Pasajeros. Michael Krüger

Pasajeros - Michael Krüger


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sentar a ambos a una mesa. Pero esta piadosa forma de resolución de conflictos ya no era tan apreciada, así que no me sorprendió en demasía ver como el hombre alzaba la caja de cervezas sobre su cabeza con las últimas fuerzas que le quedaban y se la arrojaba a la mujer entre las piernas, lo que provocó inmediatamente que tanto ella como su azada cayeran al suelo. La escena tenía el aspecto de un rito repulsivo, del que hubiera desaparecido todo lo sagrado dejando tan solo el esqueleto brutal, como si ambos actores, la mujer agresiva y el hombre decadente, representaran una obra cuyo guion se hubiera perdido en la historia. Sin embargo, el drama a vida o muerte seguía representándose, y no era solo una comedia que se hubiera transformado en payasada, pues si la caja de cervezas, que seguramente en el guion original habría sido una piedra o un hacha, hubiera golpeado a la mujer en la cabeza —una opción que, evidentemente, el hombre había llegado a contemplar, desquiciado por las eternas recriminaciones de la mujer—, esta habría muerto instantáneamente. Así que tirada en el suelo, con el rostro desencajado, tuvo que aceptar un nuevo compromiso con el destino y seguir soportando a su marido con las piernas rotas y el corazón cargado de rencor, hasta la próxima bronca. Y el hombre, eso se podía leer en el desconcierto de su cara, parecía no estar tan descontento con el estado de las cosas, pues sin la queja constante, la persistente irritación de la mujer, hace tiempo que se hubiera hundido en la embriaguez y la apatía. De esta forma había sido restablecida la simetría, ella podía seguir refunfuñando, él podía seguir bebiendo, hasta la próxima función. Por supuesto, alguna vez sería la última.

      En los jardines de Schreber no solo florecen espuelas de caballero, alhelíes encarnados y oscuros polemonios, sino también graves neurosis, aunque a veces parezcan tan grotescas e indignas, que se diría que esos dramas solo se representan para ofrecer algo de entretenimiento a los pasajeros de los trenes de alta velocidad parados a mitad de trayecto. Sainetes de mala educación en los jardines de Schreber, un servicio de los ferrocarriles alemanes.

      Reflexionaba yo sobre la extraña afirmación de que el mundo desaparece al cerrar los ojos. Supuestamente, se disuelve. Naturalmente, se trata de una ocurrencia filosófica que en ningún caso se aplica a los alrededores de Gotinga, pues en cuanto abría los ojos, aunque solo fuera una fracción de segundo, seguía viendo el mismo paisaje descorazonador pasando por delante de mí, los mismos jardines de pobres que parecen no querer acabarse nunca, aunque no se trata ni mucho menos de algo que solo sea característico de Gotinga y sus alrededores. No se había conseguido reconstruir las antiguas ciudades, y tampoco levantar ciudades nuevas que merecieran ese nombre. Se tiene la sensación de hablar de manera falaz y cursi si se menciona la belleza de las ciudades alemanas, pensando en Hannover, Bielefeld o Berlín. Estaba prohibido mencionar la palabra belleza a propósito de Berlín. La Potsdamer Platz no era más que un monumento conmemorativo a la fealdad exclusiva. Así que se alababan los jardines de Schreber en los márgenes sistemáticamente destruidos y desfigurados de las ciudades desaparecidas, una excrecencia desgastada y enfermiza en torno a una nada patética.

      Por lo que a mí respecta, no tengo ninguna objeción a que el mundo desaparezca, pensaba yo, y si tiene que ser conmigo también, estoy dispuesto a correr ese riesgo con mucho gusto. La carencia de sorpresa que se ofrecía a mi mirada, la falta de una forma, la ausencia de belleza en conjunto me adormilaba. Lo traslúcido y vaporoso, el barro candente y cálido que de vez en cuando distrae al ojo curioso que recorre el sur de Alemania, nada de eso puede percibirse en los viajes por las regiones centrales. Así que cerré los ojos a propósito, y me debí de quedar dormido enseguida.

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