Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas. Benito Pérez Galdós

Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - Benito Pérez Galdós


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me llenaron de injurias, y una de ellas se fue hacia dentro y volvió con una escoba para pegarme. ¿Qué creen ustedes que hice? ¿Acobardarme? Quia. Me metí más adentro y les dije cuatro frescas... pero bien dichas... ¡bonito genio tengo yo...! ¡Pues creerán ustedes que les saqué dinero! Pásmense, pásmense... la más desvergonzada, la que me salió con la escoba fue a los dos días a mi casa a llevarme un napoleón.

      »Bueno... pues verán ustedes. La costumbre de pedir me ha ido dando esta bendita cara de vaqueta que tengo ahora. Conmigo no valen desaires ni sé ya lo que son sonrojos. He perdido la vergüenza. Mi piel no sabe ya lo que es ruborizarse, ni mis oídos se escandalizan por una palabra más o menos fina. Ya me pueden llamar perra judía ; lo mismo que si me llamaran la perla de Oriente ; todo me suena igual... No veo más que mi objeto, y me voy derechita a él sin hacer caso de nada. Esto me da tantos ánimos que me atrevo con todo. Lo mismo le pido al Rey que al último de los obreros. Oigan ustedes este golpe: Un día dije: 'Voy a ver a D. Amadeo'. Pido mi audiencia, llego, entro, me recibe muy serio. Yo imperturbable, le hablé de mi asilo y le dije que esperaba algún auxilio de su real munificencia. '¿Un asilo de ancianos?'—me preguntó. 'No señor, de niños'. —'¿Son muchos?'. Y no dijo más. Me miraba con afabilidad. ¡Qué hombre!, ¡qué bocaza! Mandó que me dieran seis mil guealés... Luego vi a doña María Victoria, ¡qué excelente señora! Hízome sentar a su lado; tratábame como su igual; tuve que darle mil noticias del asilo, explicarle todo... Quería saber lo que comen los pequeños, qué ropa les pongo... En fin, que nos hicimos amigas... Empeñada en que fuera yo allá todos los días... A la semana siguiente me mandó montones de ropa, piezas de tela y suscribió a sus niños por una cantidad mensual.

      »Con que ya ven ustedes cómo así, a lo tonto a lo tonto, ha venido sobre mi asilo el pan de cada día. La suscripción fija creció tanto que al año pude tomar la casa de la calle de Alburquerque, que tiene un gran patio y mucho desahogo. He puesto una zapatería para que los muchachos grandecitos trabajen, y dos escuelas para que aprendan. El año pasado eran sesenta y ya llegan a ciento diez. Se pasan apuros; pero vamos viviendo. Un día andamos mal y al otro llueven provisiones. Cuando veo la despensa vacía, me echo a la calle , como dicen los revolucionarios, y por la noche ya llevo a casa la libreta para tantas bocas. Y hay días en que no les falta su extraordinario, ¿qué creían ustedes? Hoy les he dado un arroz con leche, que no lo comen mejor los que me oyen. Veremos si al fin me salgo con la mía, que es un grano de anís, nada menos que levantarles un edificio de nueva planta, un verdadero palacio con la holgura y la distribución convenientes, todo muy propio, con departamento de esto, departamento de lo otro, de modo que me quepan allí doscientos o trescientos huérfanos, y puedan vivir bien y educarse y ser buenos cristianos».

      «Un edificio ad hoc » dijo con incredulidad el marqués de Casa-Muñoz, que era uno de los presentes.

      —Ad... hoc , sí señor—replicó Guillermina, acentuando las dos palabras latinas—. Pues está usted adelantado de noticias. ¿No sabe que tengo el terreno y los planos, y que ya me están haciendo el vaciado? ¿Sabe usted el sitio? Más abajo del que ocupan las Micaelas , esas que recogen y corrigen las mujeres pérdidas. El arquitecto y los delineantes me trabajan gratis. Ahora no pido sólo dinero, sino ladrillo recocho y pintón. Con que a ver...

      —¿Tiene usted ya la memoria de cantería?

      —preguntó con vivo interés Aparisi, que era hombre fuerte en negocio de berroqueña.

      —Sí, señor. ¿Me quiere usted dar algo?

      —Le doy a usted—dijo Aparisi, acompañando su generosidad de un gesto imperial—, la friolera de sesenta metros cúbicos de piedra sillar que tengo en la Guindalera.

      —¿A cómo? —preguntó Guillermina, mirándole con los ojos guiñados y apuntándole con la aguja de media.

      —A nada... La piedra es de usted. —Gracias, Dios se lo pague. Y el marqués, ¿qué me da?

