Derecho a decidir. Carmen Domingo
En los últimos tiempos ha aumentado de forma significativa la reflexión sobre los problemas que nos atañen a las mujeres, los dilemas que asedian nuestros cuerpos y, como consecuencia, las demandas feministas para tratar de solucionarlos. Debido a ello, en la actualidad, vivimos un nuevo ciclo de movilizaciones y una diversificación de los discursos feministas, en especial de aquellos relacionados con un tema que parecía superado ya en el siglo xxi: «El derecho de las mujeres a decidir sobre nuestro cuerpo».
Un derecho a decidir –asumida ya la legitimidad del aborto[1]– que atañe a muchos dilemas: la abolición o regularización de la prostitución; la imposición del hiyab en el mundo islámico; las tiranías estéticas o la lucha contra las imposiciones que viven muchas mujeres en Occidente para acceder a realizar trabajos de distinta índole; la ilegalidad, que quieren convertir en legalidad, de alquilar a una mujer con el propósito de dejarla embarazada y acabar comprándole el hijo tras dar a luz… Y todo ello a pesar de, o, para ser más precisa, sin tener en cuenta a las mujeres, su voluntad, olvidando que deberíamos ser las únicas en decidir qué hacemos con nuestro cuerpo.
Temas que ponen el foco en la condición, todavía dependiente y vulnerable, que vivimos las mujeres y señalan nuestros cuerpos como objetos, depósitos del placer y sujetos a la decisión masculina, susceptibles, por lo tanto, de ser comprados, alquilados y vendidos por los hombres. Asuntos acerca de la dignidad y hasta el orgullo de «otros», que, por extraño que parezca, nos dejan a las mujeres, en no pocas ocasiones, escaso margen de maniobra para acordar y decidir qué hacer al respecto, porque siguen siendo los hombres y el mercado los que disponen por nosotras.
Sí, en pleno siglo xxi, a las mujeres todavía están cuestionándonos el derecho a decidir sobre nuestro cuerpo. Luchas que equivocadamente creíamos ganadas en Occidente después de los ruidosos y reivindicativos años sesenta y setenta del pasado siglo.
No hay duda, hay cosas que cambian y otras que no y, por desgracia, el uso del cuerpo de la mujer en beneficio de otros, que no somos nosotras, sigue siendo una constante que poco ha variado a lo largo del tiempo. Sin embargo, sí que ha habido un cambio, eso es lo sorprendente, y es la forma en que se legitima ese uso: las mismas prácticas que antes se defendían en muchos casos acogiéndose al orden divino, a la biología o a la tradición, hoy se argumentan y defienden apoyándose en la libre elección, el empoderamiento y la diversidad cultural.
El argumento de la libertad retoma el discurso de las feministas de los pasados años sesenta, en los que se enarboló el derecho a decidir como bandera bajo la que luchaban las mujeres. Y no se dan cuenta de que ese mismo discurso, en la actualidad, no sólo no funciona, sino que oculta justo lo contrario, que hemos caído en la trampa del capitalismo, en la cual, por más que insistan en que una puede hacer de todo, es justo donde no podemos hacerlo. Tal vez habría que detenerse a pensar que, precisamente, el capitalismo es el sistema en el que no se tiene posibilidad alguna de elegir en libertad, salvo, claro está, si para llevar a cabo aquello que quieres tienes dinero.
