Pasajeros. Michael Krüger
físicamente cómo me despreciaba él a mí también. Nos engañábamos mutuamente para no tener que decirnos la verdad, motivo por el cual no le expulsé del piso, como era mi deseo, y razón por la cual él no me arrojó a la cabeza los libros hediondos.
También encontré quien se llevara el resto —muebles, vajilla, trastos—, y la ropa, después de abundantes lavados, acabó en el ropero de los pobres. ¿Quién llevaría ahora los trajes de chaqueta cruzados que colgaban en sus perchas como espectros exhaustos, y el chaqué y el frac? ¿y las corbatas que recordaban murciélagos y las pajaritas de lunares?
No me resultaba fácil hacerme una idea de la vida del doctor Baumann. En su juventud debió de haber sido coleccionista. En una caja de puros escondida detrás de los libros encontré monedas griegas y romanas, viejos relojes de bolsillo, y un montón de gemelos, birimbaos, ocarinas y flautas, diminutas figuras de terracota (¿etruscas?) y algunas insignias y condecoraciones nazis que le habían sido concedidas por sus acciones en Grecia e Italia. No, no estaba espantando por esos hallazgos, pero sí sorprendido, pues por un lado exigimos a un psicólogo que se interese por lo que se sale de lo común, por lo oscuro, por lo malvado, pero por el otro preferimos que todo esto se quede en una simple conjetura, pues tenemos miedo de que pueda saltar al otro lado. En una caja de zapatos de Salamander encontré un ejército de soldados de zinc pintados de la Wehrmacht alemana, en otra las cartas de amor de pacientes femeninas que, extrañamente, no había guardado en los archivadores compilados con tanto esfuerzo. ¡Identificación proyectiva!, había escrito al margen de una carta en la que una tal Irene en ebullición le revelaba sus deseos más íntimos. En el armario ropero encontré un casco de acero bajo una pila de jerséis. Me lo puse y me contemplé en el espejo de la puerta, posando, y me asustó ver lo bien que me quedaba. Me parecía a mi padre. Saludé, como saludaba mi padre en una foto tomada en Polonia, en Varsovia. Su casco de acero reluce como si le hubiera sacado brillo. Me quité apresuradamente el trasto de la cabeza, por miedo a que se sintiera demasiado a gusto allí. Como no sabía en qué contenedor de basura había que depositarlo, dejé el casco a un lado, y al día siguiente lo vi sobre la cabeza de un joven del edificio que según parece era aficionado a ese tipo de protección craneal, gracias a Dios que tenía las ojeras despegadas, porque si no llega a ser así, el casco se le habría deslizado sobre la cara. Le queda bien, dije, cuando me crucé con él delante del portal, pero se giró sin decir media palabra, como si no quisiera relacionarse con civiles.
Sobre el ropero había también varios álbumes de fotos. Un joven delicado en su fiesta de promoción de bachillerato, un hombre joven con una tímida sonrisa forzada en su graduación en Bonn, un soldado flaco de uniforme en Italia y Creta. Ni una sola mujer, ni madre, ni hermana, ni novia, solo la figura reservada, apocada, tímida del futuro psicoanalista, y siempre su mirada atónita, asustadiza, como si estuviera luchando contra la somnolencia que le acechaba. Pero alguien tenía que haberle hecho las fotos. ¿Un camarada, un amigo, una amiga? Una compañera permanente, una sombra que no se despegaba de su cuerpo, mientras hubiera claridad —uno o una que tenía interés en mostrar al doctor Baumann desde todos los ángulos, sin que consiguiera hacer visible más que uno. Pero si él había conservado esas fotos suyas, ¡debían de recordarle, o al menos pretenderlo, situaciones concretas de su vida! ¡y debían dar testimonio por él! Se me ocurrió imaginar con qué espanto habría hojeado aquellos álbumes. Yo había traspasado una línea, había visto al doctor Baumann como él no querría que le hubieran visto. Una persona, eso se veía inmediatamente, que había estado necesitado de un psicoanálisis urgente. Una ruina humana, un ser cohibido y acomplejado ya desde su juventud.
Una foto con bordes dentados llamó mi atención. Lo mostraba rodeado de sus camaradas, en un bar italiano de pueblo. Han apoyado sus fusiles sobre la pared de detrás, sobre la que cuelga un viejo anuncio de Cinzano, y brindan con copas de vino mirando al fotógrafo. Era la única foto en la que se le podía ver algo más relajado. ¿Se habría tomado antes o después de una operación militar?
