Historia nacional de la infamia. Pablo Piccato

Historia nacional de la infamia - Pablo Piccato


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y de tolerancia al castigo extrajudicial.

      Regresando a la práctica judicial, las posibilidades para la manipulación estaban restringidas por la ley. El jurado sólo entraba en escena como el actor principal de los procesos judiciales después de escuchar estos discursos y las instrucciones del juez. Éste le proporcionaba a los miembros del jurado las preguntas sobre las cuales tenían que votar. El cuestionario seguía un orden lógico en el que una respuesta negativa a una pregunta podía evitar que se discutiera la siguiente. Las circunstancias atenuantes y agravantes, por lo tanto, se consideraban únicamente después de que el jurado había votado acerca de la culpabilidad del sospechoso. El juez tenía que evitar términos técnicos y hacer las preguntas lo más simples posible, pero a menudo las respuestas del jurado eran ilógicas: podían presentar, por ejemplo, circunstancias agravantes después de declarar que no había tenido lugar ningún crimen. Junto con las preguntas, el jurado recibía un manual con artículos relevantes sobre los códigos procesales. El juez también les daba instrucciones con el fin de preservar la integridad del proceso de decisión. Por ejemplo, al jurado se le indicaba que debía ignorar el destino que le esperaría al sospechoso de acuerdo con su veredicto. Nadie tomaba estas órdenes muy en serio y el jurado sí tomaba en consideración el castigo cuando votaba sobre los hechos del caso. Fuera de esto, no había reglas para la deliberación del jurado. El juez sólo podía entrar a su sala de reunión para esclarecer algún punto de la ley, pero sí podía presionar al jurado a llegar a un veredicto rápido, prohibiéndoles abandonar el juzgado antes de haber votado o negándose a traerles comida, a pesar de que las sesiones se programaban por la tarde y la noche. Estas tácticas, argumentaban algunos críticos, conducían a votos evidentemente erróneos como consecuencia del agotamiento.59

      El papel del jurado no se limitaba a su deliberación y su voto después de la audiencia. El jurado ofrecía una perspectiva unificadora a todo lo largo del juicio, comunicándose activamente con los otros participantes y manteniendo, no obstante los argumentos de los críticos del sistema, una competencia pareja entre las partes en la búsqueda de la verdad. La mejor descripción general de la diversidad de voces que se escuchaban en los juicios por jurado durante los años veinte proviene de las memorias de Federico Sodi, El jurado resuelve, publicadas en 1961. A diferencia de su medio hermano Demetrio, quien en 1909 escribió El jurado en México, Federico alababa la institución y su caos polifónico, y no ponía mucha atención en las cuestiones jurídicas. Los grandes discursos a cargo de abogados famosos, según Sodi, “no determinaban nunca la suerte de un procesado. Un caso se ganaba o se perdía gracias a las pruebas que se ponían a la vista de los jueces del pueblo.” Más que ser el objeto de una manipulación emocional, “el instinto del jurado le hacía distinguir la verdad de la mentira con una precisión matemática […] todo por un maravilloso fenómeno intuitivo”, de modo que su opinión ya estaba formada desde antes de las observaciones finales por parte de los abogados. Así, por ejemplo, Sodi logró obtener una absolución para la sospechosa de homicidio Bernice Rush a pesar del prejuicio en contra por su nacionalidad estadounidense y su pasado como prostituta. Al cabo de unos cuantos días, los miembros del jurado comenzaron a comprenderla a pesar de su mal español, gracias a “esos pequeños elementos fugaces, por los imponderables que sólo se captan y se transmiten de espíritu a espíritu humanos”.60

