Historia nacional de la infamia. Pablo Piccato

Historia nacional de la infamia - Pablo Piccato


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todos ponían atención y en el que la retórica adquiría un papel central, porque los abogados defensores hábiles podían voltear a los miembros del jurado y al público en contra del fiscal.41

      Los abogados desplegaban las herramientas de la retórica y la emoción personal, socavando la estructura del proceso establecido por la ley. El código le indicaba a los fiscales que debían limitar sus conclusiones a “una exposición clara y metódica de los hechos imputados al acusado”, sin citar autores ni leyes, y le permitía al abogado defensor hablar “con toda libertad sin más prohibición que la de atacar a la ley, a la moral o a las autoridades, o injuriar a cualquiera persona”.42 En la práctica, sin embargo, había un margen de libertad considerable. Si bien el juez podía detener los discursos si éstos transgredían estos límites, los abogados utilizaban una variedad de recursos para influir en los miembros del jurado. Algunos comenzaban con bromas. Los fiscales citaban a criminólogos para poner énfasis en las características evidentemente criminales del sospechoso. Ambas partes desplegaban “las figuras retóricas de relumbrón y los golpes escénicos” en los que la inspiración literaria cobraba mayor prioridad que los hechos.43 Pero la defensa era la que realmente podía recurrir al arte para suscitar emociones y motivar la empatía de los miembros del jurado hacia los sospechosos. Provocar los mismos sentimientos hacia las víctimas era más difícil, pues resultaba más sencillo imaginar la venganza que el sufrimiento.

      La habilidad para movilizar la sentimentalidad por encima de la ley volvió muy populares a ciertos abogados defensores. Eran oradores talentosos a quienes se veía como artistas cuyo trabajo tenía relevancia política. El más conocido de ellos era Querido Moheno. Abogado y miembro del congreso durante el porfiriato, Moheno abogó por un régimen parlamentario y fuertes restricciones a los derechos al voto con el fin de garantizar una transición pacífica tras el fin de la benévola dictadura del envejecido Díaz. Esto significó, en los escritos de Moheno, un papel dominante para la opinión pública, a la que definió como la voz de los sectores más educados de la sociedad. Durante la guerra civil que comenzó con el golpe en contra del presidente Francisco I. Madero en 1913, Moheno se unió al gabinete del general Victoriano Huerta y tuvo que salir del país con el triunfo de la Revolución. Volvió en 1920, aparentemente renunciando a la política, para trabajar como periodista y abogado defensor en la Ciudad de México. Durante esa década, sus discursos, algunos de los cuales duraban varias horas, se elogiaban como obras de arte, mientras que sus columnas en el periódico arremetían en contra del régimen posrevolucionario. Era tan popular, que el público le aplaudía desde antes de que comenzara a hablar y los oyentes celebraban la conclusión de sus discursos con “Gritos, aplausos, llanto, manos que se extremecían [sic], todo confundido en el homenaje al gran tribuno”; incluso lo llevaban en hombros, a pesar de su peso considerable.44 Sus éxitos en el juzgado a menudo se interpretaban como victorias políticas. Los diputados oficialistas en el congreso se referían a él como “el cínico de Querido Moheno, que no conforme con haberse manchado con el crimen del huertismo, todavía así quiere mancharse con su complicidad en todos los crímenes de las mujeres prostitutas de la Ciudad de México”.45 Moheno utilizaba todos los recursos de la oratoria para persuadir a los miembros del jurado de votar a favor de la exoneración, al combinar los preceptos básicos de la retórica clásica con una astuta manipulación de las emociones del público.

