Merci Maman. Asunción Moreno

Merci Maman - Asunción Moreno


Скачать книгу
existieron o han desaparecido. Algún día llevaré estos recuerdos a nuestro paseo dominical. Quiero ver tu rostro. Quiero ver si hubo felicidad en tu vida. Yo siento que la hubo. Necesito saber que la hubo.

      Cierro de un portazo el pasado.

      El sonido del latón de la caja suena aún en la habitación.

      Es domingo. Una semana más y paseo de nuevo por el camino de piedras y asfalto que rodea el lugar donde mi madre pasa sus años, sus días. No soy capaz de hacer ninguna foto del tiempo que vivimos.

      No quiero.

      No necesito inmortalizar todo lo vivido.

      No quiero ningún testimonio actual ni fotos del momento que estoy viviendo. No quiero recordar el tiempo que estoy transitando junto a ti. Se ha grabado en tu rostro un gesto de pena, de cansancio, reflejándose de una manera muy clara en los retratos que yo no soy capaz de realizarte. Ponerme delante de tu rostro para inmortalizar ese instante no me atrae, no lo veo necesario. No quiero recordar.

      Es curiosa la vida, pero cada vez me encuentro más favorecida cuando veo una fotografía de mí. Parece que la adolescencia por fin se fue.

      5

       la aceptación

      —Mamá: ¿he sido una buena hija? ¿He sido lo que tú esperabas?

      Preguntar para dialogar.

      Dialogar para llegar a lo más profundo de nuestra relación no me resultó nunca fácil. Pocas veces pude. Traté de expresarte todo lo que sentía pero no fue posible el entendimiento. No era capaz de usar las palabras.

      ¡Yo tenía...!

      ¡Sentía tantas cosas!

      ¡Tanto!

      Durante mi niñez, mi adolescencia, mi juventud, y ahora en mi madurez, nunca he dejado de sentir.

      Nunca.

      Junto a aquellas emociones intenté colocar palabras para que conocieras todo lo que desde dentro me brotaba.

      Tal vez no supe utilizar el lenguaje adecuado para establecer un diálogo contigo.

      Tal vez tanta vehemencia.

      Tanta intensidad.

      Tanto de todo.

      No te resultó fácil de abarcar.

      Ahora.

      Lo comprendo.

      Lo entiendo.

      Antes no.

      Necesitaba tu acercamiento.

      Tu comprensión.

      No se daba.

      Mis palabras te resultaban muy vehementes.

      Difíciles de abarcar.

      Tal vez lo eran.

      No lo niego.

      No me excuso.

      Pedía a gritos ser escuchada.

      Gritaba de verdad.

      No comprendías mi necesidad de romper moldes.

      Te ofendían.

      A mí ya no me duelen.

      Me solías decir que las cosas de la vida han sido, son y serán siempre así, y que yo no cambiaría la historia. Esta última frase me desesperaba.

      Normas religiosas heredadas basadas

      en el miedo,

      en la culpa.

      No me servían.

      Necesitaba buscar mis normas.

      Aquellas que me dieran paz.

      Con papá era distinto. Recuerdo que hablar con él me resultaba más sencillo y menos complicado. No necesitaba alzar la voz para que me entendiera. Se sentaba para escucharme y recuerdo algunas de las conversaciones que tuvimos cuando yo era aún una niña.

      Intentaba entenderme.

      Aunque cuando se enfadaba lo hacía de verdad con intensidad.

      Tuvo que ser para él muy difícil criarme como adolescente en plena transición social.

      ¡Si yo hubiera sido capaz de poner palabras a mi corazón, a mis efervescencias!

      ¡Si yo hubiera logrado que mis palabras llegaran!

      He tardado mucho tiempo en darle la vuelta a todo esto que sostenía nuestra relación madre-hija.

      He tardado años en poner letra a todo aquello que mi corazón sentía.

      Poner párrafos a mis sueños.

      A mis deseos.

      Hablar de emociones.

      Reconocerlas no es sencillo.

      Saber si es tristeza.

      Rabia.

      Impotencia.

      Dolor.

      Alegría.

      Desasosiego.

      Inquietud.

      Nunca a ti te permitieron exteriorizar lo que sentías.

      No eran tiempos para debilidades.

      Sobrevivir era el único objetivo.

      Llorar en silencio las penas por las ausencias.

      Tragar y tragar todas tus angustias.

      Nadie en la dictadura hablaba de emociones.

      Tampoco ahora.

      Hoy tus lágrimas son lamentos,

      quejas.

      Yo las escucho.

      Es lo poco que puedo hacer por ti.

      Los últimos años, desde que ya no estás en tu hogar, me han servido para aceptar ciertas cosas.

      Cuando cada domingo paseo contigo, escucho de tu boca todas tus quejas, y de mi boca brotan frases con un tono tajante: ¡Bueno, mamá, no puedo hacer nada por ti! ¡Es así y ya está!

      No se me ocurre nada para acallar tu quejido constante durante nuestros paseos.

      Trato de añadir gestos a las palabras, tocarte la mano, achucharte. Pero todavía no me sale. No me reconozco en ese gesto. Un gesto que nunca practicamos.

      Siempre hubo respeto. Un respeto cariñoso pero frío. No existían expresiones físicas en nuestra relación. Ahora, cuando te veo, el saludo son dos besos. Como siempre.

      Por tus gestos, sé que necesitas más. La enfermedad te ha desinhibido y en ocasiones me acercas la mano para que te dé calor, contacto, pero no te reconozco tal vez porque nunca antes lo vi.

      Ahora me buscas con tu mirada, tratando de sostenerla con la mía, y que mi mano se pose sobre la tuya. En mi cabeza aún están los recuerdos de un tipo de relación que dibujó mi infancia, con la que tal vez quisiste protegerme para que me hiciera fuerte.

      —Mamá: ¿yo he sido una buena hija?

      Soy incapaz de imaginar la respuesta. Tampoco seré capaz de preguntártelo. Me da miedo tu respuesta.

      Recuerdo de nuevo mi adolescencia, cuando intentaba expresarte mis emociones y mis quebraderos de cabeza.

      Me contestabas: «Bueno, bueno. Estudia y calla».

      Aún me cuesta alargarte mi mano. Me resulta complicado expresarme con gestos, por eso recurro a la palabra. Urge mover ficha, mi ficha. Debe ser sencillo, pero qué complicado resulta.

      6

       la distancia

Скачать книгу