Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas. Benito Pérez Galdós
a estrenar a menudo, ni a enriquecer a las modistas. Los hábitos de economía adquiridos en su niñez estaban tan arraigados que, aunque nunca le faltó dinero, traía a casa una costurera para hacer trabajillos de ropa y arreglos de trajes que otras señoras menos ricas suelen encargar fuera. Y por dicha suya, no tenía que calentarse la cabeza para discurrir el empleo de sus sobrantes, pues allí estaba su hermana Candelaria, que era pobre y se iba cargando de familia. Sus hermanitas solteras también recibían de ella frecuentes dádivas; ya los sombreritos de moda, ya elfichú o la manteleta, y hasta vestidos completos acabados de venir de París.
El abono que tomaron en el Real a un turno de palco principal fue idea de D. Baldomero quien no tenía malditas ganas de oír óperas, pero quería que Barbarita fuera a ellas para que le contase, al acostarse o después de acostados, todo lo que había visto en el Regio coliseo. Resultó que a Barbarita no la llamaba mucho el Real; mas aceptó con gozo para que fuera Jacinta. Esta, a su vez, no tenía verdaderamente muchas ganas de teatro; pero alegrose mucho de poder llevar al Real a sus hermanitas solteras, porque las pobrecillas, si no fuera así, no lo catarían nunca. Juan, que era muy aficionado a la música, estaba abonado a diario, con seis amigos, a un palco alto de proscenio.
Las de Santa Cruz no llamaban la atención en el teatro, y si alguna mirada caía sobre el palco era para las pollas colocadas en primer término con simetría de escaparate. Barbarita solía ponerse en primera fila para echar los gemelos en redondo y poder contarle a Baldomero algo más que cosas de decoraciones y del argumento de la ópera. Las dos hermanas casadas, Candelaria y Benigna, iban alguna vez, Jacinta casi siempre; pero se divertía muy poco. Aquella mujer mimada por Dios, que la puso rodeada de ternura y bienandanzas en el lugar más sano, hermoso y tranquilo de este valle de lágrimas, solía decir en tono quejumbroso que no tenía gusto para nada. La envidiada de todos, envidiaba a cualquier mujer pobre y descalza que pasase por la calle con un mamón en brazos liado en trapos. Se le iban los ojos tras de la infancia en cualquier forma que se le presentara, ya fuesen los niños ricos, vestidos de marineros y conducidos por la institutriz inglesa, ya los mocosos pobres, envueltos en bayeta amarilla, sucios, con caspa en la cabeza y en la mano un pedazo de pan lamido. No aspiraba ella a tener uno solo, sino que quería verse rodeada de una serie , desde el pillín de cinco años, hablador y travieso, hasta el rorró de meses que no hace más que reír como un bobo, tragar leche y apretar los puños. Su desconsuelo se manifestaba a cada instante, ya cuando encontraba una bandada que iba al colegio, con sus pizarras al hombro y el lío de libros llenos de mugre, ya cuando le salía al paso algún precoz mendigo cubierto de andrajos, mostrando para excitar la compasión sus carnes sin abrigo y los pies descalzos, llenos de sabañones. Pues como viera los alumnos de la Escuela Pía, con su uniforme galonado y sus guantes, tan limpios y bien puestos que parecían caballeros chiquitos, se los comía con los ojos. Las niñas vestidas de rosa o celeste que juegan a la rueda en el Prado y que parecen flores vivas que se han caído de los árboles; las pobrecitas que envuelven su cabeza en una toquilla agujereada; los que hacen sus primeros pinitos en la puerta de una tienda agarrándose a la pared; los que chupan el seno de sus madres mirando por el rabo del ojo a la persona que se acerca a curiosear; los pilletes que enredan en las calles o en el solar vacío arrojándose piedras y rompiéndose la ropa para desesperación de las madres; las nenas que en Carnaval se visten de chulas y se contonean con la mano clavada en la cintura; las que piden para la Cruz de Mayo; los talluditos que usan ya bastón y ganan premios en los colegios, y los que en las funciones de teatro por la tarde sueltan el grito en la escena más interesante, distrayendo a los actores y enfureciendo al público... todos, en una palabra, le interesaban igualmente.
