Los grandes placeres. Giuseppe Scaraffia

Los grandes placeres - Giuseppe Scaraffia


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a lo largo y a lo ancho. «Entre la utopía y el nihilismo hay un territorio de felicidad relativa, de tardes en bicicleta.» Panzini usaba una austera Opel con un único freno. Para Saroyan las dos ruedas eran «el más noble invento del hombre». Henry Miller enseñó a su mujer June a montar en una bicicleta, que era su «mejor amiga».

      Sobre el sillín, el introvertido Beckett se sentía «un moderno centauro». Para Malaparte, que pedaleaba sobre la larga terraza de su casa de Capri, la bicicleta en Italia forma parte del patrimonio artístico nacional, como la Gioconda. Antes de tomar impulso por las carreteras en cuesta del exilio suizo, Morand se había hecho fotografiar en chaqueta de tweed al volante, mejor dicho, al manubrio de un velotaxi, el ciclotaxi lanzado ante la falta de gasolina durante la ocupación alemana. Pero en bicicleta también se podían tener accidentes. Annemarie Schwarzenbach, en Engadina, quiso subirse a una vieja bici para ver si todavía sabía ir sin manos como en otro tiempo, pero se cayó, hiriéndose gravemente.

      Tenía razón Einstein: «La vida es como una bicicleta, hay que avanzar para no perder el equilibrio».

      BOUQUINISTE

      Un marciano que aterrizara al amanecer en París observaría sobre las orillas del Sena una sucesión de extrañas conchas rectangulares. Son las cajas de los bouquinistes, cerradas mientras dormitan, soñando sin interrupción pretéritos sueños de papel.

      Hubo un tiempo en que las cajas, ancladas en los pretiles de piedra mediante tiras de hierro oscurecidas por la lluvia, eran de madera. Ahora casi todas son de pesado metal pintado de tintes oscuros, verde, marrón o negro.

      Cuando sus valvas se abren, dejan ver perlas de diversas especies. En lo alto ondean las estampas. Abajo se acumulan los libros. Un compartimento cerrado protege los más preciosos, mientras que a su lado, posados directamente sobre la piedra, se asientan los volúmenes sueltos o considerados de escaso interés por el librero.

      Los buscadores de estampas coinciden a menudo con los de libros, que asoman la cabeza para avistar los volúmenes menos visibles, dejándose acariciar por las litografías oscilantes al viento. Un papel transparente, brillante como una mirada conmovida, protege y realza las cubiertas. Sobre su lisa superficie está indicado el precio, a menudo asequible, mientras que sobre el lomo superior puede leerse el nombre del autor. Sin embargo, frente a tanta abundancia, se acaba presa de una especie de vértigo que hace olvidar el propósito prefijado, dejando surgir nuevos deseos y extravíos.

      Los libros, que aguardan pacientes a ser reconocidos, tienen una característica particular. Raras veces están en perfecto estado de conservación, como los de las innumerables librerías de viejo de la ciudad. Algún pequeño defecto, un desgarrón, una irredimible rugosidad los ha hecho descender a la categoría de segunda mano. Si el tafilete púrpura de la Revue de Paris de un amigo de Flaubert, Maxime du Camp, está intacto, es sólo porque de sus seis volúmenes han sobrevivido únicamente cinco. No obstante, el cliente los compra a un precio a todas luces conveniente, confiado en tropezarse un día con la oveja perdida. Puede que ya nunca sea aquélla, devorada por ratones decimonónicos o reducida a jirones por un antiguo niño, sino otra, tal vez ni siquiera encuadernada. En cualquier caso la satisfacción será inmensa.

      Anatole France recorría ansiosamente a diario los senderos de los quais, las orillas del Sena. Le parecía que los vendedores, azotados por los elementos, habían acabado pareciéndose a las estatuas corroídas de las catedrales.

      Por la noche no conseguía conciliar el sueño si no había comprado al menos un libro viejo. No le importaba si los siglos habían infringido heridas a sus trouvailles. «No consigo mirar un viejo libro descabalado sin que se me estremezca el corazón.» Los trataba con precaución, acariciándoles ligeramente el brillante lomo, para luego hojearlos con el índice afilado. Y le bastaba con leer unos pasajes para emocionarse y conmoverse. Para él, explicaba, adquirirlos era como para los caballeros de Malta rescatar a un cristiano hecho esclavo por los musulmanes.

