"El amor no procede con bajeza" (1 Co 13, 5). Claudio Rizzo


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Predicación: “La histeria I”

      “No se inquieten por el día de mañana:

      el mañana se inquietará por sí mismo.

       A cada día le basta su aflicción”.

      Mateo 6, 34

      El Dios que anuncia Jesús es el Padre absolutamente confiable, que se adelanta con su cuidado providencial a todas las necesidades de los creyentes.

      Además de esta cita, también lo encontramos en Lc 12, 22-32. Claro está que esto no es un llamado a la irresponsabilidad. Tampoco significa que el hombre está protegido de la desgracia, o de las penurias y preocupaciones de la vida cotidiana. Es justamente la incomprensión del “santo abandono” en la Providencia. Muchas personas asumen que porque le han entregado a Dios sus cosas, sus asuntos, sus límites, la vida les va a sonreír…, algo así como desligarse de todo hasta incluso afirmar cuando las cosas presentan incomprensión o inexplicabilidad, sostienen que Dios así lo dispuso. Esta última frase nos lleva a la reflexión de poder interrogarnos y descubrir en nuestro interior si estamos viviendo de ese modo.

      Es trabajoso interiormente descubrir la disponibilidad de Dios en cuanto a saber su Voluntad. Más aún, sería conveniente que antes de dar el veredicto en los asuntos que nos competen, hagamos oración constante, algún ofrecimiento, pidamos ayuda a los “más íntimos” para no vivir en el “plano del como sí” y creer que esa es la Voluntad de Dios. Toda persona que posee una actitud humilde ha de reconocer que, si hay una objetivación que es aconsejable revisar una y otra vez, es aquella referida al designio de Dios.

      La exhortación a contemplar los lirios del campo y los pájaros del cielo, no es tampoco la expresión ingenua de alguien que vive encerrado en un modo ilusorio, o que se niega a ver la realidad en toda su crudeza. El anuncio de Dios como Padre quiere decir que el hombre, más allá de todas las adversidades y peligros de la vida, puede entregarse confiadamente a él.

      La actitud de confianza que se le exige se apoya en la certeza elemental que escapa a toda demostración racional de que el poder de Dios está orientado totalmente a la salvación del hombre. La afirmación de que esta certeza escapa a toda demostración racional no quiere decir que el creyente se enfrente a una decisión privada de todo carácter “sensato”, como si se exigiera de él una decisión absurda. La certeza nace del carácter anticipatorio del amor libre de Dios, previo a toda consideración de parte de la criatura. ¿Puede demostrarse acaso la certeza del amor más que por su propia realidad? Lo que se experimentará en ese ámbito forma parte ya de esa certeza, como reflejos de diversa intensidad que surgen de la misma luz.

      Nosotros, creyentes, aceptamos ante todo la realidad de la presencia de Dios como Padre, y pedimos que él mismo revele completamente el misterio de su poder en este mundo: “¡Santificado sea tu Nombre! ¡Venga a nosotros tu Reino!”. Al mismo tiempo nos sabemos siempre referidos a ese poder salvador, a quien le podemos pedir el don del pan de cada día y la gracia del perdón. Los creyentes somos los destinatarios privilegiados de la Obra de Dios. Formamos un pequeño rebaño, y justamente como parte de esa realidad somos los receptores del don del Reino según la voluntad del Padre (Mt 12, 32).

      La vida, los hechos, los resultados de las actitudes con características neuróticas-existenciales, dan a luz una balumba de hipótesis, de controversias, de estudios investigativos…

      Para el psicoanálisis, ha sido la histeria la enfermedad nerviosa que más y mejor material le ha proporcionado. Del estudio de una histérica, partieron los primeros atisbos de Freud sobre el inconsciente y, de la observación de histéricos, fueron saliendo las sucesivas “inspiraciones” de su doctrina. El tomo de sus Obras Completas dedicado a la histeria pone bien de manifiesto esta evolución.

