será alucinante.
En mi juventud me faltó un padre,
hoy viva
mi madre no está.
Permanece.
Sobrevive.
Ya no hay posible diálogo sobre tiempos pasados mientras paseamos por los senderos cercanos al sanatorio. No conozco las experiencias de las mujeres de mi familia, no sé cómo fueron sus partos, ni cómo nuestra crianza. Ahora, en nuestros paseos, no pregunto sobre nada del pasado, me lo invento. Lo construyo a mi medida para afrontar el futuro lleno de experiencias positivas. Entro en una nueva etapa donde las pérdidas son ya evidentes, pero me niego a no reinventarme y elijo el sendero más cómodo, que más me favorezca para continuar caminando hacia el sosiego, la calma, la felicidad. Un estado en el que crezco, y me ilusiona. Porque tener ilusiones aún me da la vida.
4
la caja de hojalata
Me cuesta mucho trabajo sonreír en las fotos. Me siento incómoda y esa incomodidad se refleja en la cantidad de gestos que soy capaz de realizar en el tiempo que dura un clic. Siempre salgo con los ojos cerrados. Siempre hablando.
El gesto en la boca entreabierta me acompaña siempre. No sé qué hacer. No sé gestionar mis posturas y al final obtengo una foto inapropiada y digna de ser guardada en un cajón de por vida, retirada para siempre.
Me encanta la fotografía. Los contrastes de luces, de sombras. Plasmadas en un papel para siempre. Obtenidas en un instante efímero y veloz.
Si no fuera por esta técnica no sería capaz de recordar ni de conocer a alguna de las personas de mi familia. Con el paso del tiempo la memoria se vuelve frágil, los recuerdos de instantes vividos se adulteran, se vuelven débiles y borrosos. Se mezclan, se enturbian. Los sentimientos cubren el paso del tiempo convirtiendo las experiencias de nuestra vida en nuevos relatos.
Fotos de viajes, de paisajes, instantáneas espontáneas de bodas, bautizos, primera comunión; todo es pasado ya. Para hablar de ellos la foto es necesaria, recurrente. No hay pasado sin testimonio. La foto es mi gran recuerdo envuelto en papel.
Vienen a mi cabeza los retratos de mi primera comunión. Un aspecto angelical y serio quedaba impreso para siempre con la cámara de un profesional. A partir de ese momento, la vergüenza, la incomodidad frente a un objetivo, dificultará la posibilidad de obtener una instantánea bella para el recuerdo. Con la adolescencia aparecieron más vergüenzas, más inseguridades.
La foto es un fiel reflejo de nuestra personalidad. En ella es posible observarlo todo. Es transparente. En ella nada se esconde. Todo se puede intuir. Nada se puede camuflar.
Hace unos días abrí la caja de hojalata donde mi madre guardaba todas las instantáneas.