Íntimo paraíso. Millie Adams
exquisito patio trasero de la mansión, que daba a una playa privada. El sol se estaba ocultando y, mientras Min miraba a los invitados, se dijo que todo saldría bien. Dante la ayudaría a librarse de Carlo y, cuando ya estuviera a salvo, se divorciaría de él.
Pero, al verse entre un montón de desconocidos, se preguntó si estaba haciendo lo correcto. Allí no había amigos suyos. Los pocos que tenía, vivían lejos y, por supuesto, Katie se había ido para siempre.
Deprimida, tuvo que recordarse que se iba a casar por el bien de Isabella. Y seguramente se habría animado si no hubiera visto entonces al hombre con el que se iba a casar.
Estaba tan impresionante que se estremeció por dentro. Llevaba una camisa blanca y unos pantalones oscuros que, por algún motivo, la hicieron ser muy consciente de la potencia de sus piernas.
–Me alegro de verte, cara mia –dijo él–. Empezaba a pensar que no aparecerías.
–Ya conoces a Violet. No habría permitido que saliera antes, porque cree que hay que llegar tarde a todas las fiestas.
–Sí, es una idea típica de tu hermana.
–En su opinión, hay que hacer una entrada que llame la atención, y no puedes llamar la atención si llegas pronto.
–Vaya, no sabía que he estado llegando mal todos estos años –ironizó él.
Min admiró brevemente sus anchos hombros, su imponente altura y su escultural mandíbula.
–Oh, vamos, tú creas espectáculo tanto si llegas pronto como si llegas tarde.
–Gracias –replicó Dante, inclinando la cabeza.
–No lo he dicho como cumplido.
–Pero me lo tomo como si lo fuera. Al fin y al cabo, debes de estar encantada de verme, ¿no? Te gustaba tanto que decidiste seducirme estando borracho y te aprovechaste de mí –volvió a ironizar.
–¿Qué querías que hiciera? Tenía que inventarme alguna historia –se defendió–. De lo contrario, mi padre te habría arrancado la piel.
–La oferta de matrimonio era suficiente, aunque agradezco que te tomaras tantas molestias para protegerme.
–Te necesitaba vivo, Dante.
–Eso no es del todo cierto. Si Carlo hubiera pensado que tu padre me mató por haberte dejado embarazada…
–Bueno, no te quiero muerto. Por lo menos, de momento –dijo ella–. Aunque he encontrado una solución para el problema del divorcio.
Él entrecerró los ojos.
–¿Ah, sí?
–Sí. Solo tendremos que conseguir una anulación.
–¿Una anulación?
–Sí, porque no habremos consumado el matrimonio.
Dante la miró de arriba abajo y dijo:
–¿En qué planeta vives? Nadie creería semejante historia.
–¿Cómo que no? Tú mismo dices que no te gustan las mujeres como yo. Y no me ofende que lo digas, porque a mí tampoco me gustan los hombres como tú –mintió ella, dándole una palmadita en el brazo–. Tus gustos en materia de mujeres son de conocimiento público. Nadie se llevaría una sorpresa.
–No, nadie salvo tu familia y toda la población del país, a los que has convencido de que Isabella es mía.
–Bueno, diremos que fue un desliz y que la pasión se apagó cuando nos casamos. Para entonces, Carlo ya no será un problema, y la prensa se olvidará de nosotros.
–Minerva, la prensa se olvidaría de nosotros si solo se tratara de ti. Pero, desgraciadamente, me metiste en este lío, y nunca se olvidarían de mí.
Minerva suspiró, preguntándose cómo era posible que un ego tan grande y pesado como el suyo no lo aplastara por completo.
–Funcionará –insistió.
–¿Crees que tu padre permitiría que nos divorciáramos?
–Si se lo explicamos bien…
–¿Explicárselo?
–Mi familia debería conocer la verdad cuando el peligro de Carlo haya desaparecido. Y, cuando lo sepan, mi padre te estará tan agradecido que hasta permitirá la fusión de las dos empresas –alegó.
–Bueno, eso no es algo de lo que debamos preocuparnos.
–No, solo debemos preocuparnos de no consumar el matrimonio.
Él la miró con pena.
–Intentaré refrenarme –se burló.
El comentario de Dante fue tan ofensivo que Min se enfadó, y siguió enfadada mientras lo seguía por todo el lugar. Pero, naturalmente, no podía parecer enfadada. Tenía que aparentar alegría, y eso hizo.
Fue una de las experiencias más extrañas de toda su vida. Se comportó como si estuviera en comunión con él, imitando su lenguaje físico y sus expresiones, para que diera la impresión de que estaban verdaderamente enamorados. Y salió bien. Pero, después de hablar con docenas de invitados, Minerva tenía tanta hambre que su humor era peor que al principio.
–Bueno, ha llegado la hora del espectáculo –dijo él, súbitamente.
–¿El espectáculo?
–Sí. Te he comprado un anillo.
–Oh.
–Pareces sorprendida.
–Claro que lo parezco. Es que lo estoy.
–Pues intenta parecer feliz.
Dante sacó el anillo y se giró hacia los invitados, que los miraron expectantes. Y Minerva no tuvo más remedio que poner la mejor de sus sonrisas.
–Todo ha pasado tan deprisa que había olvidado esta tradición –anunció él–. Minerva y yo hemos hecho muchas cosas poco tradicionales.
La gente rompió a reír, aunque tener hijos sin estar casados era completamente normal en el sur de California.
–Sin embargo, esto tiene fácil arreglo… –continuó.
Dante le puso el anillo sin ponerse de rodillas, pero ella ni siquiera lo notó, porque se había quedado perpleja ante la belleza y el tamaño de la joya, que le hizo sentirse vulgar en comparación.
Al verla, se acordó de algunas de sus amigas del instituto, quienes se reían de ella diciendo que no tenía manos, sino zarpas. Y ahora, en una de esas zarpas, estaba el anillo del gran Dante Fiori.
Min tragó saliva, alzó la cabeza y se encontró ante una mirada tan intensa que casi se quedó sin respiración. Sabía lo que iba a pasar. Estaba a punto de besarla. Y, en lugar de resistirse, le dejó hacer.
No era la primera vez que la besaban. Ya la había besado aquel desconocido de Roma. Pero aquello no tenía nada que ver. No era algo frío y desagradable, sino algo cálido, dulce y profundamente físico que la estremeció por dentro y la empujó a apretarse contra él, pidiendo más.
Cuando Dante rompió el contacto, Min se dio cuenta de que no había sido un beso tan largo como le había parecido, pero eso no impidió que su cuerpo temblara como una hoja. En cambio, él estaba tan impasible como de costumbre. Cualquiera habría dicho que no era un ser humano, sino una roca.
–¿Nos reunimos con los demás, cara mia? –le susurró Dante al oído.
Minerva tuvo que recordarse que su relación era una farsa, que solo estaban allí para que los demás los creyeran enamorados. Pero era tan alto y fuerte que le costó; sobre todo, porque siempre había fantaseado con la idea de despertar su interés.
Cuando era niña, lo seguía a todas partes y lo incordiaba a propósito con la esperanza de arrancarle algún tipo de reacción.