      Las pruebas llegaban al jurado desde distintas perspectivas. Cuatro partes interrogaban a los sospechosos y los testigos en orden: el juez, quien por lo regular trababa de respaldar los resultados de la investigación previa; el fiscal, quien contribuía al caso esperando un veredicto de culpabilidad; los abogados defensores (a menudo un equipo que podía incluir a abogados de oficio), quienes trataban de poner en duda la acusación y, a la vez, crear una historia alternativa y, por último, los abogados que representaban a la parte civil. Estos últimos eran contratados por las víctimas o la familia de una víctima de homicidio para conseguir una compensación monetaria y defender la reputación del fallecido. Se sentaban frente a una mesa sobre una plataforma junto al juez, los fiscales y los abogados defensores; participaban en los interrogatorios y también daban un discurso de cierre. Su papel podía ser importante: en el caso de María del Pilar Moreno, el representante de la familia de la víctima fue más vehemente en la exigencia de castigo que los fiscales.61 Los representantes de la parte civil también podían contribuir al tono emocional del juicio. En un caso en el que un hombre que había matado a su esposa y al hombre con el que lo engañaba conmovió al público con sus lágrimas, los parientes del amante contrarrestaron el efecto con un abogado que había sido, en opinión de Sodi, ridículo pero efectivo: “Se decía de él, probablemente por sus malquerientes, que tenía una tarifa de honorarios de tres categorías y precios diferenciados: defensa con voz lacrimosa, defensa con sollozos y defensa con llanto corrido.”62 Todos los abogados podían trabajar, en diferentes momentos de su carrera, en cualquiera de las cuatro modalidades mencionadas arriba. Así, incluso después de las peores batallas, solían tomarse un trago junto con sus adversarios, a menudo en un bar que quedaba frente al juzgado.63

      Los miembros del jurado también escuchaban otras voces durante la presentación de las pruebas. Los fiscales y los abogados defensores, según Sodi, podían ser dominantes durante los discursos, pero perder el control durante los interrogatorios. Los mejores, como Moheno, reunían información acerca de los testigos antes del juicio y los sorprendían revelando datos acerca de sus vidas y preparando el terreno para las conclusiones, una narración melodramática con personajes rigurosamente delineados. La veracidad de los testimonios también se exponía durante el careo, la confrontación cara a cara entre el sospechoso y los testigos o las víctimas. El juez exigía que ambas partes conciliaran sus testimonios y las dejaba hablar libremente, sin la intervención de los abogados. El resultado no producía muchas pruebas nuevas pero sí diálogos fascinantes aderezados de insultos, acusaciones y chismes, como en un caso que involucraba a dos esposas de una víctima de asesinato, en el que cada una cuestionaba la moralidad de la otra, u otro entre dos hombres implicados en un duelo que se resistían a admitir que la causa de la disputa era la esposa de alguien más. Los sospechosos podían, por lo demás, intervenir en las discusiones e, incluso durante el interrogatorio del fiscal, daban sus propias explicaciones y emitían sus críticas de las pruebas presentadas en su contra. Los miembros del jurado también podían hacer preguntas recurriendo al juez o, como sucedió en el caso contra Rush, hacer comentarios acerca de la precisión de la traducción de su declaración.64 Los testigos también tenían un papel activo en el proceso, más allá de sus declaraciones. Este rubro incluía todo tipo de personas intrigantes, desde un enfermo mental traído del psiquiátrico hasta un famoso detective; podían dormirse mientras esperaban su turno o permanecer involucrados activamente como parte del público.65

      La más disonante de estas voces era, por supuesto, la del sospechoso. Algunos de ellos tenían una presencia tan imponente que se volvieron una suerte de celebridad. Ciertas mujeres que fueron absueltas gracias al trabajo de Federico Sodi terminaron, como él mismo temía, siendo víctimas de su propia fama repentina, pero otras adquirieron reputaciones duraderas.66 El público venía a los juzgados a ver de cerca a estos personajes fascinantes. Un español acusado de asesinato, por ejemplo, atrajo la curiosidad de todo el mundo porque su apariencia no concordaba con ninguno de los estereotipos del criminal que ofrecía la ciencia. En el famoso caso del Desierto de los Leones, la imagen de una mujer de negro, cubierta por un velo, sentada junto al cráneo del hombre al que ayudó a matar y enterrar, superaba cualquier película en términos de la puesta en escena.67 Los sospechosos manipulaban al jurado, según Sodi: “Procuran hacerse simpáticos al tribunal; buscan la manera de hacer reír a sus jueces, o bien, los conmueven con relaciones sentimentales y con infortunios fingidos”; las sospechosas alquilaban niños “para poder conmover, por medio de una maternidad fingida, al sencillo y cándido jurado”. Algunos también escondían la supuesta prueba anatómica de su propensión criminal, como las orejas grandes, los brazos largos, la piel oscura o la barba rala —como buen positivista, Sodi consideraba que estos rasgos eran pruebas objetivas de tendencias criminales.68

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      FIGURA 1. Boletos para el jurado. Excélsior, 29 de abril de 1928, p. 6. “ELLA: Bueno,


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