El último tren. Abel Gustavo Maciel
de piel oscura, mirada asesina y rostro mal rasurado. Lo reconocí como uno de los que me habían golpeado la noche anterior. No le demostré mi odio. Simplemente lo miré con curiosidad. Me condujeron hacia la puerta metálica. Uno de ellos tomó mis zapatos espantando a la rata con un ademán ampuloso.
—Póngaselos —ordenó antes de transponer el umbral—. No va a ir descalzo a ver al jefe.
Lo obedecí. Abandonar aquella prisión bajo cualquier circunstancia representaba una idea tentadora. Antes de transponer la puerta acompañado por mis captores observé detrás de mí. El hombre continuaba sentado en el piso en su posición de loto. Sonreía satisfecho. No podía precisar en esos momentos a qué se refería su sentimiento triunfal. El medallón ocupaba el centro de su pecho. Me parecía que brillaba con mayor intensidad, a punto de abrirse y mostrar una verdad irrefutable. No podía esperar que ese evento sucediera. Mis guardianes jalaban con violencia de ambos brazos. Alcancé a decirle por sobre mi hombro:
—Aún no conozco su nombre…
La respuesta fue tan indiferente como su respiración de buitre cansado:
—No se preocupe. Yo tampoco lo sé.
2
La asamblea plenaria desbordaba de asistentes. Los embozados se distribuían homogéneamente en el salón cual si fueran instrumentos de una fuerza superior. El silencio reinaba entre los presentes. La ceremonia del juicio contra el Hermano Mayor congregaba a todos los miembros de la logia. El veredicto estaba por conocerse y su inmediatez cargaba el ambiente con una energía especial. Espesa, plena de partículas oscuras. Don Gumersindo Larreta Bosch, escondiendo el rostro tras la máscara de líder, se mantenía de pie delante del trono. Esperaba impasible el veredicto. El Clarín, voz autorizada para hablar por toda la asamblea, se adelantó unos pasos hasta quedar frente al Hermano Mayor. Desplegó entre sus manos un papiro de grandes dimensiones escrito en una lengua perdida en la historia. Comenzó a leer pausadamente:
—La acusación ha sido estudiada por el Consejo Superior. La sentencia fue promulgada por unanimidad. Encontramos al reo…
El capitán había recibido tiempo atrás una extraña visita. Se trataba de un hombre de alta figura, cabellos claros y distinguido traje color blanco. Resultaba tan impecable como sus facciones, armoniosas y de mirada serena. Portaba un anillo de gran tamaño en su mano izquierda. Su valor debería ser inestimable. Se presentó como miembro activo del club de Leones de la zona norte.
—Soy el secretario general de la institución, estimado capitán. Me encuentro realizando una visita protocolar. Si dispone usted de algunos minutos…
Don Gumersindo no podía dejar de observar ese anillo maravilloso. Brillaba con tonalidades doradas emitiendo pequeños resplandores a intervalos regulares. Acaparaba la atención de cualquier observador desprevenido que tomaba contacto con el objeto.
—Por supuesto, caballero. Pase usted a mi oficina. Le diré a la criada que sirva te de Ceylán, ¿le parece?
—Muy amable de su parte.
El visitante caminó con paso seguro atravesando la sala de recepción de aquellas oficinas usadas por el Hermano Mayor para ultimar los negocios de la logia. El sirviente permanecía de pie a un costado de la puerta esperando instrucciones.
—Está bien. Podés retirarte, José. Comunícale a la doncella el pedido —dijo el militar retirado con tono autoritario.
Ambos avanzaron por la sala dirigiéndose a la oficina privada de don Gumersindo. Era una estancia de amplias dimensiones decorada al estilo francés previo a la Revolución. Predominaba el color bordó tanto en las alfombras como en los gobelinos que revestían las paredes. Un amplio escritorio de caoba dominaba el centro del lugar. Dos sillones estaban emplazados frente a él. Una ventana comunicaba el recinto con la calle, transitada a todo momento del día. Dos cortinas de gruesa tela cubrían las hojas de vidrios repartidos. Unos postigos estilo colonial, abiertos durante el día y pintados de un color verde militar, operaban como umbrales de comunicación con el mundo. El secretario tomó asiento en uno de los sillones. Parecía tener una sonrisa perpetua en el rostro. De vez en cuando el capitán dirigía una mirada esporádica al anillo de su mano izquierda.
