Relación médico – paciente. Carlos Acurio Velasco
por las tareas y las obligaciones propias de un estudiante de medicina al borde de incorporarse como médico.
Así es que, envuelto en las alegrías y los sinsabores experimentados por Martín Santomé y Laura Avellaneda, en el nostálgico Montevideo de los años cincuenta, debió vencerme el sueño, y una vez olvidados mis temores y obligaciones, por fin me dormí…
De repente el agudo timbre del teléfono –programado a gran volumen para espantar los sueños más profundos– me hizo pegar un salto y reactivó mis peores temores al escuchar la voz de la enfermera de turno que me decía:
–Señor interno, venga de inmediato al piso. Es urgente. ¡El paciente del 101 está convulsionando! El médico residente no me contesta el teléfono ¡Se trata de una emergencia!
¡Y colgó!
Fue así como, casi sin respirar y temblando más del miedo que del frío, me puse mi mandil y mientras corría por los interminables pasillos del hospital iba pensando, casi aterrorizado:
–¿Y ahora qué hago, Dios mío? ¿Ahora qué hago? ¡Ojalá hayan ubicado al médico residente y ya esté allí cuando yo llegue!
Cuando llegué, lo primero que me extrañó fue el silencio absoluto que reinaba en el pabellón. Con gran alivio pensé que el médico residente había llegado antes que yo y ya había resuelto la emergencia. Entonces pude, por fin, respirar calmadamente, abotonar correctamente mi mandil y, arreglarme el peinado “afro” que yo, muy a la moda, lucía en esos días. Ya bien acicalado, me acerqué parsimoniosamente a la estación de enfermería para demostrar que estaba listo para cumplir con mis obligaciones. Pero mi paz interior y mi parsimonia duraron muy poco pues, apenas me vio, la señora enfermera dijo:
–¡Por fin viene alguien! ¡Venga, vamos a ver al paciente!
A través de la semiabierta puerta de la habitación 101, pudimos percatarnos de la penumbra que reinaba en su interior. Tanto las lámparas cenitales como las correspondientes a cada cama se encontraban apagadas y la escasa luminosidad que llegaba del exterior, a través de las persianas de la gran ventana, volvía más tétrica y preocupante la situación.
Pensando que encender la luz podía ser contraproducente, sobre todo si el paciente se hubiera quedado dormido luego de su crisis convulsiva, ingresamos muy lentamente y en silencio a la habitación, muy lejos de imaginar que él estaba escondido debajo de su cama. En el instante mismo en que nos dimos cuenta de que se encontraba vacía, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo al sentir que alguien se agarraba de mis tobillos y me hacía perder el equilibrio. La enfermera, apresurada y en medio de gritos, había alcanzado a apretar el botón del timbre con el que los pacientes solicitan asistencia. La alarma comenzó a sonar sin control a partir de ese momento, mientras el paciente y yo forcejeábamos y rodábamos por el piso en medio de la oscuridad. La enfermera gritaba pidiendo ayuda. El paciente emitía sonidos guturales inentendibles y yo, que había perdido mis lentes, a duras penas alcanzaba a tomar aire porque sus manos me atenazaban el cuello y casi no podía respirar.
Afortunadamente, cuando parecía que me asfixiaba y empezaba a perder las fuerzas por falta de oxígeno, llegaron el médico residente y una corpulenta auxiliar de enfermería, quienes encendieron las luces y de inmediato se incorporaron a la inesperada batalla. Después de un intenso forcejeo, gritos, pataleos y bramidos, logramos inmovilizar entre los tres al paciente para que la enfermera, que durante la inusual trabazón había permanecido paralizada por el miedo, pudiera inyectarle una buena dosis de diazepam. Gracias a esto pudimos sujetarlo a la cama, utilizando cuatro sábanas debidamente enrolladas (una para cada extremidad) sin causarle ningún daño.
