Octubre 2019. Eduardo Cavieres Figueroa
el final de la década el país subterráneo estalló como nadie lo hubiera imaginado1.
Hace mucho tiempo que estábamos a contrapelo entre los discursos oficiales y las realidades. Entre la macro y la microeconomía (sus ajustes ya lo había prometido el ex Presidente Frei Ruiz-Tagle, sin resolverlo, asumirlo y definitivamente sin ningún éxito o consecuencia); entre los sectores sociales y una desigualdad creciente; entre los ingresos existentes y el crédito disponible para participar del consumo; entre la modernidad y la pobreza; entre comunas (Municipalidades) muy ricas y muy pobres; entre políticos asentados en el Parlamento y bases políticas en vías de extinción y con elecciones con baja participación; entre tantas y tantas otras contradicciones y oposiciones. El país caminaba, pero sin entusiasmo y sin adhesión a proyectos nacionales, inexistentes. El liberalismo, en una expresión pobre, manipulada y sin conceptos fundamentales, sí se hizo fuerte en el crecimiento del individualismo y la falta de solidaridades básicas.
Fue imposible tratar de soslayar la situación. En mi caso, mi análisis de la situación chilena en los últimos treinta años ha sido permanente. Tanto en el ámbito universitario (conferencias, conversaciones, coloquios, etc.) como en una línea de análisis y reflexión comenzada antes del año 2000 y más aún como Profesor Invitado en la Universidad de Alcalá en las últimas dos décadas. Junto a mi colega y amigo Pedro Pérez Herrero hemos estado inclinados a estudiar, con bases en la historia, pero con miradas interdisciplinarias, lo que sucede en la actualidad. Por ello, gran parte de las razones que han sido bases del movimiento o estallido social de octubre 2019, veníamos ya describiéndolas desde hace mucho tiempo2.
Por ello mismo es que las causales que se presentaron en el inicio del movimiento de octubre de 2019 no me eran desconocidas y, más aún, parecían evidentemente tener toda lógica, legitimidad y búsqueda de justicia que, en primer lugar, era económica. Nadie puede dudar, sin embargo, que la economía no se desarrolla ni se regula por sí misma, sino que requiere de todo un aparato político institucional que le permita desarrollarse en una forma determinada. El problema, por tanto, no era sólo 2019, ni siquiera sólo el gobierno actual; era mucho más extenso y comprometía prácticamente a toda el liderazgo y a la legislación de los últimos 30 años. Evidentemente, al gobierno que le toca enfrentar una situación como la del presente, le cabe la obligación de asumir o conducir las demandas, sólo que, a falta de inteligencia política y consideración por las realidades sociales inmediatas o anteriores, la intensidad inmediata con que irrumpe el llamado estallido, paraliza al actual y en el tiempo que trascurre al momento de sacar la respiración, el mundo político en el Congreso, especialmente la Oposición, se transforma en la mediatización indirecta o invisible, pero mediatización sin duda, entre los manifestantes y las posibilidades de acción del Ejecutivo y de las fuerzas de orden y más explícitamente de Carabineros. Aquí si se produce una originalidad del fenómeno social que experimentamos. El 15 de noviembre, el gobierno presidencialista pasa a ser más bien un gobierno parlamentario. No en la forma, pero mayoritariamente en los hechos. El llamado del Presidente de la República a la Paz social del país, dio espacio a la Oposición, que poco o nada habló en las primeras semanas del conflicto, a re-posesionarse de sus funciones y más que concurrir a un acuerdo nacional, a fijar sus propias agendas que terminan cambiando las demandas primarias hacia el debate y la necesidad de la convocatoria al plebiscito para aprobar la aceptación de una Asamblea o Convención Constituyente para el estudio de una Nueva Constitución Política del Estado. Entre la discusión por los detalles (muchos importantes, sin duda), acusaciones constitucionales que significan control sobre el Ejecutivo, son pocos los que llaman a estudiar con prontitud la nueva Agenda Social que fue prioritaria en octubre y que avanza con lentitud en medio de otros intereses y acomodos de los políticos. En la otra vereda, los partidos de gobierno igualmente han entrado en la confusión y en el cálculo de la posición de cada uno de ellos y de cada parlamentario en particular.