Don Gumersindo había tratado algunos asuntos con la agrupación en un par de ocasiones. No le caían muy bien ciertos miembros de aquella institución. Los consideraba petulantes y cultores de un hedonismo que poco tenía que ver con los objetivos de la misma. Por el contrario, debido al nivel de relaciones públicas donde desempeñaban sus eventos, consideraba conveniente mantener buena relación con ellos. Durante unos segundos el militar se dedicó a escudriñar la figura de su visitante. Le costó caer en cuenta lo dificultoso de establecer un rango de edad. Los ojos eran penetrantes y burlones. Parecían conocer en todo momento el acontecer del flujo temporal. Comenzó a percibir lo especial de aquella persona.
—Muy bien, señor…
—Schuster… —dijo el visitante—. Erick Von Schuster, para servirle a usted.
—Ah… Ascendencia alemana, supongo.
—Vienesa, para mayor precisión. Soy austríaco, capitán. He llegado a estas tierras hace unos veinte años con el ánimo de mezclarme con vuestra gente.
—Pues sí que aprendió a la perfección el idioma.
—Legado de mi madre, señor mío. Ella era española. De pequeño me ha inculcado las bondades de vuestra lengua, así como otras alternativas de la cultura latina. Entonces, antes de instalarme en estas tierras he aprendido a amarla.
—Me parece una historia maravillosa.
Don Gumersindo había aprendido relaciones públicas a partir de su incorporación a la logia. Los primeros contactos fueron logrados a partir de cierto vínculo estrecho mantenido con un coronel durante sus épocas activas de militar en el cuerpo de patricios. En esos tiempos se encontraba inmerso en una búsqueda personal sobre su identidad sexual. Las experiencias con mujeres de la vida que el cuerpo militar proporcionaba a sus adeptos no lo conformaban. Era un espíritu insatisfecho con su propia realidad. De pequeño había recibido una educación despótica y nihilista por parte de su padre.
Hijo único de un coronel longevo, héroe de la campaña al desierto, recibió las continuas diatribas paternas en aras de una virilidad bien conceptuada por la sociedad. Sus primeras experiencias sexuales resultaron frustrantes. Las damas suministradas por su propio padre lo trataban como una criatura usurpadora en un ambiente solo permitido para los adultos. Evidentemente, las consecuencias de esta situación eran devastadoras con respecto al objetivo central de don Cipriano. Impedían la inserción social de su hijo y la virilidad demandada por esta circunstancia. El joven Gumersindo aportaba al problema de su definición sexual un carácter inconstante, extremadamente tímido y una aversión sistemática con respecto a las experiencias con el sexo opuesto. De esta manera, el hijo del afamado héroe de los desiertos del Sur ingresó en las filas castrenses con la neutralidad suficiente en las lides sexuales como para experimentar en ambas veredas.
El coronel Segovia era un activo participante de la logia de los Embozados. Su condición de homosexual se había mantenido en secreto durante el desarrollo de una carrera brillante en las filas castrenses. Únicamente la superioridad conocía sus inclinaciones personales, limitándole por supuesto esta circunstancia el acceso al grado máximo ofrecido por la institución. La participación activa de Segovia en la logia despertó la curiosidad de don Gumersindo. Cuando conoció la existencia de la organización, el capitán llevaba unos tres meses de relaciones íntimas con el superior. La vida del militar no era sencilla en esas épocas. La búsqueda de una identidad que la infancia opresiva no le había suministrado complicaba su existencia. El matrimonio con Lucrecia Rodríguez Mendoza le otorgaba una eficiente pantalla social que le permitía poner a resguardo esas inclinaciones personales. Además, la posición social de su esposa le brindaba una seguridad económica que no podía conseguir a partir de sus propias acciones. La indecisión era la principal característica de su carácter. Estas cuestiones condenaron su carrera militar a una performance mediocre.
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