La distancia entre nosotros. Reyna Grande
enviaron zapatos de charol brillantes. Carlos, por su lado, recibió unos vaqueros y una camisa.
Nos abrimos paso a toda prisa hacia la habitación de mi abuelo, para ponernos la ropa nueva. Pero nuestros padres no se habían percatado de que, mientras no estaban, habíamos crecido, como si de alguna forma en El Otro Lado el tiempo se hubiera detenido y yo no hubiera cumplido seis años, Mago diez y Carlos casi nueve. Los zapatos eran demasiado pequeños, igual que los vestidos. Incluso las mangas de la camisa de Carlos terminaban a unos cinco centímetros por encima de sus muñecas. La falda de mi vestido ni siquiera me rozaba las rodillas.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Carlos, desabrochándose la camisa nueva—. Quizá deberían habernos enviado algunos juguetes.
Mago le dio un cachete.
—¡Ay! ¿Por qué me pegas? —preguntó Carlos, frotándose la cabeza.
Mago se sentó en la cama y suspiró.
—No lo sé —dijo finalmente.
Se quedó mirando fijamente el suelo de tierra. Su actitud hacía que me preguntara en qué estaba pensando. Miré los zapatos. Una parte de mí quería usarlos desesperadamente. Eran nuevos. Nuestros padres nos los habían mandado. ¡Eran de Estados Unidos! Pero luego pensé en ellos. El hecho de que ni siquiera supieran qué talla usaba me hacía querer tirar los zapatos a la basura.
Nos miramos los tres. En ese momento comprendimos que la distancia entre nosotros y nuestros padres nos estaba destrozando.
Mago se levantó para hablar.
—Vamos, Nena. Lavémonos los pies.
Limpiamos la suciedad que cubría nuestros pies y nos pusimos los bonitos zapatos brillantes.
—Dobla los dedos hacia adentro —me aconsejó.
Hice lo que me dijo y de esa forma los zapatos no apretaban tanto.
Mago, Carlos y yo nos cogimos de las manos y comenzamos a dar vueltas en círculo, girando y girando, mezclándonos hasta parecer una nube púrpura, rosa, blanca y azul. Luego, sin soltarnos, corrimos hacia fuera, hacia la calle, riendo y llorando a la vez.
Y mientras corríamos más allá de la tienda de don Bartolo, cruzando el descampado en dirección a la iglesia, atravesando la fábrica de tortillas y nuestra antigua casa, todos miraban nuestra ropa nueva sin decir «pobres pequeños huérfanos». Nuestros vecinos admiraban nuestra bonita ropa y los zapatos traídos desde lejos, sin saber que, cuando regresáramos a casa, nuestros pies estarían llenos de ampollas.
8
Habían pasado cuatro años desde que papá se había marchado a Estados Unidos y dos desde que mamá se unió a él cuando, finalmente, comenzó la construcción de nuestra casa. Eso solo podía significar una cosa: ¡mis padres regresarían pronto!
Papá nos había descrito la casa de sus sueños en las cartas que le enviaba a mamá desde El Otro Lado. La casa estaría hecha de ladrillos, con un suelo brillante de hormigón. Tendría tres habitaciones, ventanas altas y anchas para dejar entrar la luz del sol y las paredes pintadas de un color azul como el de la sombra de ojos que usaba mamá.
Quería una casa con televisión, equipo de música, frigorífico y horno. Una casa con electricidad, gas y agua corriente, y quizá también con baño interior, uno con ducha para hacerte sentir como si estuvieras bajo la lluvia en un caluroso día de verano.
Mi abuela le había dado a mi padre una parte de su terreno, así que nuestra casa se comenzaría a construir al lado de la suya. Mago, Carlos y yo no estábamos para nada conformes con eso. ¡No queríamos vivir cerca de la abuela Evila! Pero eso les permitiría a mis padres ahorrar un poco de dinero, de manera que era la única opción que tenían.