- iv -
Y de tal modo se iba enseñoreando de su alma el afán de la maternidad, que pronto empezó a embotarse en ella la facultad de apreciar las ventajas que disfrutaba. Estas llegaron a ser para ella invisibles, como lo es para todos los seres el fundamental medio de nuestra vida, la atmósfera. ¿Pero qué hacía Dios que no mandaba uno siquiera de los chiquillos que en número infinito tiene por allá? ¿En qué estaba pensando su Divina Majestad? Y Candelaria, que apenas tenía con qué vivir, ¡uno cada año!... Y que vinieran diciendo que hay equidad en el Cielo... Sí; no está mala justicia la de arriba... sí... ya lo estamos viendo... De tanto pensar en esto, parecía en ocasiones monomaniaca, y tenía que apelar a su buen juicio para no dar a conocer el desatino de su espíritu, que casi casi iba tocando en la ridiculez. ¡Y le ocurrían cosas tan raras...! Su pena tenía las intermitencias más extrañas, y después de largos periodos de sosiego se presentaba impetuosa y aguda, como un mal crónico que está siempre en acecho para acometer cuando menos se le espera. A veces, una palabra insignificante que en la calle o en su casa oyera o la vista de cualquier objeto le encendían de súbito en la mente la llama de aquel tema, produciéndole opresiones en el pecho y un sobresalto inexplicable.
Se distraía cuidando y mimando a los niños de sus hermanas, a los cuales quería entrañablemente; pero siempre había entre ella y sus sobrinitos una distancia que no podía llenar. No eran suyos, no los había tenido ella, no se los sentía unidos a sí por un hilo misterioso. Los verdaderamente unidos no existían más que en su pensamiento, y tenía que encender y avivar este, como una fragua, para forjarse las alegrías verdaderas de la maternidad. Una noche salió de la casa de Candelaria para volverse a la suya poco antes de la hora de comer. Ella y su hermana se habían puesto de puntas por una tontería, porque Jacinta mimaba demasiado a Pepito, nene de tres años, el primogénito de Samaniego. Le compraba juguetes caros, le ponía en la mano, para que las rompiera, las figuras de china de la sala y le permitía comer mil golosinas. «¡Ah!, si fueras madre de verdad no harías esto...». —«Pues si no lo soy, mejor... ¿A ti qué te importa?». —«A mí nada. Dispensa, hija, ¡qué genio!». —«Si no me enfado...».—«¡Vaya, que estás mimadita!».
Estas y otras tonterías no tenían consecuencias, y al cuarto de hora se echaban a reír, y en paz. Pero aquella noche, al retirarse, sentía la Delfina ganas de llorar. Nunca se había mostrado en su alma de un modo tan imperioso el deseo de tener hijos. Su hermana la había humillado, su hermana se enfadaba de que quisiera tanto al sobrinito. ¿Y aquello qué era sino celos?... Pues cuando ella tuviera un chico, no permitiría a nadie ni siquiera mirarle... Recorrió el espacio desde la calle de las Hileras a la de Pontejos, extraordinariamente excitada, sin ver a nadie. Llovía un poco y ni siquiera se acordó de abrir su paraguas. El gas de los escaparates estaba ya encendido, pero Jacinta, que acostumbraba pararse a ver las novedades, no se detuvo en ninguna parte. Al llegar a la esquina de la plazuela de Pontejos y cuando iba a atravesar la calle para entrar en el portal de su casa, que estaba enfrente, oyó algo que la detuvo. Corriole un frío cortante por todo el cuerpo; quedose parada, el oído atento a un rumor que al parecer venía del suelo, de entre las mismas piedras de la calle. Era un gemido, una voz de la naturaleza animal pidiendo auxilio y defensa contra el abandono y la muerte. Y el lamento era tan penetrante, tan afilado y agudo, que más que voz de un ser viviente parecía el sonido de la prima de un violín herida tenuemente en lo más alto de la escala. Sonaba de esta manera: miiii... Jacinta miraba al suelo; porque sin duda el quejido aquel venía de lo profundo de la tierra. En sus desconsoladas entrañas lo sentía ella penetrar, traspasándole como una aguja el corazón.
Busca por aquí, busca por allá, vio al fin junto a la acera por la parte de la plaza una de esas hendiduras practicadas en el encintado, que se llamanabsorbederos en el lenguaje municipal, y que sirven para dar entrada en la alcantarilla al agua de las calles. De allí, sí, de allí venían aquellos lamentos que trastornaban el alma de la Delfina, produciéndole un dolor, una efusión de piedad que a nada pueden compararse. Todo lo que en ella existía de presunción materna, toda la ternura que los éxtasis de madre soñadora habían ido acumulando en su alma se hicieron fuerza activa para responder al miiiii subterráneo con otro miiii dicho a su manera.
¿A quién pediría socorro? «Deogracias» gritó llamando al portero. Felizmente, el portero estaba en la esquina de la calle de la Paz hablando con un conductor del coche-correo, y al punto oyó la voz de su señorita. En cuatro trancos se puso a su lado.
«Deogracias... eso... que ahí suena... mira a ver...» dijo la señorita temblando