La Regenta. Leopoldo Alas
con sonreír, inclinarse y poner cara de santo que sufre por amor de Dios el escándalo de los oídos. El Arcediano rio sin ganas.
La historia de Obdulia Fandiño profanó el recinto de la sacristía, como poco antes lo profanaran su risa, su traje y sus perfumes.
El Arcipreste narraba las aventuras de la dama como lo hubiera hecho Marcial, salvo el latín.
—Señores, a mí me ha dicho Joaquinito Orgaz que los vestidos que luce en el Espolón esa señora....
—Son bien escandalosos...—dijo el Deán.
—Pero muy ricos—observó el pariente del ministro.
—Y muchos; nunca lleva el mismo; cada día un perifollo nuevo—añadió el Arcediano—; yo no sé de dónde los saca, porque ella no es rica; a pesar de sus pretensiones de noble, ni lo es ni tiene más que una renta miserable y una viudedad irrisoria....
—Pues a eso voy—interrumpió triunfante don Cayetano—. Me ha dicho el chico de Orgaz, que acabó la carrera de médico en San Carlos, que estos últimos años Obdulita servía en Madrid a su prima Tarsila Fandiño, la célebre querida del célebre....
—Sí ¿qué?—Que le servía de trotaconventos, digámoslo así. Es decir, no tanto: pero vamos, que la acompañaba y... claro, la otra, agradecida... le manda ahora los vestidos que deja, y como los deja nuevos y tiene tantos y tan ricos....
El cabildo, que fingía oír por educación, nada más, al Arcipreste, se interesaba de veras con la crónica. Ripamilán saboreaba la plática lasciva sólo por lo que tenía de gracejo. Los demás empezaron a estorbarse oyendo juntos aquellas murmuraciones. El Arcipreste clavaba los ojuelos negros y punzantes en el Magistral, confesor de Obdulia; parecía buscar su testimonio.
El Provisor no estaba allí más que para hablar a solas con don Cayetano. Sufría sus impertinencias con calma. Le estimaba. Le perdonaba aquellos inocentes alardes de erotismo retórico porque conocía sus costumbres intachables y su corazón de oro. Eran muy buenos amigos, y Ripamilán el más decidido y entusiástico partidario de don Fermín en las luchas del cabildo. Otros le seguían por interés, muchos por miedo; don Cayetano, incapaz de temer a nadie, le servía y le amaba porque, según él, era el único hombre superior de la catedral. El Obispo era un bendito, Glocester un taimado con más malicia que talento; el Magistral un sabio, un literato, un orador, un hombre de gobierno, y lo que valía más que todo, en su concepto, un hombre de mundo. Cuando se le hablaba de los supuestos cohechos del Provisor, de su tiranía, de su comercio sórdido, se indignaba el anciano y negaba en redondo hasta los casos de simonía más probables. Si le traían a cuento el capítulo de las aventuras amorosas, que no pasaban de ser rumores anónimos, sin fundamento que hiciera prueba, el Arcipreste sonreía al negar, dando a entender que aquello era posible, pero importaba menos.
—La verdad es que don Fermín es muy buen mozo, y, si las beatas se enamoran de él viéndole gallardo, pulcro, elegante y hablando como un Crisóstomo en el púlpito, él no tiene la culpa ni la cosa es contraria a las sabias leyes naturales.
El Magistral sabía todo lo que Ripamilán pensaba de él y le consideraba el más fiel de sus parciales. Por eso le esperaba. Tenía que hacerle ciertas preguntas que, no tratándose del Arcipreste, podrían ser peligrosas. Glocester había olido algo.
