Los grandes placeres. Giuseppe Scaraffia

Los grandes placeres - Giuseppe Scaraffia


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trabajo, entretenerla y disipar los pesares». Voltaire consumía cantidades exageradas, imitado por Rousseau, que lo atenuaba con un poco de leche, y por Diderot, que iba cada mañana a tomar una taza al renombrado Café de la Régence. «En el Café Laurent hacen un café tan bueno que vuelve gracioso a quien lo bebe.»

      Durante la Revolución francesa los cafés se convirtieron en una especie de clubes, un estatuto que desde entonces seguirían conservando. Aquel estimulante animaba las discusiones y potenciaba la creatividad. Sólo el café mantuvo despierto a Balzac en su ininterrumpido trabajo. El escritor usaba una mezcla de tres calidades diferentes, compradas en otras tantas tiendas. Tenía siempre lista encima del escritorio la célebre cafetera de porcelana con el abusivo blasón de los Balzac d’Entrangues y el «fatídico lema»: día y noche. Ante quienes le impugnaban aquella noble ascendencia, replicaba sin inmutarse: «¡Pues bien, tanto peor para ellos!».

      Se dice que para escribir La comedia humana se bebió cerca de cincuenta mil tazas. En su Tratado sobre los estimulantes modernos, lo ensalza: «El café pone la sangre en movimiento y activa los espíritus motores, aleja el sueño y mantiene despierto mucho más tiempo el ejercicio de las facultades mentales». Stendhal, acusado por sus enemigos de tomar café para «alcanzar la genialidad», en realidad tenía que beberlo muy de tarde en tarde so pena de dolorosos ataques de neuralgia y ardores varios. Por otra parte, Goethe, que lo apreciaba mucho, se vió obligado a moderarse.

      No se puede decir lo mismo de Proust, que prácticamente vivía de café hirviendo. Tenía que provenir de una cierta tienda, de la que salían también el filtro y la pequeña bandeja. «Era», recuerda su doncella, «un verdadero rito. Llenaba el filtro de café molido muy fino, y para conseguir el extracto que monsieur Proust deseaba era necesario que el agua pasase lentamente, gota a gota, mientras el filtro se mantenía al baño maría. Por último la leche. Se traía cada mañana de una lechería del barrio, y al igual que el café, tenía que ser fresca.» Una noche para combatir el asma Proust se bebió diecisiete tacitas, un número calculado para tener la justa dosis de cafeína.

      En Estambul, Pierre Loti se enamoró de los cafés de Gálata. Enjambres de camareros se aglomeraban entre el humo oloroso de los narguiles, llevando minúsculas tacitas de café a los clientes hundidos en los cómodos divanes de terciopelo rojo. En el Diccionario de los lugares comunes Flaubert escribió en torno al término café: «Aguza el ingenio. Sólo es bueno el que procede de El Havre. En las cenas de gala hay que beberlo de pie. Tomarlo sin azúcar es muy chic, da la impresión de que se ha vivido en Oriente».

      Simenon podía escribir libros enteros en los cafés, pero tampoco en casa podía pasarse sin él. Muchos escritores preferían el carajillo. Cuando Peggy Guggenheim descubrió la traición de Beckett, él se excusó: el sexo sin amor era como el café sin coñac. Por no hablar del «café irlandés» amado por Joyce, excelente, según Gertrude Stein, para conversar después de cenar: verter un decilitro de whisky irlandés en el café negro y añadir cincuenta gramos de nata. La misma que Marinetti mezclaba, en el café, con el chocolate y la guindilla en polvo. Gogol prescribía que los domingos «la nata del café debe ser especialmente densa».

      Apollinaire apenas disponía del par de monedas que costaba un petit noir. Pero Modigliani, más pobre aún, lo combinaba con el hachís para intensificarlo. Más sobrios, Sartre y Simone de Beauvoir escribían durante tardes enteras delante de una tacita de café en los célebres locales de Saint-Germain. Para los Woolf el café era un rito. Leonard lo preparaba en persona todas las mañanas y se lo llevaba a Virginia a las ocho. También la jornada de Nick Hornby se inicia con el rito del café, el cigarrillo e Internet. Para Tarantino el café está estrechamente ligado al trabajo: irse a tomar una taza de café es un modo excelente de hacer una pausa.

      Pero el vicio del café puede también volverse peligroso. En 1951, tras ser advertida de que el apartamento que había bajo el suyo estaba ardiendo, Colette, mientras un pequeño gentío en la acera la animaba a saltar, replicó: «¡No creo que sea un buen motivo para no tomarse un café!».

