Íntimo paraíso. Millie Adams
Dante Fiori.
Robert, Elizabeth y Maximus se giraron hacia él al mismo tiempo, perdiendo todo interés en la televisión.
Y no lo miraron precisamente con afecto.
Lo había hecho. Muerta de miedo, pero lo había hecho. Y Violet había estado encantada de permitírselo, porque a su hermana le gustaba tanto el espectáculo que no hizo ninguna pregunta sobre su sorprendente anuncio hasta que terminó la gala y se subieron a la limusina.
–¿Dante es el padre? –dijo.
–Sí –respondió ella, cada vez más asustada con su mentira.
–¿Dante se acostó contigo?
Min no supo a qué se debía la perplejidad de Violet. Quizá, a que Dante no se acostaba nunca con mujeres como ella; quizá, a que le molestaba que Dante la hubiera tocado o quizá, sencillamente, a que estaba un poco celosa. A fin de cuentas, Violet era la belleza de la familia, y Minerva nunca había llamado la atención; por lo menos, hasta que volvió del extranjero con un bebé, lo cual había desatado todo tipo de rumores.
Min no necesitaba ser muy lista para saber que su vida se podía complicar en cualquier momento. Cualquier idiota podía hacerle una foto con Isabella y vendérsela a la prensa, que la publicaría en todo el mundo. Y, si Carlo la veía, ataría cabos. Pero no tomó ninguna decisión hasta que recibió un SMS donde la amenazaban.
Isabella estaba en peligro. Ella estaba en peligro.
Min estaba convencida de que la sobredosis de Katie no había sido un accidente. Su difunta amiga había pasado sus últimos días entre la angustia y el terror. Sabía que Carlo era un hombre con muchos recursos, y sabía que las había descubierto.
Sin embargo, se habían sentido bastante seguras durante una temporada. Katie no era famosa y, aunque Min fuera una King, nadie la habría reconocido fuera de los Estados Unidos. Pero Carlo había conseguido localizarla y, al localizarla a ella, también localizó a Katie y a la propia Isabella.
Tenía que hacer algo. Katie había muerto y, si no encontraba una solución, Carlo le quitaría a la niña.
Fue entonces cuando se le ocurrió la idea. Solo tenía que decir que la niña era suya y de Dante. La gente se lo creería y, cuando la noticia llegara a la prensa, Carlo no sospecharía nada, porque solo la había visto un par de veces cuando estaban en Roma, y no le había prestado ninguna atención.
Por desgracia, el SMS demostraba que se había equivocado al respecto.
–A papá le va a dar un infarto –afirmó Violet.
–¿Tú crees?
Min no podía creer que su padre se lo tomara a la tremenda. Robert King era el no va más del aplomo, como había demostrado cuando se presentó de repente con un bebé. Naturalmente, ella le preguntó si le molestaba, y él contestó que no tenía ningún motivo para estar enfadado, porque era una mujer adulta con dinero de sobra para cuidar de Isabella y una mansión gigantesca a su disposición.
No, la reacción que le preocupaba a Min no era la de su padre, sino de Dante. Y cruzó los dedos para que el viejo amigo de su familia estuviera en Fráncfort, Milán o su despacho de Nueva York; en cualquier sitio menos en la casa de los King.
Pero no tuvo tanta suerte. Cuando la limusina llegó finalmente a su destino, las esperanzas de Minerva saltaron por los aires.
Dante estaba allí.
Tan alto, imponente y devastadoramente atractivo como de costumbre. Tan fuerte y seguro como la noche en que la sacó a bailar después de que su amigo Bradley le confesara que solo había salido con ella para poder entrar en la mansión de los King y contárselo después a sus amigos del instituto.
Había sido una de las experiencias más humillantes de Min. Y también la mejor de todas, porque la traición de Bradley la puso en brazos de Dante Fiori, un hombre que le habría gustado a cualquier mujer.
Desde entonces, se sentía tan atraída por él como si fuera un imán. Cada vez que lo veía, se estremecía por dentro. Y, por mucho que le disgustara, no lograba resistirse al deseo.
–Parece enfadado –dijo Violet en voz baja.
–Bueno, ya se le pasará.
Minerva alzó la barbilla en gesto orgulloso y miró al supuesto padre de su supuesta hija. Estaba en la entrada de la mansión, en compañía de Robert y Maximus, que parecían tan disgustados como él.
Sin esperar ni un momento, Dante caminó hacia la limusina, abrió la portezuela y clavó en ella sus insondables ojos negros.
Min tuvo la sensación de que podía ver hasta los rincones más oscuros de su alma, y recordó las cosas que le habían contado de él: que Robert King lo había conocido en Roma cuando Dante era un adolescente y que Dante le había intentado atracar; que Robert le había dado su reloj y que, creyendo ver algo en el chico, le dio también su tarjeta y le dijo que, si quería cambiar de vida, lo llamara.
Y sorprendentemente, Dante lo llamó.
Min conocía muchas historias sobre el hombre que la estaba mirando; casi todas, terribles. Pero nunca se las había creído, porque su padre tendía a adornar sus narraciones y porque algunos detalles no encajaban del todo. De hecho, habría apostado cualquier cosa a que la verdad sobre Dante era mucho menos dramática.
–Tenemos que hablar, ¿no crees? –dijo él.
Dante la tomó de la mano y la ayudó a salir del vehículo. Para entonces, Maximus y Robert ya estaban a su lado.
–Y cuando termines de hablar con él, hablarás conmigo –intervino Maximus.
–Acompáñame. Así te librarás del pelotón de fusilamiento –añadió Dante, irónico.
Min miró la mano que aún se cerraba sobre sus dedos y se acordó de un día lejano, cuando tenía doce años de edad. Se acababa de caer de un árbol y, al verla en tales circunstancias, Dante se acercó a ella y la tomó en brazos. Su contacto le gustó tanto que se estremeció; pero le dio miedo, y se apartó al instante.
–Eres un peligro para la humanidad –continuó él.
–Sí, bueno… Tengo que sacar a Isabella del coche.
–Adelante.
Ella se inclinó sobre la limusina, desabrochó el cinturón de seguridad de la sillita del bebé y lo alcanzó. A esas alturas, ya no importaba que Isabella fuera hija de la difunta Katie. Min la quería como si fuera suya, y estaba verdaderamente asustada con la posibilidad de que Carlo la encontrara; pero, aunque nunca se había considerado valiente, haría lo que fuera necesario por salvarla.
Dante la llevó al despacho de Robert y, una vez allí, cerró la puerta y dijo:
–Explícate. Sabes tan bien como yo que esa niña no es mía.
–¿Se lo has dicho a mi familia? –preguntó, acunando al bebé.
–No, no he dicho nada. Tendrás que decírselo tú porque, si se lo digo yo, no me creerán –respondió–. En la hora que has tardado en volver a casa, he tenido que dar cien razones a tu hermano para que no me asesinara. ¿Y sabes cuál era la más importante? Que si soy su padre, me necesitarás.
–Y es verdad. Te necesito.
Dante arqueó una ceja, pero no dijo nada.
–Lo siento. Tuve pánico –añadió ella.
–¿Pánico? ¿De qué? –se interesó–. ¿Qué ocurre?
–Fuiste el único hombre que me vino a la cabeza, el único que tenía el poder suficiente. Y tenía que protegerme, Dante. ¡Tenía que proteger a Isabella! Y, como siempre has sido amigo de la familia, pensé que todos creerían que tú y yo… en fin, que…
–Sí, ya, no hace falta que termines la frase. Pero pensaste mal. La idea de que yo pueda acostarme