La trampa de apelar a la libertad individual de cada una de nosotras para justificar y permitir que se abuse de las mujeres no es reciente, pero ahora se ha ampliado, como veremos a lo largo del libro, y se «ha cargado de legitimidad». Si pensamos en el terreno de lo laboral, en no pocos trabajos se exige a las mujeres tener determinadas características físicas para el simple deleite sexual del hombre. ¿Necesitamos que las azafatas que entregan los trofeos al final de un certamen tengan unas medidas determinadas? ¿Es preciso que en las ceremonias de entrega de premios las azafatas vayan con poca ropa, maquilladas y estén siempre sonrientes? ¿Tienen que ser guapas y jóvenes siempre las presentadoras de las televisiones privadas? ¿Deben las dependientas de las tiendas de ropa tener unos cánones estéticos concretos? ¿Qué hacer con aquellas mujeres que no cumplen los cánones? ¿Qué pasa cuando las jóvenes dejan de serlo? ¿Encerramos a aquellas mujeres que no tengan las medidas adecuadas en un despacho? ¿Las mandamos a casa? ¿Las apartamos de la vida pública? No faltará quien justifique la voluntad de cada una de las chicas para adecuar su cuerpo de forma voluntaria con objeto de conseguir ese trabajo. Una justificación sustentada en aras de las libertades que, se supone, tenemos todos aquellos que vivimos en Occidente. Argumentos similares escuchamos en defensa de la libertad individual cuando hablan de la prostitución o de los vientres de alquiler. Razonamientos tras los que se asegura que una mujer mayor de edad tiene la libertad de decidir de lo que quiere trabajar, obviando siempre en esa defensa a los millones de mujeres víctimas de trata. También los defensores de la libertad enarbolan esa bandera cuando se habla del uso del hiyab o cualquiera de las prendas utilizadas para cubrir a la mujer en el mundo islámico amparándose en una libertad que –a priori– existe en Europa para ir o no cubierta. En ese caso también se olvidan de aquellas mujeres y niñas obligadas a hacerlo, a cubrirse, tanto en nuestro país como en otros, para no sufrir represión, y en algunos países prisión o muerte, si no obedecen los mandatos dados por unos hombres que se escudan en mandatos divinos[2]. El último de los temas que ha venido a sumarse al falso debate del derecho a decidir en libertad que tenemos las mujeres es, quizá, por ilegal en nuestro país, el menos conocido: ¿Es legítimo que una mujer trabaje como madre de alquiler y venda a su hijo? ¿Podemos comprar cualquier niño? ¿O sólo están en venta los de las mujeres pobres? Si los que las contratan son españoles, ¿debemos darle a ese niño sólo el pasaporte español, negando el derecho del pasaporte que le corresponde por su madre biológica? ¿Debemos ocultarle al recién nacido su legítimo derecho de filiación materna? Controvertido asunto sobre el que no todo el mundo quiere posicionarse de forma pública al respecto. De hecho, legislar acerca de la situación de las madres o vientres de alquiler, o cualquiera de los eufemismos empleados por los defensores de esta práctica –maternidad o gestación subrogada o de sustitución–, a día de hoy suscita más dudas que acuerdos. Sea cual sea la denominación por la que optemos, nos referimos a un acuerdo privado, suscrito entre dos partes, en el que una mujer se compromete a gestar a un bebé con el fin de entregarlo, tras dar a luz, a las personas con las que ha firmado un contrato de compraventa, renunciando así a su filiación a cambio de dinero. Por sorprendente que parezca, los defensores de esta práctica también se escudan en la libertad de decisión de la mujer a… ¿vender a su hijo? Un asunto que, en cuanto se trata, evidencia como pocos por qué muchos políticos huyen del debate. A muchos, sin importarles demasiado la situación en la que se debe encontrar una mujer que llega a ese escenario, el cambio de legislación les seduce, por lo que de beneficio económico puede suponer. Va de la mano de grupos de presión y lobbies que se desenvuelven con soltura y sin complejos en el marco de democracias despolitizadas y preocupadas sólo por los beneficios económicos, y no por las personas, y para quienes las madres se convierten, sin más, en «hornos» en los que cocer un producto por el que han pagado.
Como vemos, temas, todos los anteriores, unidos por una constante: la libertad de la mujer para decidir. Para trabajar como azafata como si fuéramos floreros; para trabajar de prostituta porque las mujeres tenemos derecho a ganarnos la vida utilizando nuestro cuerpo como queramos; para velarnos bajo un hiyab, o cualquier otra vestimenta, porque voluntariamente optamos por ocultarnos a la vista de los demás para no provocar; para lucir nuestro cuerpo, o para trabajar como madres de alquiler, porque, al fin y al cabo, podemos comerciar como nos plazca con el fruto de nuestro vientre. En los temas anteriores, los defensores de todos ellos se acogen siempre a un discurso que se sustenta en la libertad de decisión que, aparentemente, disfrutamos las mujeres. Argumentos, entonces, que deben hacernos reflexionar y replantearnos el concepto de libertad que manejamos en el mundo en que vivimos. En un mundo que vive inmerso en pleno capitalismo, un sistema de reparto desigual de la riqueza, donde hay casi 800 millones de personas que pasan hambre –cuyo porcentaje más elevado es, claro está, de mujeres– y la mayoría ni siquiera tiene garantizadas las necesidades básicas –vivienda, alimentación, trabajo…–, parece complicado asegurar la libertad para decidir de la que gozan justo las que menos tienen.
Está claro que muchas más mujeres de las que nos imaginamos viven en un mundo sin los derechos básicos garantizados y abocadas a la desesperación. Eso asegura, y de eso se aprovechan los explotadores, que sus decisiones no se tomen en libertad.