—«¿Cómo no se marchaba el Magistral? ¿Cómo sufría aquella jaqueca? No, pues él tampoco dejaba el puesto». Era el de Mourelo el más cordial enemigo que tenía el Provisor. Precisamente el trabajo de maquiavelismo más refinado del Arcediano consistía en mantener en la apariencia buenas relaciones con «el déspota», pasar como partidario suyo y minarle el terreno, prepararle una caída que ni la de don Rodrigo Calderón. Vastísimos eran los planes de Glocester, llenos de vueltas y revueltas, emboscadas y laberintos, trampas y petardos y hasta máquinas infernales. Don Custodio el beneficiado era su lugarteniente. Este le había dado aquella tarde la noticia de que la Regenta estaba en la capilla del Magistral esperándole para confesar. Novedad estupenda. La Regenta, muy principal señora, era esposa de don Víctor Quintanar, Regente en varias Audiencias, últimamente en la de Vetusta, donde se jubiló con el pretexto de evitar murmuraciones acerca de ciertas dudosas incompatibilidades; pero en realidad porque estaba cansado y podía vivir holgadamente saliendo del servicio activo. A su mujer se la siguió llamando la Regenta. El sucesor de Quintanar era soltero y no hubo conflicto; pasó un año, vino otro regente con señora y aquí fue ella. La Regenta en Vetusta era ya para siempre la de Quintanar de la ilustre familia vetustense de los Ozores. En cuanto a la advenediza tuvo que perdonar y contentarse con ser: la otra Regenta. Además, el conflicto duraría poco; ya empezaba a usarse el nombre de «Presidente» y pronto habría nombre distinto para cada cual. Entretanto la Regenta era la de Ozores. La cual siempre había sido hija de confesión de don Cayetano, pero este, que de algunos años a esta parte sólo confesaba a algunas pocas personas, señoras casi todas, de alta categoría, escogidísimos amigos y amigas, al cabo se había cansado también de esta leve carga, pesada para sus años; y resuelto a retirarse por completo del confesonario, había suplicado a sus hijas de confesión que le librasen de este trabajo y hasta señalado sucesor en tan grave e interesante ministerio; sucesor diferente según las personas. Esta especie de herencia, o mejor, sucesión inter vivos , era muy codiciada en el cabildo y por todos los dependientes del clero catedral. Antes de la reacción religiosa que en Vetusta, como en toda España, habían producido los excesos de los libre-pensadores improvisados en tabernas, cafés y congresos, era el Arcipreste el confesor de la nata de la Encimada, porque tenía la manga ancha en ciertas materias; pero ya la moda había cambiado, se hilaba más delgado en asuntos pecaminosos y el Magistral que se iba con pies de plomo era preferido. Sin embargo, unas por costumbre, otras por no dar un desaire a don Cayetano, y algunas por seguir contentas con aquel sistema de la manga ancha, algunas damas continuaban asistiendo al tribunal del latitudinario, hasta que él mismo se cansó y con buenos modos empezó a sacudirse las moscas.
Don Custodio, joven ardentísimo en sus deseos, creía demasiado en los milagros de fortuna que hace la confesión auricular y atribuía a ellos sin razón los progresos del Magistral; por esto acechaba la sucesión del Arcipreste con más avaricia que todos, con pasión imprudente. Había averiguado que doña Olvido, la orgullosa hija única de Páez, uno de los más ricos americanos de La Colonia había pasado, tiempo atrás, del confesonario de Ripamilán al de don Fermín. Esto era ya una gollería. Pero ¡oh escándalo! ahora (don Custodio lo había averiguado escuchando detrás de una puerta), ahora el chocho del poeta bucólico dejaba al Magistral la más apetecible de sus joyas penitenciarias, como lo era sin duda la digna y virtuosa y hermosísima esposa de don Víctor Quintanar. ¡Y don Custodio sentía la alegórica baba de la envidia manar de sus labios! Después de haber tropezado en el trasaltar con el Provisor, se había dirigido hacia el trascoro, y dentro de la capilla del otro , había visto, mirando de soslayo, dos señoras; nuevas sin duda, pues no sabían que aquella tarde no se sentaba don Fermín. Había vuelto a pasar, había mirado mejor y con disimulo, y pudo conocer, a pesar de las sombras de la capilla, que una de aquellas damas era la Regenta en persona.
Entró en el coro, y se lo dijo a Glocester. El Arcediano aspiraba a esta sucesión particular; creía pertenecerle por razón de su dignidad el honor de confesar a doña Ana Ozores. «Con el Obispo no había que contar; el Deán era un viejo que no hacía más que comer y temblar; en una procesión de desagravios cuatro borrachos le habían dado un susto, del que sólo se repuso su estómago; digería muy bien, pero no discurría; no pensaba más que lo suficiente para seguir vegetando y asistiendo al coro; tampoco había que contar con él. El Arcipreste renunciaba a la Regenta, ¿pues qué dignidad seguía? la suya; la jerarquía indicaba al Arcediano. Se trataba, pues, de un atropello, de una injusticia que clamaba al cielo, y no podía clamar al Obispo, porque este era esclavo de don Fermín». Esta opinión de Glocester la aprobaba don Custodio; no tenía el beneficiado la pretensión excesiva de coger para sí tan buen bocado, pero quería que a lo menos no se lo comiera su enemigo. Adulaba a Glocester y le animaba a luchar por la justa causa de sus derechos. Glocester, halagado, y con color de remolacha, dijo al oído del confidente:
—¿Será