Los albañiles llegaron temprano una mañana para comenzar a desarmar la letrina y el cuartito en el que nací. Me quedé allí plantada, triste al ver que mi pequeño espacio estaba siendo destruido. Al rato, Mago se acercó y colocó un brazo sobre mi hombro.
—Piensa en lo que construirán justo allí.
Los albañiles regresaron al día siguiente y así en lo sucesivo, y comenzaron a colocar los cimientos y, de inmediato, las paredes. En cuanto salíamos de la escuela, Mago, Carlos y yo corríamos por la colina para ayudar a los trabajadores. Carlos se esforzaba mucho. Era rápido y fiable con los ladrillos y los baldes de cemento.
Teníamos los dedos raspados de acarrear ladrillos de aquí para allá. Por la noche no podíamos dormir por el dolor, pero cada día que pasaba poníamos toda nuestra energía en construir nuestra casa y, cuando sentíamos que los dedos nos dolían demasiado o que las rodillas estaban a punto de doblarse por el peso de los baldes de cemento fresco, nos decíamos a nosotros mismos que, cuanto más rápido trabajáramos, antes tendríamos a nuestra familia unida de nuevo. Pensar eso nos hacía mucho más fuertes.
Pero no pasó mucho tiempo hasta que los albañiles dejaron de visitarnos. Para cuando terminó febrero y Carlos cumplió nueve años, ya no se veía a los trabajadores por ningún lado.
—Vuestros padres no tienen más dinero, la casa tendrá que esperar —nos dijo la abuela Evila.
Cada mañana nos quedábamos junto a la puerta antes de ir a la escuela, deseando ver en el camino de tierra el camión que traía a los albañiles. Luego nos marchábamos hacia la escuela, donde lo único que hacíamos era mirar por la ventana y suspirar durante largas horas, apoyando la cabeza sobre las palmas de las manos.
Al finalizar la primera semana, Mago dejó de mirar el camino de tierra por la mañana. Nos empujó a Carlos y a mí hacia la colina y dijo que ya no importaba. No importaba cuántos ladrillos o baldes de cemento hubiéramos cargado: la casa nunca se terminaría porque era simplemente un sueño tonto, tan tonto como nuestro sueño de volver a tener una familia de verdad.
—¡La terminarán! —exclamó Carlos—. ¡Volverán!
Salió a toda prisa hacia la colina y, para cuando llegamos a la puerta de la escuela, no había rastro de él.
Cuando regresamos de la escuela, entré a la casa para mirar al Hombre Tras el Cristal.
—¿Cuánto va a durar? ¿Cuánto tiempo vais a estar lejos?
Como siempre, no hubo respuesta.
9
Los escorpiones siempre habían sido parte de nuestras vidas. Mamá nos había enseñado que debíamos revisar siempre nuestros zapatos antes de ponérnoslos por la mañana, o sacudir las sábanas por la noche por si hubiera algún escorpión entre los pliegues. También nos hacía sacudir la ropa antes de vestirnos. Ni siquiera nos dejaba apoyarnos en las paredes. Por eso no podíamos buscar algo en el ropero o en los cajones sin miedo a ser picados por un escorpión escondido en la oscuridad.
Sin embargo, por la noche, mientras dormíamos, no era imposible evitar que un escorpión se encaramara a la cama o cayera del techo.
Una noche me levanté gritando por un dolor tan intenso en el trasero que parecía que me hubieran marcado con un hierro al rojo vivo como hacían con las vacas en la granja del final del camino. Pero reconocí el dolor de inmediato.
—¡Mamá! ¡Mamá! —grité con todas mis fuerzas.
—Nena, ¿qué ocurre? —me preguntó Mago.
—Un escorpión.
Mago salió corriendo de la habitación en busca de ayuda. Carlos también se levantó de golpe y se quedó sentado a mi lado, sin tocarme, como si temiera que el escorpión también lo picara a él. Mi abuelo continuó roncando en su cama, no se despertó para ayudarnos.
—¡Mamá! —grité de nuevo, pero mi madre no apareció.
Fue mi