      CALVICIE

      «¡La belleza futura será calva!», proclamaba D’Annunzio, orgulloso de su «cráneo sobrehumano». Encontraba incomparables «el moldeado y las junturas del bruñidísimo cráneo» sobre el que aún eran visibles las cicatrices fruto de un duelo en 1885. Demasiado percloruro de hierro sobre la herida había eliminado el cabello restante, produciendo aquella cabeza en forma de huevo favorita de los caricaturistas.

      Puede que Mussolini también copiara esto del Vate. Mucho antes que él, Baudelaire gustaba de asombrar a sus contemporáneos alternando cabellos largos con un rapado integral. Alphonse Karr, el inventor de Las avispas, un periódico satírico, contraponía sarcásticamente a la cabeza rapada una imponente barba. Al veinteañero Rimbaud, convencido de que las insoportables migrañas se las producía la melena demasiado abundante, le costó lo suyo persuadir al peluquero para que le rapara la cabeza.

      El cráneo gigantesco de Vladímir Maiakovski era una proclama de modernidad. El de Jean Genet, una sensual renuncia. El rapado de Eric von Stroheim era una elección militarista y ascética propia del Junker prusiano que fingía ser. Por mucho que la cara de Gurdjieff estuviese bronceada, su cráneo era siempre de una blancura cegadora. Además, aparte de la cabeza «a lo mongol» de Yul Brinner, el rapado al cero había estado reservado a los enfermos de tumores, a los detenidos rusos y a los niños invadidos por los piojos. En los años setenta los reclutas se avergonzaban del cráneo al cero. A la izquierda los punks y a la derecha los skinheads, las cabezas han empezado a desguarnecerse hasta poner de moda el cráneo desnudo.

      El fenómeno, aunque con menor frecuencia, aflora también en el campo femenino. Donde el rapado total había sido antes prerrogativa involuntaria de las deportadas o de las colaboracionistas, y sólo Jean Seberg parecía poder permitírselo, ahora algunas bellezas hacen de él un emblema de morboso atractivo.

      Todo el mundo sigue sufriendo del complejo de Sansón, víctima del corte radical que le practicó Dalila. Lo más seguro es que se trate de un eco reprimido de los tiempos en que al enemigo se le aterrorizaba con barbas y cabelleras fluctuantes –por eso la Medusa, imagen de la muerte, viene representada con una amenazante masa de rizos–, pero el macho sentado en la silla giratoria del peluquero siente todavía que está perdiendo algo.

      La moda del pelo cortado al cero es un astuto intento de eludir la castración a la que nos somete el peluquero. El moderno Sansón es hasta tal punto consciente de su fuerza que no tiene necesidad de demostrarlo con la melena, es más, renuncia deliberadamente a esa frágil corona, en nombre de una incontestable potencia. Por eso a los marines la maquinilla les deja una zona más oscura en la parte superior de la cabeza, para evidenciar la salud y la juventud de quien ha entregado sus mechones a la autoridad, obteniendo como contrapartida un casco.

      Además, de esta manera los calvos, como el que esto escribe, pueden enmascarar su desgracia haciéndola pasar por una elección. Perverso o deportivo, viril o gay, moderno o militarista, el rapado al cero tiene un único enemigo verdadero: el propio éxito. Porque su en apariencia imparable difusión, su economía, que ahorra el coste del peluquero, así como su funcionalidad, que elimina el problema del peinado, podrían llegar a banalizarlo, haciéndole perder ese halo sulfúreo que todavía flota alrededor de los cráneos elegantes de sus adeptos.

      Claro que la única alternativa es un regreso a la melena larga o a los mechones agitados por el viento. Pero no, o aún no, por el viento de la historia, que, aparentemente, privilegia esta versión elegantemente robotizada del hombre que parece encontrar su identidad justo en la renuncia al cabello, transformando el cráneo en un huevo magrittiano, un objeto brillante, perfectamente incorporable a las estéticas del consumo. Difícil pensar que se renuncie a una perfección tan al alcance de la mano. Además, hay que hacerlo constar, Dalila ya es la triunfadora. En compensación han hecho su aparición la mosca en el mentón y una barba rala que ninguna maquinilla parece haber conseguido detener, indicadores de una virilidad amenazada pero no rendida.

      PERRO

      «Quien pega al perro golpea al amo», escribió Dumas sobre una puerta, pero tenía que bregar lo suyo para defender


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