      Existen varias especies de bouquinistes, desde los que clavan nostálgicos sus ojos en el agua hasta los Carontes que velan ansiosos por su frágil mercancía. La última categoría, la más rara, es la de aquellos que se niegan tozudos a arrojar sus tesoros a las manos de los compradores. Huraños y amenazantes, protegen el sueño de las princesas de papel en espera del comprador ideal que sepa despertarlas del sueño.

      En el Grand Larousse du XIX siècle al bouquineur se le definía como «un hombre que pasa el tiempo recorriendo a diario París, de arriba abajo, para buscar en las cajas de los bouquinistes algún tesoro perdido por distracción».

      No hay duda de que una sumisa exaltación se apodera paso a paso del buscador de rarezas, cuya mirada febril ya no ve las frondas de los árboles o las lentas barcazas pintorescas, sino sólo los montones de libros.

      En el verano de 1943, Ernst Jünger anotó que, pese a haber empezado a sonar las sirenas de las alarmas aéreas, los bouquineurs que recorrían las orillas del Sena habían seguido como si no pasara nada.

      El paso del bouquineur es irregular. Las largas paradas, de las que arranca con brusquedad para luego detenerse un instante en el mostrador sucesivo y ahondar en el siguiente, evocan el ritmo caprichoso de una abeja errante entre flores de diverso interés. Sólo su polen es visible y se balancea en la vieja bolsa de plástico que cuelga de su muñeca. A veces, sin embargo, los volúmenes más codiciados se quedan, debido a su precio o a un instante de timidez, en su sitio. Antes de despedirse, el cliente mira a su alrededor buscando un punto de referencia en las cajas circundantes. Al día siguiente volverá y encontrará el que pospuso frente al restaurante La Tour d’Argent o un poco después de la Académie française. Sin embargo, por un extraño sortilegio, al día siguiente el vendedor lo tiene herméticamente cerrado, o bien la meta soñada ha desaparecido. Pero lo que sucede con más frecuencia es que por alguna razón desconocida no se consigue encontrar de nuevo el mostrador exacto. Sólo al cabo de muchos años uno se da cuenta de que el deseo cambia el rosario vertical de los bouquinistes en una suerte de laberinto en el que es difícil orientarse.

      No es fácil prever los horarios en que las pequeñas bibliotecas volverán a abrirse en los quais. Los vendedores son capaces tanto de esperar inmóviles bajo la lluvia como de desaparecer en los días de sol. No obstante, por un misterioso vínculo, su floración es casi siempre general, como si se hubiesen puesto de acuerdo con anticipación.

      Los bouquinistes, sostenía Apollinaire, uno de sus más apasionados asiduos, mantienen el Sena. En sus armarios horizontales Schwob encontró La ciudad del sol con el autógrafo de Campanella y los Goncourt pescaron muchas de las estampas de su célebre colección. Durante largo tiempo los pequeños cuadros de Utrillo estuvieron colocados junto a los libros, bajo las miradas indiferentes de los adúlteros decimonónicos que, luego de haberse ausentado con la excusa de explorar aquella hilera de mostradores, se veían obligados a comparecer de nuevo ante la esposa al menos con un volumen, sujeto febrilmente, bajo el brazo.

      Curiosamente uno de los aspectos que hacen de París una ciudad única y susceptible de convertirse en la capital de Europa es justo el hecho de ser la única metrópoli en la que el río corre entre dos pretiles de libros.

      Han desaparecido los pacientes pescadores que Harold Acton recordaba en las Memorias de un esteta, pero al igual que él, todavía se puede dejar París embargados de nostalgia, llevando consigo, a modo de reliquias, las crujientes corbatas de Charvet y los libros pescados en los caparazones de madera de los bouquinistes.

      BOXEO

      Al principio, todo el mundo estaba de excelente humor. Fitzgerald se había comprometido a cronometrar rounds de tres minutos entre dos amigos escritores, Ernest Hemingway y Morley Callaghan, pero la sangre que goteaba de la boca de Hemingway hizo que Fitzgerald olvidara anunciar el final del primer round. Tras haber intentado golpear a Morley, Ernest recibió un puñetazo en la mandíbula que lo dejó K.O.

      «¡Oh, Dios mío! ¡Se me ha olvidado y el round ha durado cuatro minutos!», se excusó Fitzgerald, pero Hemingway, irritado, replicó: «¡Si quieres ver cómo me dan una paliza no tienes más que decirlo. ¡Pero no digas que ha sido una equivocación!». El episodio,


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