      Moheno compartía las ideas del sociólogo político Gustave Le Bon acerca de las masas. Por ello, hacía del juicio por jurado la pieza angular de una teoría política más amplia acerca del papel de las emociones y la violencia en la vida pública. Le Bon, admirado tanto por los porfirianos como por los revolucionarios, sostenía que las multitudes podían ser estudiadas y manipuladas como organismos vivos. Las describía como impulsivas, simplistas, autoritarias y conservadoras. Los jurados eran sólo una variedad particular de esas masas y, como tales, los influía más la imaginación que el razonamiento o las pruebas. Le Bon ofrecía unas cuantas reglas para influir en los jurados: explotar su tendencia a ser indulgentes con los delitos que por lo regular no los afectan, modificar el discurso según las reacciones del jurado y dirigirse a aquellos que aparenten ser los líderes del grupo.46 El Universal tradujo esto al contexto mexicano: “Un jurado es una colectividad. Y una colectividad no obra por razones, sino por sentimientos. A una colectividad nada ni nadie la convence; pero antójase hasta cierto punto fácil conmoverla. Y conmoverla es vencerla, anonadarla, aun con riesgo de la justicia.”47 Desde esta perspectiva, las emociones podían ser un fundamento legítimo para los veredictos; se asumía que los miembros del jurado simplemente canalizaban el juicio de la opinión pública. Esto obviamente contradecía el modelo de la verdad racional, lógica, que se suponía caracterizaba las investigaciones judiciales. Pero funcionaba como parte de las estrategias retóricas de Moheno. A menudo se rehusaba a fundar su defensa en detalles factuales; argumentaba que el destino de sus clientes “no ha de resolverse por esas minucias sino por los grandes hechos y las grandes generalizaciones”.48

      Para Le Bon, “conocer el arte de impresionar la imaginación de las masas es conocer el arte de gobernarlas”.49 Las implicaciones políticas de estas ideas fueron particularmente relevantes en el México de los años veinte. En manos de Moheno, hicieron de la oratoria un arma en contra del abuso del poder por parte del régimen posrevolucionario. En sus discursos ante jurados y en sus columnas periodísticas, defendía el uso de la violencia como resistencia heroica en contra de la tiranía. Como abogado en esa década, Moheno sostenía que el jurado era la representación más alta de la opinión pública —prácticamente lo mismo que había sostenido acerca del Congreso antes de 1913—. Junto con otros abogados defensores famosos, insistía en que el jurado era la única institución que podía ofrecer algo de justicia en un sistema judicial corrupto —“la única verdadera garantía de que aún disfruta el ciudadano entre nosotros”—. El jurado desbancaba a la ley escrita porque era “el resumen de la conciencia social”.50 La “justicia oficial”, después de todo, no era más que una manera de delegar temporalmente al gobierno el derecho del pueblo a buscar la justicia. La “convicción íntima” de los miembros del jurado traducía al plano de la acción pública un profundo escepticismo respecto del Estado, el cual Moheno cultivaba en discursos que hacían que las acciones de los acusados parecieran una forma de resistencia en contra de la corrupción del régimen. Mientras defendía a Alicia Jurado, que había matado a su marido, sostenía que la Revolución había provocado confusión moral e impunidad y que, como consecuencia, la justicia había perdido su autoridad; si a los asesinos de Madero y Zapata no se les había castigado, y los hombres que se habían robado los muebles del propio Moheno durante la Revolución ahora los usaban sin miedo al castigo, ¿cómo podía el jurado condenar a una mujer indefensa?51 La Revolución había sido “esta espantosa pesadilla […] estos diez años de horrible carnicería entre hermanos, durante la cual ha perecido un millón de mexicanos”.52

      La defensa de la opinión pública por parte de Moheno se basaba en una concepción racista de la sociedad. Sostenía que un jurado auténticamente independiente tenía que extraerse de una lista que representara el “nivel intelectual” de la sociedad mexicana: ni los intelectuales ni los “huarachudos” ignorantes,53 y sostenía que “la única forma posible de la democracia es el gobierno del pueblo por los mejores del pueblo”.54 La decadencia del sistema judicial era resultado del mestizaje que estaba “estrangulando la república”.55 Moheno, que había vivido en Cuba y Estados Unidos durante su exilio, aludía al “salvajismo africano” de los negros en la isla, quienes, aseguraba, mataban a niños blancos y se los comían. En sus textos, elogiaba al sur de Estados Unidos, donde “la ley de Lynch autoriza cierta clase de ejecuciones populares” como protección del honor de las mujeres blancas y como una representación directa de la soberanía popular —el mismo razonamiento que había utilizado el liberal Ignacio Ramírez seis décadas antes, cuando los juicios populares se propusieron por primera vez—.56 Otros autores mexicanos compartían el punto de vista de Moheno acerca de las jerarquías sociales, una visión fuertemente marcada por preconcepciones raciales, así como su rechazo conservador de la Revolución.57 El éxito de los discursos de Moheno probablemente orilló al gobierno a eliminar la institución en 1929.58 Si bien estas ideas no condujeron a


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