      No obstante, la visión psicoanalítica de la histeria es parcial, como vamos a poder apreciar en nuestro desarrollo progresivo. Los cristianos manejamos códigos propios trascendentes tales como la confianza ilimitada en el Poder de Dios que no conoce fracaso, en el Tiempo de espera: Tiempo de Gracia, en la convicción de que nada ha de suceder más allá ni más acá de lo que Dios tiene previsto, y por sobre todo aquello que se sostiene desde la voz profética y ratificada en boca de Jesús: “lo que es imposible para los hombres no lo es para Dios”. Una nueva vez, conviene esclarecer la diferencia entre dos términos que se rozan entre sí, uno gnoseológico: me refiero a la certeza y otro teológico espiritual, la convicción. La certeza es el grado de la inteligencia que puede aseverar algo. Por eso, decimos que tenemos certeza de… cuando contamos con los elementos fehacientes. Y en el orden de la fe, manejamos el término convicción como la experiencia interior con que el Espíritu Santo insufla en nuestra mente un poder irrevocable respecto de nuestra creencia conforme a las circunstancias de la vida.

      Tanto para la certeza como para la convicción, conviene dar pasos ascendentes y prospectivos, es decir, que impliquen “adelanto” en una amistad, en una obra apostólica, en nuestro compromiso con la Iglesia, en nuestra ocupación o profesión… Por eso, la voluntad debe tratar de acceder con fluidez al entendimiento para ejecutar los distintos grados de madurez que éticamente ambas exigen.

      Sin entrar siquiera en los campos de controversia, quiero proponerles dos observaciones de interés para nuestra formación.

      La primera es la reducción progresiva que el diagnóstico de histeria ha ido sufriendo. Dejando los conceptos antiguos y medievales sobre esta enfermedad misteriosa, en la que tantas veces se vio la intervención del mal espíritu. Entonces comienza a ser una especie de “reservorio” para diagnósticos de toda clase de trastornos, en los que se veía algo nervioso. Poco a poco, esta amplitud del concepto de histeria va limitándose, en la medida en que se van precisando sus rasgos típicos. Babinski, Janet, Freud y Kretschmer, fijan con solidez muchas de sus características y precisan el cuadro que actualmente tenemos de la misma.

      La otra observación es que la delimitación de la histeria no se hace tanto, por una selección de síntomas específicos, cuanto por la causa de los mismo. No es histérico el síntoma, sino la personalidad. El poliformismo de la histeria, capaz de presentarse con los síntomas de las enfermedades más variadas, adquiere así unidad. Es cierto que determinados síntomas inducen especialmente el diagnóstico de histeria, pero ni siempre puede esperarse su aparición, ni siempre son necesariamente histéricos. Desde el momento en que veamos la histeria definida como “un modo de reacción” estaremos obligados a buscar sus indicios en la modalidad, no en la cosa misma.

      Desde la espiritualidad que todos intentamos madurar con amor y paz interior, advirtamos y clarifiquemos dos aspectos de la histeria:

      El “tono histérico” y el “carácter histérico”, si es que no está ya incluido en él, lo cual nos permite acceder a las distintas reacciones del alma. Antes cité a Kretschmer. Este hombre hace de pasada una observación y es la siguiente: “Se ha dado al término histérico un acento moral, el sentido de ineducación, femenino, o el de expresión afectiva desagradablemente teatral y exagerada. Por otra parte, la mujer histérica ha ejercido, aún en sus manifestaciones más banales y de mayor pobreza espiritual, una secreta fascinación sobre la fantasía de los estetas e incluso de los poetas más geniales, venero de ensueños maravillosos. La volubilidad extravagante y versátil de un erotismo semiinfantil y las descargas histéricas impulsivas se han transformado fantásticamente en la conocida figura literaria de la “mujer enigmática”, de alma comprensible. De aquí procede la faz externa, extraña, de la histérica. El resto es obra del poeta”.

      Sin lugar a dudas, en el acompañamiento de la vida espiritual he identificado muchos casos en los que las personas aducen quejas constantes y reiteradas, rechazos, invisibilización, desaires…, allí donde van o están, abandono afectivo (se sienten olvidadas), “mártires sin palmas” (ejemplos: “Yo que trabajé tanto…”, “Yo que le di tanto”. “Yo que me esforcé por ella, por él”; en otros portadores perpetuos de “problemas” (sus vidas son conflictos y más conflictos…); portadores de incomprensiones y lamentos reiterados; otros con suma rudencia en su trato, otros con “falsos misticismos”


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