Puesto que según las disposiciones testamentarias yo era el heredero de la vivienda, y ningún allegado se presentó después de que yo publicara la esquela fúnebre, contraté a un fumigador para que exterminara las colonias de insectos que habitaban en las junturas del parqué, y luego a un pintor para que adecentara las seis habitaciones deshabitadas, y finalmente pude vender ese piso, lo que me proporcionó un patrimonio inesperado. Una única pieza de mobiliario ha sobrevivido a ese absoluto exterminio: no tuve corazón para tirar a la basura el diván sobre el que el doctor Baumann acomodaba a sus clientes. Antes de que se retirara para dedicar el resto de su vida en exclusiva a su obra científica sobre Schreber, los pacientes habían estado contado sus historias tres veces por semana reclinados sobre ese cuero artificial. ¿Cuántas historias habría tenido que aguantar ese diván? ¿Y cómo puede alguien que no ha sido bendecido precisamente con un carácter fuerte, resistir esa acumulación de sufrimiento sin rendirse él mismo? A veces me siento en el sofá, cubierto ahora de cuero gris, y escucho las voces que ascienden desde sus hendiduras, voces fantasmales que suplican ser liberadas de sus pesadillas. Espeluznante artefacto, como solía decirme el doctor Baumann, y muy fácil de descifrar. Una generación maldita, esa era su firme convicción antes de que perdiera definitivamente la cabeza: hacia afuera parece que todo estuviera en orden, pero en el interior reina el puro caos, un vacío inconmensurable, insoportable, repulsivo. ¡Todo es material patológico! Ausencia de coraje para soportar la imperfección del universo. El afán vital de la mayoría consiste simplemente en mantener ese caos encerrado bajo llave. De ahí esa constante sonrisa forzada; y las sesiones de bronceado en los estudios de rayos uva; fitness; yogur desnatado; todo lo que quieran. Y tampoco es que les pueda ayudar ya un tratamiento psicoanalítico —de esta forma resumía su trabajo—, muchos de mis pacientes se han matado después de que yo hubiera conseguido que arrojaran una mirada a su frágil interior. Todo el lodo que se había ido acumulando allí, comprende usted, se había puesto en movimiento, una avalancha psíquica que había terminado por enterrar por completo su debilitada identidad.
En realidad, el verdadero descubridor de los jardines de Scherber no fue ni el redactor de la Gimnasia médica de interior, ni el autor de las Memorias de un enfermo de los nervios, sino un tal Ernst Innocenz Hauschild, que había estado casado con una hija del médico Scherber. Siempre que viajo en tren por Alemania, es decir, al menos dos veces por semana, me veo obligado a pensar en Hauschild y en los Scherber, pues se me ocurre que la mayor parte de la superficie de Alemania está cubierta por jardines de Scherber en los que, junto a todo tipo de flores y hierbas y de arbustos cuidadosamente podados, florece un tipo especial de construcción, conocida como cobertizo. En particular, antes y después de pasar por Gotinga, los cobertizos, que en invierno tienen un aspecto enfermizo y moribundo, muestran su cara más alegre y amable, y cuando el paso del tren se hace más lento, pueden llegar a engañar, ocultando que son solo la fachada respetable tras la que se desarrollan auténticas tragedias. Los cobertizos son los únicos terrenos urbanos en los que no hay que pensar de inmediato en costes y utilidades, son, pese a su exiguo tamaño, de una vertiginosa generosidad. En cincuenta metros cuadrados se habían acomodado los inmensos proyectos vitales de una existencia autárquica.
Puesto que, antes y después de pasar por Gotinga, uno suele toparse con obras de mantenimiento de las vías que obligan al tren a ralentizar su marcha, o incluso a detenerse por completo, ya había tenido en varias ocasiones la oportunidad de observar con mis propios ojos alguna de esas tragedias, y solo el hecho lamentable de que las ventanas de los trenes modernos no puedan ya abrirse me ha impedido intervenir en los hechos. ¡Prohibido asomarse! Precisamente, el doctor Baumann tenía uno de esos letreros en su haber, y puesto que no me lo puedo imaginar desatornillándolo él mismo, es probable que se lo hubiera regalado algún paciente con intención evidente. ¡Prohibido asomarse! Es imposible describir mejor nuestra situación. Hay que quedarse siempre detrás de las ventanas, mirar cómo el mundo se derrumba y de nuevo se levanta, esperar pacientemente y beber té, pero nunca asomarse e intervenir.
Una vez observé cómo un hombre que llevaba unos pantalones a media pierna de color caqui y una camiseta de tirantes, hacía el ademán de querer hacer entrar en razón a su mujer con unas tijeras de podar, mientras esta, o así me lo parecía a mí, ofrecía su boca desencajada, animándole a gritos a que lo hiciera, y en otra ocasión vi cómo una mujer maltrataba con la azada