      —Pues yo... ¿Quiere usted dos vigas de hierro de doble T que me sobraron de la casa de la Carrera?

      —¿Pues no las he de querer? Yo lo tomo todo, hasta una llave vieja, para cuando se acabe el edificio. ¿Saben ustedes lo que me llevé ayer a casa? Cuatro azulejos de cocina, un grifo y tres paquetitos de argollas. Todo sirve, amigos. Si en algún tejar me dan cuatro ladrillos, los acepto y a la obra con ellos. ¿Ven ustedes cómo hacen los pájaros sus nidos? Pues yo construiré mi palacio de huérfanos cogiendo aquí una pajita y allá otra. Ya se lo he dicho a Bárbara, no ha de tirar ni un clavo, aunque esté torcido, ni una tabla, aunque esté rota. Los sellos de correo se venden, las cajas de cerillas también... ¿Con qué creen ustedes que he comprado yo el gran lavabo que tenemos en el asilo? Pues juntando cabos de vela y vendiéndolos al peso. El otro día me ofrecieron una petaca de cuero de Rusia. «¿Para qué le sirve eso?» dirán estos señores. Pues me sirvió para hacer un regalo a uno de los delineantes que trabajan en el proyecto... ¿Ven ustedes a este marqués de Casa-Muñoz, que me está oyendo y me ha ofrecido dos vigas de doble T? Bueno: ¿cuánto apuestan a que le saco algo más? ¿Pues qué, creen ustedes que el señor marqués tiene sus grandes yeserías de Vallecas para ver estos apuros míos y no acudir a ellos?

      —Guillermina—dijo Casa-Muñoz algo conmovido—, cuente usted con doscientos quintales, y del blanco, que es a nueve reales.

      —¿Qué dije yo? Bueno. Y este señor de Ruiz ¿qué hará por mí?

      —Hija de mi alma, yo no tengo ni un clavo ni una astilla, pero le juro a usted por mi salvación que un domingo me salgo por las afueras y robo una teja para llevársela a usted... robaré dos, tres, una docena de tejas... Y hay más. Si quiere usted mis dos comedias, mis folletos sobre la Unión ibérica y sobre laOrganización de los bomberos en Suiza , mi obra de los Castillos , todo está a su disposición. Diez ejemplares de cada cosa para que hagan lotes en unatómbola.

      —¿Lo ven ustedes? Cae el maná, cae. Si en estas cosas no hay más que ponerse a ello... Mi amigo Baldomero también dará algo.

      —Las campanas—dijo el insigne comerciante—, y si me apuran, el pararrayos y las veletas. Quiero concluir el edificio, ya que el amigo Aparisi lo quiere empezar.

      —La primera piedra no hay quien me la quite—expresó Aparisi con toda la hinchazón de su amor propio.

      —Algo más daremos, ¿verdad Baldomero?—apuntó Barbarita—, por ejemplo, toda la capilla, con su órgano, altares, imágenes...

      —Todo lo que tú quieras, hija. Y eso que las Micaelas nos han llevado un pico. Les hemos hecho casi la mitad del edificio. Pero ahora le toca a Guillermina. Ya sabe ella dónde estamos.

      El grupo que rodeaba a la fundadora se fue disolviendo. Algunos, creyendo sin duda que lo que allí se trataba más era broma que otra cosa, se fueron al salón a hablar seriamente de política y negocios. D. Baldomero, que deseaba echar aquella noche una partida de mus, el juego clásico y tradicional de los comerciantes de Madrid, esperó a que entrase Pepe Samaniego, que era maestro consumado, para armar la partida. Durante un largo rato no se oía en el salón más que envido a la chica... envido a los pares... órdago.

      Las tres señoras estuvieron un momento solas, hablando de aquel proyecto de Guillermina, que seguía cose que te cose, ayudada por Jacinta. Hacía algún tiempo que a esta se le había despertado vivo entusiasmo por las empresas de la Pacheco, y a más de reservarle todo el dinero que podía, se picaba los dedos cosiendo para ella durante largas horas. Es que sentía un cierto consuelo en confeccionar ropas de niño y en suponer que aquellas mangas iban a abrigar bracitos desnudos. Ya había hecho dos visitas al asilo de la calle de Alburquerque y acompañado una vez a Guillermina en sus excursiones a las miserables zahúrdas donde viven los pobres de la Inclusa y Hospital.

      Había que oírla cuando volvió a aquella su primera visita a los barrios del Sur. «¡Qué desigualdades!—decía, desflorando sin saberlo el problema social—.


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