Una vez que regresó la calma y logré encontrar mis lentes, los cuatro nos dirigimos a la estación de enfermería para tranquilizarnos, acomodarnos las estropeadas ropas y comentar, con un poco de buen humor y una que otra sonrisa, el irrepetible momento que habíamos compartido la madrugada de ese inolvidable sábado. Cuando todos se fueron, me tomé un tiempo para registrar en las notas de evolución de la Historia Clínica, un resumen del incidente y la dosis de medicamento administrado.
Reconfortado gracias a la pequeña reunión mantenida, y bastante más tranquilo, seguramente por efectos del agua de toronjil que compartimos mientras conversábamos, recordé que era mi obligación asegurarme de que el paciente se encontrara bien antes de retirarme a descansar. Me acerqué cuidadosamente a la cama, cuya iluminación individual permanecía encendida y, cuando me disponía a tomarle manualmente el pulso en su muñeca izquierda, me miró por un instante con sus enrojecidos y desorbitados ojos, y al tiempo que me estampaba un salivazo en la cara me gritó:
–¡Mañana te cojo, cuatro ojos!
Lleno de pavor, con esa amenaza pendiendo sobre mi cabeza y aterrorizado ante la posibilidad de que en el futuro tuviera que enfrentarme con pacientes parecidos, abandoné la habitación y, muerto de frío, comencé a caminar hacia mi dormitorio mientras la claridad del alba empezaba a insinuarse en el nublado cielo quiteño.
Pese al cansancio debido a la mala noche que habíamos pasado, cerca de las ocho de la mañana, ya estábamos nuevamente en el piso, listos para comenzar la nueva visita a los pacientes hospitalizados. Sin embargo, en el momento de recibir las historias clínicas, la nueva enfermera de turno nos informó que el paciente de la habitación 101 había desaparecido, que muy probablemente se había fugado del hospital durante el cambio de guardia. No obstante, ya se habían dado las alertas para su búsqueda puesto que, según las imágenes y los informes de los exámenes realizados la tarde anterior, el paciente era portador de una grave, potencialmente contagiosa y mortal enfermedad: meningitis tuberculosa.
Desde entonces, en mis esporádicas pesadillas, siempre me veo huyendo de un ejército de millones de bacilos de Koch que ruidosamente intentan introducirse en mi cabeza a través de mis oídos, de mi boca, de mis fosas nasales… y que, en algunas ocasiones, logran hacerlo. Afortunadamente cuando eso sucede, un sudor frío me despierta...
PARTE I LECCIONES DE COMUNICACIÓN
HISTORIA 1 ETIQUETAR A LOS PACIENTES
DRA. BETZABÉ TELLO PONCE,
DOCENTE PUCE
Sara tiene 26 años. Acudió por un dolor en el cuadrante abdominal superior derecho irradiado a la espalda. Su médica de cabecera le solicitó un eco y se reportó un quiste en la cabeza del páncreas. Se solicitaron, por tanto, nuevos estudios. Entre ellos, una tomografía. Sara acudió con su médica de cabecera a la sala de imágenes. Luego del examen, se suscitó el siguiente diálogo para la entrega del resultado:
Médico de imagen: ¿Cuál es su nombre?
Paciente: Sara Elena Martínez Estrada
Médico de imagen: Ahhhh, ¿la del cáncer de páncreas?
Sara: ¿Qué dijo?
Discusión:
En teoría, todos los profesionales de la salud aprenden “cómo dar malas noticias”. Sin embargo, la medicina es una ciencia que requiere una suma de teoría, reflexión y maduración personal.
El equipo médico es responsable de mantener un secreto profesional compartido, en tanto que el médico tratante es el responsable de comunicar una mala noticia, una vez que tenga certeza de la misma.
En esta historia, el proceso de diagnóstico estaba en curso y el médico de imagen no solamente irrespetó el espacio de confidencialidad y privacidad del paciente, sino que además sentenció, con una frase, un diagnóstico de una enfermedad grave aún no confirmada, obviando todos los elementos para comunicar una mala noticia, entre ellos:
1. Prepararse con antelación: es decir, determinar un lugar apropiado y tiempo suficiente para, sin interrupciones, verificar la identidad del paciente y relacionar los datos clínicos con los hallazgos en las imágenes.
2. Preparar al paciente: saber si