Me parece, y ésta si es una afirmación, que el poder de las demandas, el enfrentamiento en la calle, las marchas cada vez menos numerosas, la voz y opinión pública (sólo como se dice que existe), han dejado de estar allí y que el poder de decisión ha pasado, nuevamente, a un grupo de partidos políticos. Después del 15 de noviembre, se olvidaron de sus propios miedos, del quiebre de la institucionalidad que no les ofrecía garantía y, lejos de una lección aprendida por necesaria, pero más aún, para aprovechar de impulsar una sociedad más justa, menos desigual, que se necesitaba AHORA, han vuelto a tomar sus tiempos y a pensar que otra vez sus puntos de vista prevalecen sobre las necesidades más urgentes del país. Durante años, todos ellos y también varios dirigentes sindicales, según fuese el gobierno de turno, discutieron y fueron firmes en aprobar reajustes a los salarios mínimos que en realidad eran reajustes mínimos. Ahora, antes de que se vote si se quiere o no una nueva Constitución y si la redacción de la misma será llevada a cabo por el 100% de ciudadanos elegidos o por una combinación de 50% y 50% elegidos externamente y por el propio Congreso, ya discuten y dan sus opiniones de cómo ésta debe ser. Se olvidaron de cómo comenzó todo. A días del estallido social, el propio ex Presidente Ricardo Lagos, señaló que ni el tránsito desde la dictadura hacia la democracia había tenido los niveles de destrucción observados en esos días:
La protesta es normal, por lo que ha ocurrido. Hay razón para salir a las calles. Teníamos un 40% de pobres y ha bajado a un 10% en las últimas tres décadas. Ese 30% tiene nuevas demandas. La primera, no volver a ser pobre, pero la segunda es la necesidad de que el Estado provea más bienes públicos de los que proveía antes. Bienes gratuitos que permitan tener una mejor educación, una mejor salud, una mejor vejez. En otras palabras, que la sociedad empiece a avanzar para que todos seamos iguales en dignidad. Es lo que el filósofo Norberto Bobbio llamaba un mínimo civilizatorio. Toda sociedad, dice él, tiene que tener algo en que todos los ciudadanos seamos iguales3.
Por ello mismo, me parece igualmente que algunos han entendido mal el proceso y han dirigido sus incomprensiones y necesidad de actuar a la acción callejera, con saqueos, incendios y barricadas. Se les defiende, pero son también instrumentalizados. Esto ha permitido escenas de violencia que gran parte de la sociedad chilena no conocía hasta el momento. Reflexionando sobre aquello, es que en noviembre del 2019, publiqué la siguiente columna de opinión4:
Es imposible negar que exista un solo tipo de violencia. Ella existe permanente en sociedades con extremas desigualdades. Hay violencias por género, condición étnica, sexual, física, pensamiento, religión, cultura, etc. Lo observamos cotidianamente y si no físicamente, lo hacemos a través de los discursos, las palabras, las indiferencias, las inequidades y los prejuicios. Somos una sociedad violenta y nos acostumbramos a ello.
Los propios avances de la modernidad se acompañan de nuevas marginalidades con nuevas violencias y nuevas definiciones de la misma. En las últimas décadas, expresiones del cine o de la TV, de mucha violencia, tienen alta aceptación por parte de los jóvenes. Es otra violencia, de imágenes con nuevas expresiones sociales, escenarios, fuerzas, potencialidades. Si agregamos la droga y todo tipo de adicciones o alienaciones, desde pequeños se crece en una sociedad culturalmente violenta.
Un recorrido por la historia, la del Estado, de proyectos políticos o militares, o de ambos, siempre en la búsqueda del poder, muestra una experiencia de pasado y presente que no es historia de humanidad, salvífica o de avances hacia la anhelada sociedad ideal: cooperativa, solidaria, de igualdades. Para muchos, la transformación histórica implica la revolución o la violencia institucionalizada. La gran revolución, la Revolución francesa, no sólo significó la guillotina para ordenar a los individuos en una sola conducta, sino, en muy poco tiempo, la formación de un nuevo Imperio. La calle no gana el poder. Cree hacerlo, pero siempre habrá grupos o individuos que sí saben actuar en momentos propicios para dirigir a quienes han luchado, quitarles su autonomía y volver a imponer nuevas formas de coerción y sojuzgamiento.
No obstante, la Revolución francesa significó una gran promesa: la del Estado liberal. Separación de los poderes de Estado, educación, preocupación por sus ciudadanos y mayor igualdad entre ellos; en suma, protección. Promesas incumplidas. Ese Estado liberal cambió las revueltas internas y de clase, por el conflicto con las otras naciones. Mediatizó la violencia a través de la guerra externa y restringió los hechos violentos de la convivencia interna a través de la solidez de sus instituciones. ¿Hubo igualmente