Nick Cave: Letras. Nick Cave

Nick Cave: Letras - Nick  Cave


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—y por antonomasia—, la canción de la tristeza, el sonido verdadero de la pena.

      Todos experimentamos en lo más hondo de nuestro ser lo que los portugueses felizmente dieron en denominar saudade, término que se traduce como una suerte de anhelo inexplicable, la innombrable y enigmática ansia que anida en el alma, y es este sentimiento el que vive en los reinos de la imaginación y la inspiración; y es, a su vez, el caldo de cultivo del que emerge la canción de la tristeza, la Canción de Amor. Saudade es el deseo de ser transportado de la oscuridad a la luz, de ser acariciado por lo que no es de este mundo. La Canción de Amor es la luz divina, desde lo más profundo de nuestras entrañas, estallando a través de nuestras heridas.

      En su brillante conferencia titulada Juego y teoría del duende, Federico García Lorca se apresta a esbozar una plausible explicación sobre la extraña e inexplicable tristeza que anida en el corazón de ciertas obras de arte. «Todo lo que tiene sonidos oscuros tiene duende», para, acto seguido, añadir, «ese misterioso poder que todos sienten pero el filósofo no puede explicar». En la música rock contemporánea, inframundo en el que me gano el sustento, la música parece menos inclinada a cobijar en su alma, inquieta y temerosa, la tristeza de la que nos habla Lorca. Emoción, a menudo; ira, no pocas veces, pero la verdadera tristeza escasea. Bob Dylan siempre la padeció. Leonard Cohen se centra, específicamente, en su tratamiento. Persigue a Van Morrison como un perro rabioso y, aunque lo intenta, no puede sustraerse a su sombra. Tom Waits y Neil Young pueden, en ocasiones, invocarla. Mis amigos The Dirty lo cargan a granel pero, a modo de epitafio, podría aventurarse que el duende se antoja demasiado frágil para sobrevivir a la modernidad compulsiva de la industria discográfica. En la tecnocracia histérica de la música moderna, se obliga a la pena a hacinarse en la última fila del aula, donde toma asiento, meándose de terror en sus pantalones. La tristeza o duende necesita espacio para respirar. La melancolía detesta el apremio y flota en silencio. Siento pena por la tristeza, mientras saltamos por todas partes, negándole su voz y tratando de verbalizarla e impulsarla hacia otros confines. No es de extrañar que la tristeza no sonría a menudo. Tampoco es de extrañar que la tristeza siga tan triste.

      Todas las Canciones de Amor tienen que tener duende porque la Canción de Amor nunca es, sencilla y llanamente, felicidad. Primero debe hacer suyo el potencial para expresar el dolor. Esas canciones que hablan de amor, sin tener entre sus versos un lamento o una sola lágrima, no son Canciones de Amor en absoluto, sino más bien Canciones de Odio disfrazadas de Canciones de Amor y no merecen, siquiera, nuestra más mínima atención. Estas canciones nos despojan de nuestra humanidad y de nuestro derecho, por Dios concedido, a estar —y a sentirnos— tristes, y las ondas están infestadas de ellas. La Canción de Amor debe resonar con los susurros de la tristeza y los ecos del dolor. El escritor que se niega a explorar las regiones más oscuras del corazón jamás podrá escribir convincentemente sobre el poder del encantamiento, la magia y la alegría del amor, pues al igual que no puede confiarse en el bien a menos que haya respirado el mismo aire que el mal —la metáfora del Unigénito crucificado entre dos criminales viene aquí a mi mente—, en la estructura de la Canción de Amor, en su melodía, en la letra, debe uno sentir que ha saboreado la capacidad de sufrimiento.

      Sad Waters

      Down the road I look and there runs Mary

      Hair of gold and lips like cherries

      We go down to the river where the willows weep

      Take a naked root for a lovers’ seat

      That rose out of the bitten soil

      But bound to the ground by creeping ivy coils

      O Mary you have seduced my soul

      Forever a hostage of your child’s world

      And then I ran my tin-cup heart along

      The prison of her ribs

      And with a toss of her curls

      That little girl goes wading in

      Rolling her dress up past her knee

      Turning these waters into wine

      Then she plaited all the willow vines

      Mary in the shallows laughing

      Over where the carp dart

      Spooked by the new shadows that she cast

      Across these sad waters and across my heart

       Aguas apenadas

       Miro por el camino y ahí va Mary

       Cabellos de oro y labios de cereza

       Bajamos al río donde los sauces lloran

       Una raíz es nuestro sillón de amor

       Que emergió de la tierra hollada

       Aunque sepulta por yedra enroscada

       Ay, Mary, me cautivaste el alma

       Eterno rehén de tu mundo infantil

       Y luego repaso mi corazón de latón

       Por los barrotes de sus costillas

       Y agitando sus rizos

       La chiquilla vadea el río

       Remangándose sobre la rodilla

       Convirtiendo estas aguas en vino

       Luego trenzando las fibrosas ramas

       Mary en el bajío se ríe

       Allí donde resbalan las carpas

       Asustadas por su mera sombra

       Que oscurece mi corazón y estas aguas

      Cuando rondaba los veinte, empecé a leer la Biblia, y encontré en la brutal prosa del Antiguo Testamento, en la potencia de sus palabras y de sus imágenes, una fuente inagotable de inspiración; especialmente en la notable serie de Canciones de Amor —o poemas— conocidos como salmos. Di con los salmos que versan directamente sobre la relación entre el hombre y Dios, rebosantes todos de la clamorosa desesperación, el anhelo, la exaltación, la violencia erótica y la brutalidad que podía esperar y hacer mías. Los salmos están impregnados de saudade, repletos de duende y ungidos por la más cruenta violencia. En muchos sentidos, estas canciones se convertirían en el modelo de referencia para muchas de mis Canciones de Amor más sádicas. “Salmo 137”, uno de mis favoritos, catapultado a las listas de éxitos por la banda Boney M, tal vez sea el ejemplo más ilustrativo de lo que trataba de explicarles.

      Psalm 137

      By the rivers of Babylon, there we sat down, yea,

      We wept, when we remembered Zion

      We hanged our harps upon the willows in the

      midst thereof

      For there they that carried us away captive

      required

      Of us a song; and they that wasted us required

      of us

      Mirth saying, Sing us one of the songs of Zion.

      How shall we sing the Lord’s song in a strange

      land?

      If I forget thee, O Jerusalem. Let my right hand

      Forget her cunning.

      If I do not remember thee, let my tongue cleave to

      The roof of my mouth: If I prefer not Jerusalem

      above my chief


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